Pisar descalzo un clavo = dolor punzante.
Sacar ese clavo = dolor punzante.
¿Ignoraría el clavo para ahorrarse el dolor de la extracción? No, a menos que quiera una infección gangrenosa. La elección es obvia cuando se trata de nuestra salud física. Sin embargo, la mayoría de nosotros somos culpables de enterrar las heridas emocionales, permitiendo que se conviertan en una amargura total.
En este mensaje, el Dr. Stanley nos exhorta a examinar nuestras partes sensibles. Sí, puede ser doloroso hacerlo, pero al final vale la pena. Encuentre valor para enfrentar sus heridas y experimente el toque sanador de Dios.
Bosquejo del Sermón
CÓMO SANAR NUESTRAS HERIDAS
PASAJE CLAVE: Efesios 4.30-32
LECTURA DE APOYO: Salmo 19.14 | Juan 8.32 | Juan 13.35 | 1 Juan 2.9 | 1 Juan 4.20, 21
INTRODUCCIÓN
Todos hemos sufrimos heridas emocionales, pues vivimos en un mundo caído.
La gente dice palabras hirientes, ya sea sin pensar o adrede. Da tratos injustos, e incluso pueden infligir daños físicos. No podemos evitar ser heridos, pero Dios desea que nuestra reacción ante esas heridas lo honre, produzca sanidad y nos libere del enojo, del resentimiento, de la amargura y que aprendamos a perdonar.
DESARROLLO DEL SERMÓN
Si no sanamos las heridas, permanecerán en nuestra alma a pesar de todos nuestros intentos por suprimirlas. Al cabo del tiempo se asentarán en nuestra mente, dominarán nuestras emociones y nos esclavizarán.
Dios no desea que llevemos esa carga, por lo que ha provisto la solución en Efesios 4.30-32.
“Y no contristéis al Espíritu Santo de Dios, con el cual fuisteis sellados para el día de la redención. Quítense de vosotros toda amargura, enojo, ira, gritería y maledicencia, y toda malicia. Antes sed benignos unos con otros, misericordiosos, perdonándoos unos a otros, como Dios también os perdonó a vosotros en Cristo”.
Algunas heridas son menores, por lo que pueden ser olvidadas con rapidez. Pero otras son profundas, y aunque aquellos que las sufren saben lo que el Señor ha dicho al respecto, ese dolor puede llegar a ser una fuente de seguridad e identidad. La simple idea de liberarse de esa herida, pareciera más amenazante que el peligro que corren sus almas al aferrarse a lo que sucedió en el pasado.
No estar dispuesto a perdonar es una reacción natural ante las ofensas, pero los creyentes en Cristo hemos sido llamados a vivir en el poder del Espíritu y no a seguir dominados por nuestra vieja naturaleza. Si nos negamos a perdonar como el Señor nos ordena, ese dolor se convierte en un profundo cáncer espiritual en nuestra alma.
La solución de Dios
La Biblia enseña que para sanar las heridas prolongadas, debemos dejar a un lado toda amargura, enojo, ira, gritería, maledicencia y malicia. Y por el contrario, debemos reaccionar con benignidad, misericordia y perdón.
Eso significa que debemos dejar de alimentar nuestra mente con la ofensa que nos han hecho. Aun cuando oramos, quizás caemos en el error de recordarle al Señor lo mucho que nos han herido y lo mala que ha sido la persona que ha causado ese dolor.
Actitudes de enojo, ira, amargura y malicia no se pueden contener. Vierten veneno en nuestro interior y se desborda incluso en alguien inocente. La única solución es lidiar con ellas de la manera en la que Dios nos enseña. Si lo hacemos de inmediato, pronto seremos sanados; pero si nos demoramos comenzará un proceso cuesta abajo.
El proceso
- Comenzamos a nutrir nuestro dolor al reproducirlo en nuestros pensamientos y emociones.
- Puede que desarrollemos odio hacia el ofensor. Quizás lo demostremos al no desear relacionarnos con esa persona o al desear que el ofensor sufra.
- Se nos dificulta alabar o adorar al Señor, y la verdad de la Palabra de Dios no penetra nuestra mente y corazón.
La causa de nuestras reacciones
Casi siempre justificamos nuestras malas acciones al culpar las ofensas recibidas. Pero nadie puede obligarnos a tener un espíritu implacable. Solo nosotros somos responsables de nuestras acciones. El enojo y la malicia provienen de nuestro corazón. Una vez que florecen, tenemos la opción de aceptarlos o rechazarlos. Si permitimos que esos malos sentimientos nos envuelvan, ganarán el control e inundarán cada aspecto de nuestra vida.
La amargura, el resentimiento, la ira y la malicia no corresponden con nuestra identidad como hijos de Dios. Nuestras vidas se deben caracterizar por el amor. No podemos declarar que amamos a Dios si odiamos a otra persona: “El que ama a Dios, ame también a su hermano” (1 Jn 4.21).
Este mandamiento no solo se aplica en relación a quienes son fáciles de amar, sino también a quienes nos han herido y ofendido en algún momento. Amarnos los unos a los otros nos caracteriza como discípulos de Cristo (Jn 13.35). No es algo que podamos hacer sin ayuda, necesitmos el poder del Espíritu Santo que mora en nosotros. Es Él quien nos capacita para poner a un lado los malos sentimientos y perdonar al ofensor, para que podamos ser sanados. Al andar en el Espíritu y no en la carne podemos pasar por alto las ofensas, superar las tentanciones y demostrar benignidad, misericordia y perdón.
El mayor aliciente para perdonar es Cristo. En la cruz llevó todos nuestros pecados, sufrió el castigo que merecíamos y nos ofreció su perdón. ¿Cómo podemos entonces negarnos a perdonar a otros, si sabemos que nuestras ofensas hacia Dios son mayores, y aun así Él nos ha perdonado?
Consecuencias de las heridas no sanadas
- Emociones dañinas. La sanidad viene con el perdón, pero si nos aferramos a las heridas, nos robarán el gozo y el contentamiento, para reemplazarlos con amargura, ira y resentimiento. Bloqueamos las emociones buenas y no podemos amar o aceptar el amor de otros, ni el de Dios.
- Deterioran nuestra comunión con Dios. No se puede vivir en pecado y estar bien con el Señor. Sentirá que sus oraciones son inútiles, que su amor por Jesucristo se va enfriando, su gratitud se irá secando y se sentirá vacío al adorar. La única manera de ser liberado, es por medio de la sanidad que produce el perdón.
- Deterioran nuestra relación con otros. No podemos esconder para siempre la amargura, el resentimiento y la hostilidad delante de nuestros familiares, amigos, compañeros de trabajo y hermanos en la fe. Estas malas actitudes envenenan todas nuestras relaciones.
- Dañan nuestra salud. Nuestras actitudes y emociones influyen en nuestro cuerpo de diversas maneras. A veces acudimos a los médicos buscando un alivio, pero nunca podrán arreglar la raíz del problema.
El perdón
Dios nos ordena que nos perdonemos los unos a los otros. Eso no significa olvidar, vivir en negación, excusar o tolerar el maltrato. Significa dejar a un lado la deuda de las malas acciones y no guardar nada en contra de quien nos ofendió. Ello no nos garantiza que todo se resolverá en esa relación. No somos responsables por las acciones de la otra persona. Nuestra responsabilidad consiste en obedecer a Dios al perdonar.
Si aquel que nos ha herido no está disponible o ha muerto, todavía podemos perdonarle al imaginarnos que está sentado frente a nosotros cuando le manifestamos que lo perdonamos, o al escribirle una carta. Si dejamos a un lado esa carga, comenzaremos a ser sanados.
REFLEXIÓN
- ¿Ha sufrido alguna herida que aún le afecta? ¿De qué manera ha lidiado con ella? ¿Cómo le afecta recrear en su mente el mal que le han hecho?
- Si ha adoptado las actitudes pecaminosas descritas en Efesios 4.31, ¿cómo han afectado su vida y su relación con otros y con Dios?
- ¿Qué le impide perdonar a otros? ¿Qué pasos debe dar para comenzar este proceso?