En el huerto de Getsemaní, el Señor oró una y otra vez para que “esta copa” pasara de Él (Mt 26.39-44). Cristo estaba contemplando una copa de ira, de pecado y de juicio que debió haber hecho estremecer su alma (Is 51.17). Según la Biblia, Él no solo murió por nuestro pecado, sino que se convirtió en nuestro pecado (2 Co 5.21). El santo y perfecto Cordero de Dios tomó sobre sí todo lo que era vil y oscuro, aun al saber las consecuencias de asumir nuestro pecado.
Cristo siempre había disfrutado de una unidad perfecta con el Padre celestial. Pero la santidad de Dios no era compatible con la presencia del pecado, y por eso el Señor se sintió “abandonado” en la cruz (Mt 27.46). Nunca hubo duda sobre si Él obedecería la voluntad de su Padre: el Hijo se convertiría en pecado y experimentaría el castigo correspondiente para salvarnos. Así que, sí, en el huerto, Él suplicó por otra ruta para nuestra redención. Sin embargo, cuando el Padre dejó claro que no había otra manera, Cristo se entregó en obediencia y con amor por la humanidad.
Él sacrificó más que su vida. Intercambió perfección por castigo. Nuestro Salvador lo hizo para que pudiéramos ser transformados en personas justas con un futuro eterno. No es de extrañar que todo el cielo lo exalte. Y nosotros también debemos hacerlo.
BIBLIA EN UN AÑO: JOSUÉ 4-6