En la lectura de hoy, Isaías profetizó que un Salvador vendría a expiar los pecados de la humanidad (Is 53.5). Pero el Mesías tan esperado no coincidía con las expectativas de la gente.
Los judíos imaginaban a un gobernante fuerte que los lideraría con poder terrenal, pero el Señor Jesús era un siervo que pasaba tiempo con los marginados y los humildes. Esperaban a un hombre que pusiera fin al hostigamiento de Israel; Él murió como un delincuente y advirtió a sus seguidores que no serían aceptados por el mundo. El Señor no era tal cual como el pueblo judío quería que fuera; sin embargo, era mucho más de lo que entendieron.
Un día todos compareceremos ante Dios para ser juzgados. La pena del pecado es la muerte, una existencia eterna y agonizante separados de Él. Pero Cristo cargó con nuestros pecados para que todo aquel que en Él crea pueda tener vida eterna (Jn 3.16). Eligió asumir nuestro castigo, al morir para que pudiéramos vivir para siempre en su presencia. Cristo era “el camino” por el cual Dios podía satisfacer su justicia y amar a su pueblo (Jn 14.6).
La salvación es un regalo. No requiere nada de nuestra parte, excepto aceptación y entrega. ¿Ha aceptado usted la muerte de Cristo en la cruz como expiación por su pecado? La muerte del Redentor conduce a la vida.