El derramamiento de sangre es esencial para la fe cristiana: sin un sacrificio, nadie puede relacionarse con el Padre celestial. Por esa razón, Dios entretejió la historia de la muerte, la renovación y la reconciliación desde Génesis hasta Apocalipsis.
El Señor diseñó la redención de una manera que demostraba la conexión entre el derramamiento de sangre y la liberación del pecado. En el Antiguo Testamento, dio instrucciones para que solo se ofrecieran sacrificios de animales sin defectos. Dios quería que todos entendieran que el pecado traía consecuencias terribles y resultaba en la muerte. La primera muerte registrada en la Biblia fue la del animal cuya piel se convirtió en la cobertura de Adán y Eva después de que pecaron (Gn 3.11-13, 21). Más adelante, los israelitas tenían que hacer sacrificios para ser absueltos de sus pecados; cada vez que llevaban un cordero o un par de palomas al sacerdote, reconocían que “la paga del pecado es muerte” (Ro 6.23). Pero Dios, por su bondad, envió a su Hijo para pagar el precio de nuestros pecados de una vez y para siempre.
El pasaje de hoy dice que fuimos “rescatados, no con cosas perecederas... sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación” (vv. 18, 19). Que siempre estemos agradecidos por su regalo sacrificial.
BIBLIA EN UN AÑO: JOSUÉ 1-3