Imagínese corriendo en un maratón, y uno de los atletas decide elegir su propio camino. Respeta la norma de la carrera de 42.2 kilómetros y establece su línea de meta en el mismo lugar que la oficial, pero elige rutas con menos cuestas y competidores. Su plan le parece excelente, pero cuando cruce la línea de meta, no habrá medalla ni cinta esperándolo.
Eso, sin duda, sería una tontería. Sin embargo, podemos caer en esta misma trampa cuando decidimos el curso de nuestra vida en lugar de correr la carrera que Dios establece. (Vea He 12.1). Al someternos a su voluntad, permanecemos en el camino correcto. Pero en el momento en que volvemos al pecado o comenzamos a tomar decisiones basadas en nuestro juicio, nos desviamos.
Ya sea que los creyentes corran la carrera a la manera de Dios o a su propia manera, llegarán a una línea de meta, pero eso no significa que sea la misma. Nadie quiere mirar atrás y darse cuenta de que no corrí el curso que estaba destinado para mí. No logré nada bueno. Las únicas obras en verdad duraderas y valiosas son aquellas hechas para el Señor con el poder de su Espíritu (1 Co 3.11-15).
Así que nunca olvidemos que, no importa cuán lejos nos desviemos, el Espíritu Santo sigue presente y nos recuerda el camino correcto y da poder para volver a él y perseverar.
Biblia en un año: JUAN 12-13