El Señor tiene propósitos específicos para cada uno de nosotros. Pero también tiene objetivos que se aplican a todos los creyentes, tales como una búsqueda incesante, de por vida, de la humildad.
La humildad es más que una visión sana de nosotros mismos; es una actitud que reconoce nuestra dependencia del Señor. Filipenses 2.3 dice: “Nada hagáis por contienda o por vanagloria; antes bien con humildad, estimando cada uno a los demás como superiores a él mismo”. En orden de prioridades, Cristo está primero, luego los demás, y nosotros somos los últimos.
Como creyentes, hablamos con convicción sobre amar a los demás, perdonar incondicionalmente y ser bondadosos. Pero la raíz de estas acciones es la humildad. Para poder amar y perdonar, debemos estar dispuestos a reconocer el valor de cada persona a los ojos de Dios y la magnitud de su compasión, amor y perdón. Como dice Efesios 4.32: “Sed benignos unos con otros, misericordiosos, perdonándoos unos a otros, como Dios también os perdonó a vosotros en Cristo”.
Si solo pensamos en cómo nos sentimos o lo que nos conviene, no demostraremos el amor de Cristo. Pero cuando la humildad es nuestra meta, entonces el amor, el perdón y la amabilidad crecerán a partir de ella.
BIBLIA EN UN AÑO: DEUTERONOMIO 9-11