Cuando alguien pone su fe en Jesucristo y se convierte en creyente, es santificado, es decir, apartado para el propósito de Dios. A diferencia de la salvación, que tiene lugar en un instante, la santificación es un proceso que dura toda la vida. A medida que la Palabra de Dios y el Espíritu Santo trabajan en nuestra vida, estamos siendo santificados. En otras palabras, maduramos en la fe de manera continua.
En Romanos 8.29, el apóstol Pablo explicó el propósito de Dios para los creyentes: “Porque a los que antes conoció, también los predestinó para que fuesen hechos conformes a la imagen de su Hijo”. Nuestro carácter, conducta y conversación deben ser reflejos de Cristo. Por nuestra cuenta, pondríamos demasiado énfasis en el comportamiento y nos veríamos atrapados tratando de cumplir reglas y ceremonias que parecen cristianas sin reflejar en realidad al Señor Jesús. Sin embargo, se nos ha dado el Espíritu Santo, que obra a través de la Palabra de Dios para renovar nuestra mente. Pero debemos cooperar en el proceso de santificación llenando nuestra mente con lo que enseña la Biblia.
Jamás seremos perfectos en este mundo, pero el Señor nos muestra cómo pensar y actuar para que podamos vivir “de una manera digna de la vocación con que [hemos] sido llamados”.
Biblia en un año: Isaías 40-42