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Del corazón del pastor

Estamos reconciliados con el Padre, redimidos por la sangre de Cristo, y habitados por el Espíritu Santo para siempre.

Charles F. Stanley

Si ha sido cristiano por algún tiempo, sabrá cómo se siente luchar por vivir a la altura de su llamado en Cristo. Sin duda, ha leído los textos en las Sagradas Escrituras que describen cómo es la santidad en realidad. Es abrumador considerar todas las formas en que fracasamos, y cuando este es nuestro enfoque principal sentimos el peso de la culpa y la derrota. En lugar de vivir en la libertad, la gracia y la bendición de nuestra posición justa en Cristo, tratamos de hacer lo imposible: ser justos con nuestras propias fuerzas y mantener nuestra salvación por medio de la voluntad y el esfuerzo humanos.

Nuestro Padre celestial no nos creó para que soportásemos ese peso, o dudásemos de la seguridad de nuestra relación con Él. Podemos ser liberados de muchas preocupaciones y aprensiones al obtener una comprensión más completa de todo lo que se logró en nuestro nombre en la cruz. El Nuevo Testamento utiliza tres términos para describir la obra salvadora de Dios en nuestras vidas.

El primer aspecto de nuestra salvación es la justificación. “Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo; por quien también tenemos entrada por la fe a esta gracia en la cual estamos firmes, y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios” (Ro 5.1, 2).

No hay manera de que podamos disfrutar de una vida cristiana victoriosa a menos que entendamos el significado bíblico de la justificación, porque es el fundamento de todo lo demás que creemos acerca de la salvación. Ser justificado es ser declarado justo por el Señor. La justificación fue iniciada por la gracia de Dios, realizada por la muerte y resurrección de Cristo, y es recibida por nosotros a través de la fe.

El Señor Jesús llevó una vida sin pecado y obedeció la ley de Dios a la perfección. Luego se ofreció a sí mismo en la cruz como un sacrificio sustitutivo por nuestro pecado. Cuando aceptamos a Cristo por fe, Dios nos declara no culpables porque Jesucristo tomó nuestro pecado y sufrió el castigo que nosotros merecíamos: “Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (2 Co 5.21).

Alabado sea Dios, la justificación es obra suya y no nuestra, debido solo a su gracia y no a nuestras obras (Ga 2.16). El Señor no se inclina a mirarnos para buscar alguna bondad o valor en nosotros que garantice la salvación (Ro 3.23, 24). Por el contrario, no hay nada que podamos hacer para hacernos justos o aceptables ante Dios santo. La única manera de ser hechos justos es por su asombrosa gracia, a través de la fe en su Hijo.

La segunda parte de la salvación es la santificación. Esto también es una obra de Dios en nuestro nombre. “Mas por él estáis vosotros en Cristo Jesús, el cual nos ha sido hecho por Dios sabiduría, justificación, santificación y redención” (1 Co 1.30). La justificación es un pronunciamiento legal que ocurrió cuando llegamos a la fe en Jesucristo como nuestro Salvador. Aunque la santificación comenzó al mismo tiempo, es un proceso que continúa a lo largo de nuestra vida ya que la justicia de Cristo se realiza en y a través de nosotros por el Espíritu Santo y la Palabra de Dios.

Nuestra posición de justicia nunca puede ser cambiada porque la obra de Cristo en la cruz no puede ser deshecha. Estamos reconciliados con el Padre, redimidos por la sangre de Cristo, y habitados por el Espíritu Santo para siempre. Estas son las verdades fundamentales a las que debemos aferrarnos siempre que el pecado amenace con enredarnos, la culpa nos abrume y el desánimo ensombrezca nuestra alegría en Cristo. Incluso en medio de la derrota, podemos estar seguros de que la buena obra que Dios comenzó en nosotros también será completada por Él (Fil 1.6).

Aunque Dios es el que nos transforma a la imagen de su Hijo, nosotros jugamos un papel en el proceso. El Señor usa una variedad de medios para hacernos madurar, y para crecer espiritualmente debemos ser capaces de aprender, cediendo a su Espíritu y llenando nuestras mentes con las verdades de su Palabra. Y mientras atravesamos por este proceso, tenemos el consuelo de saber que algún día nuestro crecimiento será completo (Fil 3.12).

El tercer y último aspecto de la salvación es la glorificación. Llegará el día en que nuestra posición justa ante Dios se convierta en una realidad palpable. “Mas nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo; el cual transformará el cuerpo de la humillación nuestra, para que sea semejante al cuerpo de la gloria suya, por el poder con el cual puede también sujetar a sí mismo todas las cosas” (Fil 3.20, 21). Nuestra batalla con el pecado habrá terminado, y nunca más sentiremos el peso de la culpa. Viviremos para siempre en la completa libertad de ser justos en lo personal, así como justos por medio de Cristo.

Hasta entonces caminamos por fe sabiendo que pertenecemos a Cristo, nuestros pecados son perdonados, hemos sido declarados justos, y nada puede separarnos del amor de Dios. Sin embargo, por muy tentador que parezca confiar en la justificación, ignorar la santificación y vivir a nuestro antojo hasta que seamos glorificados, este no es nuestro objetivo. Por el contrario, debemos perseguir “la santidad, sin la cual nadie verá al Señor” (He 12.14).

Su deseo debería ser reflejar en la práctica, por gratitud y amor, que ha sido salvo. De esa manera su vida se convertirá en una muestra del carácter de Cristo, para su bien y la gloria de Dios.

Con amor fraternal,

Charles F. Stanley

P.D. Hay gran consuelo en saber que Dios ha provisto en la salvación todo lo que necesitamos tanto para descansar en la justicia de Cristo, como para crecer en ella. Tómese tiempo para alabarlo y agradecerle por su gran misericordia y gracia para con usted por medio de Cristo Jesús.