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Del corazón del pastor

Jesucristo es el ejemplo perfecto de humildad, y los cristianos estamos llamados a seguir sus pasos.

Charles F. Stanley

Si usted pudiera elegir una cualidad que le gustaría tener, ¿cuál sería? En una búsqueda rápida en Internet sobre cualidades admirables me sorprendió descubrir que la humildad se mencionaba con bastante frecuencia. Aunque comúnmente se definía como tener confianza en sí mismo, pero de manera modesta, algunas de las descripciones se centraban demasiado en la autoconciencia, la autoconfianza, el amor propio y la autoaceptación. Es evidente que la comprensión de nuestra sociedad de la humildad se queda corta porque deja a Dios fuera de escena.

Aunque la humildad era una cualidad apreciada por los primeros cristianos, no se consideraba una virtud en el mundo grecorromano antiguo. Esas sociedades estimaban el poder y la autoridad en lugar de la humildad, lo que solo se consideraba apropiado para los esclavos. Esta es una razón por la cual Jesucristo fue una figura tan contracultural en su época. Jesucristo, siendo Dios por naturaleza, se despojó a sí mismo de los privilegios divinos, tomó forma de esclavo, hecho a semejanza de los hombres, y se humilló al ser obediente hasta la muerte en la cruz (Fil 2.6-8). Él es el ejemplo perfecto de humildad, y sus seguidores están llamados a seguir sus pasos.

Cuando el apóstol Pablo escribió a la iglesia en Éfeso, dijo: “Yo pues, preso en el Señor, os ruego que andéis como es digno de la vocación con que fuisteis llamados” (Ef 4.1). En otras palabras, como cristianos, se supone que debemos vivir de una manera digna de nuestra salvación y nuestra posición como hijos de Dios a los que Él ama.

En primer lugar, debemos caminar “con toda humildad” ante Dios y los demás (Ef 4.2). Esto no significa que nos consideremos sin valor. La verdadera humildad es tener una comprensión precisa de nosotros mismos en relación con Dios. Él es nuestro Creador y, como sus criaturas, nuestro lugar apropiado está debajo de Él. Además, somos pecadores que nos hemos rebelado contra Él en palabra, obra y pensamiento. Y, como cristianos, somos receptores indignos de su gracia. Todas estas son razones para humillarnos ante el Señor en reconocimiento de nuestra total dependencia de Él.

La humildad también se extiende a nuestras relaciones con los demás. El orgullo y el egoísmo dañan a nuestras familias, estropean amistades y obstaculizan la unidad en la iglesia. Por esa razón se nos insta a tener la misma actitud que tuvo Cristo. “Nada hagáis por contienda o por vanagloria; antes bien con humildad, estimando cada uno a los demás como superiores a él mismo; no mirando cada uno por lo suyo propio, sino cada cual también por lo de los otros” (Fil 2.3, 4).

En segundo lugar, debemos caminar con mansedumbre (Ef 4.2). Aunque la mansedumbre (gentileza) a menudo se confunde con debilidad, esto no es lo que significa el término griego original. De hecho, la mansedumbre es fuerza bajo el control de Dios. Es lo opuesto a la autoafirmación y el egoísmo, y es más bien una cualidad interna de la humildad que no mira en lo absoluto hacia el yo. Una persona mansa no lucha con Dios, ella es capaz de soportar situaciones difíciles, insultos y malos tratos bajo la protección divina.

El Señor Jesucristo se describió a sí mismo como “manso y humilde de corazón”, y justo eso es lo que debemos tratar de llegar a ser (Mt 11.29). La mansedumbre no significa que siempre seamos amables y que nunca nos enojemos. Sin embargo, nuestra ira debería despertarse por los errores cometidos contra Dios, no contra nosotros mismos. Cristo soportó su crucifixión con mansedumbre, pero defendió con ímpetu el honor de Dios cuando vio corrupción y mercantilismo en el templo.

En tercer lugar, se nos dice que caminemos “soportándoos con paciencia los unos a los otros en amor” (Ef 4.2). La palabra paciencia implica soportar el sufrimiento, y justo esto es lo que deberíamos tener tanto en nuestras circunstancias como en nuestras relaciones. Cuando tenemos un espíritu humilde, podemos tolerar las fallas, debilidades y ofensas de los demás porque nos damos cuenta de cuán paciente es Dios con nosotros. En lugar de exponer el pecado de alguien, lo cubrimos. En lugar de tratar de imponer nuestras normas a otros creyentes, confiamos en que el Señor trabaje en la vida de cada persona sabiendo que: “Para su propio señor está en pie, o cae; pero estará firme, porque poderoso es el Señor para hacerle estar firme” (Ro 14.4).

Por último, debemos ser “solícitos en guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz” (Ef 4.3). La humildad, la mansedumbre, la paciencia y la tolerancia de todo el pueblo de Dios permiten que la hermosa unidad del Espíritu de Dios florezca en la iglesia local. El enfoque de nuestra unidad no es lo que hacemos sino lo que tenemos en nuestra unión con Cristo. Él nos hizo parte de un mismo cuerpo con un solo Espíritu, esperanza, Señor, fe y bautismo (Ef 4.4, 5). Y hay un Dios que nos mantiene unidos: nuestro Padre, quien es “sobre todos, y por todos, y en todos” (v. 6).

Nuestro mayor desafío es vivir de manera desinteresada con todas nuestras ambiciones, deseos y metas sometidas al Señor. Considerando el gran sacrificio que Cristo hizo por nosotros con su muerte en la cruz, ¿cómo podríamos hacer algo inferior? Aunque jamás podremos pagarle por nuestra salvación y vida eterna, podemos comprometernos a caminar, de hoy en adelante, de una manera digna de nuestro llamado.

Con amor fraternal,

Charles F. Stanley

P.D. Oro para que esta Semana Santa pueda celebrar con gozo la resurrección del Señor Jesucristo. Recuerde cómo Él se humilló para convertirse en nuestro Salvador y deje que esta verdad llene su corazón de gratitud y le estimule a vivir de todo corazón para Él.