Dicen que no se puede juzgar un libro por su portada, pero la portada fue lo que me convenció de leer Una pena en observación. Su diseño era simplemente el primer párrafo del libro:
“Nadie me había dicho nunca que la pena se viviese como miedo. Yo no es que esté asustado, pero la sensación es la misma que cuando lo estoy. El mismo mariposeo en el estómago, la misma inquietud, los bostezos. Aguanto y trago saliva”.
Incluso antes de abrir la primera página, sabía que la historia de C. S. Lewis también era la mía. Con diferencias, por supuesto. Después de la muerte de mi esposo Elliot, me encontré a mí misma no tragando sino suspirando, tomando respiros profundos seguidos de exhalaciones audibles —más tarde me di cuenta de que era un intento subconsciente de desahogar lo que sentía como si fueran bloques en mi pecho.
Nadie me había dicho nunca que la pena se viviese como miedo.
La lectura trajo el consuelo de la conmiseración: la comprensión de que la pérdida, esta apocalíptica experiencia humana, nos afecta a todos. No solo a las pobres almas en la lista de oración, sino también a la cajera del Kroger, a George W. Bush y (aunque me produzca escalofríos) al conductor que se me adelanta en la autopista I-285. Sin embargo, a pesar del carácter común del duelo, experimentar algo tan grande sin puntos de referencia ni señales claras sobre lo que está sucediendo, es tan desorientador como flotar en el agua con los ojos vendados, sin saber si seremos alcanzados por olas espumosas, tragados por la resaca o arrojados contra una errática tabla de surf. Ver cómo una gran mente expresaba lo inexpresable, me ayudó a aceptar mi propio dolor, un proceso que tomó la forma de respuestas imaginarias a las meditaciones de Lewis sobre su esposa Joy. Le invito a curiosear una muestra de nuestra “conversación”.
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C.S. Lewis:
Un extraño subproducto de mi pérdida, es que me doy cuenta de que resulto un estorbo para todo el mundo con que me encuentro… Veo que la gente, en el momento en que se me acerca, está dudando para sus adentros si «decirme algo sobre lo mío» o no. Me molesta tanto que lo hagan como que no lo hagan... R. me ha estado evitando durante toda una semana. Prefiero a la gente joven bien educada, casi niños todavía, que se enfrentan conmigo como con el dentista, se ponen muy colorados, lo dejan y se escurren … lo más rápidamente que la educación les permite. Me pregunto si los afligidos no tendrían que ser confinados, como los leprosos, a reductos especiales.
Sandy Feit:
Usted describe acertadamente la incomodidad de la gente alrededor de los afligidos. Me decepciona que tan pocos mencionen a Elliot, que es mi tema favorito. Nuestra historia compartida se remonta a la escuela secundaria, por lo que el hecho de que ellos eviten conversar sobre él, inadvertidamente también da a conocer esa parte en mí sin límites. Parece injusto (quizás desafortunado sea una palabra más adecuada) que para conversar sobre el fallecido la viuda sea quien aborde el tema, y cuando lo hace, lo más probable es que el clima cambie.
Sin embargo, estoy convencida de que la motivación es buena: a las personas que se preocupan por mí, quizás les aterra “entristecerme”. No están conscientes de que, independientemente de lo que muestre mi rostro —alegría, sorpresa, miedo, diversión– la tristeza siempre permanece justo debajo de la superficie. Y aunque el caudal de lágrimas rara vez se derrama, siempre está al borde de hacerlo. (¡La semana pasada, la “válvula” se abrió sin explicación alguna mientras mi contratista me daba una explicación sobre los termostatos!).
Desearía que la gente se diera cuenta de que aliviar la “presión del agua” contenida puede ser beneficioso; y de que, para los afligidos, las emociones no son una propuesta de una y otra opción: Puedo sollozar mientras me río por un recuerdo agradable (aunque entiendo por qué otros lo encuentran incómodo). Tal vez la gente tenga razón al aislarnos en colonias como las de leprosos, ¡pero por nuestro bien, no por el de ellos! Entonces estaríamos rodeados de personas ansiosas por hablar de sus amores y de los nuestros, y de las pérdidas devastadoras que nos llevan a la verdadera Fuente de consuelo. De hecho, me encantaría que usted y yo compartiéramos historias y fotos de Elliot y Joy.
Lewis:
No conservo ninguna fotografía suya donde quedara un poco bien. Ni siquiera en mi imaginación soy capaz de reproducir su cara con todo detalle. Y sin embargo, el rostro extraño de cualquier extraño atisbado esta mañana entre la multitud puede presentarse ante mí con nítida perfección al cerrar los ojos por la noche. La explicación es bastante sencilla, creo yo. Los rostros de los seres a quien mejor hemos conocido, los hemos visto desde tantos ángulos, … (paseando, durmiendo, riéndose, llorando, comiendo, hablando o pensando), que todas estas impresiones se nos enmarañan simultáneamente, dentro de la memoria y quedan confundidas en un simple borrón. Pero su voz está todavía viva. Su voz añorada que en el momento menos pensado me puede convertir en un niño que se echa a llorar.
Feit:
Las imágenes tampoco son confiables para mí. Las fotos que consideramos mejores son a menudo las que más miramos, hasta que ya no las vemos en realidad, como una palabra repetida hasta que sus sílabas se vuelven tontas. Una imagen puede asumir una realidad por sí misma, como si memorizáramos la imagen misma en vez de recordar el evento real o la persona representada. Ahora, cuando veo una fotografía de Elliot, trato de recordar o reconstruir el momento anterior o posterior al que allí se muestra, como una forma de recuperar su verdadera esencia. Sin embargo, rara vez tengo éxito.
Aunque debo decir que envidio que la voz de Joy permanezca intacta para usted. Casi de inmediato, Elliot se fue volando, desapareciendo el sonido como si fuera una neblina. He tratado de recordarlo, imaginarlo, hacerlo aparecer como por arte de magia, pero el sonido se distorsiona y se esfuma. Es angustiante: ¡la voz que conocía mejor que ninguna otra, se había ido! Este detalle específico de la pérdida parece casi el más cruel.
Pero hay cosas por las que estoy agradecida: A pesar de la incomodidad que hemos mencionado, la gente trata de mostrar amabilidad. Y aún así los afligidos están tan golpeados que incluso las buenas intenciones pueden tocar una sensibilidad. Por ejemplo, ¿cómo podría alguien esperar que sea más reconfortante decir: “Elliot se mantiene vivo en tu memoria”?
Lewis:
¡Qué tentación tan lamentable la de decir: «Ella vivirá para siempre en mi memoria»! ¿Vivir? Eso es precisamente lo que nunca volverá a hacer. Puede uno pensar, si quiere, como los antiguos egipcios, que embalsamando a los muertos, los va uno a conservar... Pero si lo que quiero es enamorarme de mi recuerdo de ella, el resultado será una imagen elaborada por mí. Sería una especie de incesto… Pero existen además otros inconvenientes. «¿Dónde está ella ahora?», lo que quiere decir es: en qué sitio está en este mismo momento. Pero si [Joy] no es un cuerpo —y el cuerpo que yo amaba no cabe duda de que ya no es ella—, ella no está en ninguna parte en absoluto… La gente buena me suele decir: «Está con Dios». En cierto sentido, esto es lo más probable. Ella, como Dios, es incomprensible e inimaginable.
Feit:
Usted ha tocado un punto del que yo no he escuchado describir a nadie más —una confusión con la que lidio de manera constante, pero siempre cambiante: cómo relacionarme con Elliot ahora. El matrimonio nos hizo a los dos una sola carne —más por un proceso gradual que por una declaración instantánea— y a menudo hablábamos de las muchas maneras en las que eso era cierto. Teníamos fortalezas, habilidades y personalidades complementarias, y juntos podíamos manejar una amplia gama de tareas y situaciones sociales. (Y en la medida que perdíamos algo de agudeza de memoria, bromeábamos diciendo que juntos teníamos un solo cerebro... casi).
Pienso en él siempre; me he convertido en ciertos aspectos como él —antojándome de su helado favorito, por ejemplo, a pesar de mi fuerte aversión previa a la menta.
Pero, ¿ahora qué? Con la mitad de “una sola carne” faltante, la amputación es una analogía apropiada, teniendo en cuenta el continuo dolor e incomodidad… Sin embargo, esto es lo que encuentro interesante: la realidad de una sola carne no murió cuando Elliot lo hizo. La relación continúa, pero de formas cambiantes que a veces son extrañas, a veces maravillosas. Pienso en él siempre; me he convertido en ciertos aspectos como él —antojándome de su helado favorito, por ejemplo, a pesar de mi fuerte aversión previa a la menta. Incluso, a veces me visto de color naranja.
También me fusiono con Elliot de otras maneras. Cada vez que me enfrento a una situación que habría ido a parar en su lista de cosas por hacer, me pregunto: ¿cómo manejaría él esto?, y luego hago todo lo posible por imitarlo. ¡Esto es cierto incluso para tareas que una vez deseé que Elliot abordara con mucha más eficiencia! No solo eso, sino que me he dado cuenta, como él, de que repito preguntas hasta que estoy segura de que lo entiendo, y ya no me preocupo si eso molesta al contador o al técnico. Sorprendentemente, rara vez me preocupa. Tal vez sea porque también me escucho comunicarme más con la amabilidad, el humor y la paciencia de Elliot, en vez de mi franqueza innata, hasta el punto de tachar a uno de mi lista. Siempre siendo una “persona sociable”, Elliot estaba fuertemente motivado a conectarse con otros bajo esas máscaras profesionales. (¿Podría usted creer que una vez evangelizó a un vendedor telefónico?). Y cuanto más sigo su ejemplo, más me preocupo por la persona que está al otro lado de la línea. Aún así, es desconcertante para mí ser ahora la personificación, por decisión propia, de dos en una sola carne. ¡Pero qué gratificante es cuando uno de los hijos comenta: “Respondiste exactamente como lo habría hecho papá”!
De hecho, algo que usted dijo acerca de cómo Joy y Dios se mezclan en sus pensamientos (como lo hacen Elliot y Dios en los míos), me ha dado un aliento sorprendente: ¿Podría eso indicar una mayor culminación de la unión conyugal en “una sola carne” —la de Cristo y su esposa?
Ilustraciones por Jeff Gregory