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Un respiro para el pastor

Dios es el verdadero predicador de cada sermón, y depende de nosotros escuchar con atención.

Vic Pentz 20 de enero de 2025

La ciudad de Corinto estaba llena de oradores sobresalientes. En ese tiempo, los oradores amenos eran en gran medida el único espectáculo en la ciudad. Atraían a las multitudes como insectos a la luz de un foco, ya que la gente acudía en masa para escuchar a su orador favorito. No es sorprendente que este favoritismo se trasladara a la iglesia. Imagínese un teléfono sonando en la iglesia de Corinto y una voz preguntando, “¿Predicará Apolos este domingo?” o “Me enteré de que Cefas (¡Pedro mismo!) está de paso por la ciudad; no puedo esperar para estar en la primera fila con todos mis amigos”.

Ilustración por Hokyoung Kim

Por inofensivo que parezca, eso estaba dividiendo a la iglesia. Los fans de Pablo estaban peleando con los fans de Pedro, quienes peleaban con los fans de Apolos. Incluso la gente se jactaba de cuál predicador las había bautizado. Esto inspiró a Pablo a tomar la pluma y escribir una carta diciendo —y estoy parafraseando aquí: “Escuchen, amigos. Apolos, Pedro y yo somos fanáticos uno del otro. Somos uno para todos y todos para uno. Deben dejar de dividir a la iglesia sobre cuál de nosotros es su favorito”.

Entonces Pablo utilizó una imagen para ayudar a enfatizar el punto. En esencia, dijo: “Ustedes son el campo de Dios. Nosotros, los predicadores, somos simples trabajadores del campo. Yo planté. Apolos regó, y otra persona va a cosechar. Los predicadores no somos estrellas. Somos más bien como agricultores que cultivamos personas” (Vea 1 Co 1.10-17, 1 Co 3.5-9). 

Personas comunes, oyentes extraordinarios

Como pastor joven, esto fue una gran noticia para mí. No tenía que ser un orador fascinante como los sofistas, solo un expositor fiel de la Palabra de Dios. Podía esparcir algunas semillas en el campo aquí, regar un poco allá, esparcir fertilizante aquí, y observar cómo Dios hacía crecer el fruto. En el acto de predicar, yo me hacía pequeño y Dios se hacía grande.

¿Qué marcó la diferencia? No puedo encontrar un solo lugar en las Sagradas Escrituras donde Dios necesite un buen orador. Lo que encuentro una y otra vez es que debemos ser buenos oyentes, que debemos recibir las palabras del Señor Jesús. Si ponemos demasiado énfasis en el orador al frente, podemos llegar a la iglesia con una mentalidad pasiva, trasladando toda la responsabilidad al predicador y sintiendo que no tenemos la obligación de escuchar, a menos que el orador nos “enganche” o “hable de nuestras preocupaciones”. Incluso podemos pensar que depende de nosotros determinar si él es “lo bastante bueno”. Pero la actividad más importante en la adoración, incluso más esencial que el acto de hablar, ¡es nuestro acto de escuchar! Dios nos trae al santuario para sentarnos y hablarnos.

Pero no está garantizado que escucharemos la voz de Dios. Para conectarnos con Él en la adoración, los adoradores deben dar tres saltos de fe cada domingo. 

Primero, creer que Dios está hablando.

Como un miembro ordinario de la iglesia, confíe en que Él se está comunicando a través del predicador humano que está delante de usted. Usted dirá: “Pero, por supuesto, mi pastor predica de la Biblia, y la Biblia es la Palabra de Dios”. Pero lo que estoy diciendo es aún más estremecedor que eso. Cristo está predicando a través de su pastor. Si su pastor está exponiendo con exactitud las Sagradas Escrituras, el Señor Jesús toma esas palabras del aire, las adapta a la vida de usted, las potencia con su poder y las envía con precisión hasta los rincones más profundos de su alma.

Nunca deja de asombrarme cómo varios cientos de personas de todos los ámbitos de la vida salen del mismo servicio diciendo: “Hombre, el pastor me habló de manera directa esta mañana”. Una mujer incluso salió del culto mascullando: “¿A quién le predica cuando yo no estoy aquí?” Para mí, esa es la confirmación definitiva de un milagro. Cada domingo, un pastor está explicando un texto judío antiguo de los archivos de la historia del Medio Oriente, y todas estas personas están diciendo, “¡El pastor abordó justo lo que yo necesitaba escuchar hoy!” Usted no puede decirme que el Espíritu Santo no es en verdad quien está predicando.

Segundo, venir como participantes y no como espectadores.

Cada asistente debe escuchar a Dios con amor. En mi último año de universidad, una hermosa joven entró a mi clase de Shakespeare. Quedé cautivado. Pero a medida que el amor crece, pasa de los ojos a los oídos. De “¡Guau, miren eso!” hasta ahora, 54 años después: “Me encanta el sonido de su risa”. De manera semejante, a medida que crece nuestro amor por Dios, también lo hace nuestra atención para escuchar su voz.

En su libro Caring Enough to Hear and Be Heard, (Prestar suficiente atención para oír y ser oído), la autoridad en cuidado pastoral y consejería David W. Augsburger escribe: “Ser oído está tan cerca de ser amado que, para la persona promedio, son casi indistinguibles”. Hacer contacto visual, responder con buenas preguntas, asentir —en otras palabras, prestar toda nuestra atención a alguien— es un acto de amor profundo. Al escuchar, mostramos cómo existimos para esa otra persona. Incorporamos su realidad a la nuestra. 

¿Cómo puede usted mostrar su amor por Dios durante un sermón? Escuche; preste atención a cada palabra. El segundo salto de fe es creer que lo que está escuchando está en el corazón de la adoración, y eso es de gran importancia para Dios.

Tercero, creer que el sermón es más que un discurso: ello trae consigo el poder de Dios.

En ningún lugar se ha expresado mejor que en Isaías 55.11, donde el Señor proclama: “Así será mi palabra que sale de mi boca: no volverá a mí vacía, sino que hará lo que yo quiero, y será prosperada en aquello para que la envié”.

No volverá vacía. Esas tres palabras son las que nos hacen seguir adelante a nosotros los predicadores. A veces parece que sucede lo contrario. La semilla que lanzamos al campo no parece crecer. Los oyentes no parecen estar escuchando. Pasé los primeros años de mi carrera en el ministerio con jóvenes en la costa de California. Por más dulce que suene, la cultura del surf era difícil de penetrar, y esos fueron años tumultuosos. Liberaba bajo fianza a muchos chicos de la custodia policial, por cosas como posesión de drogas y robos en tiendas.

Había un surfista huraño llamado Troy. Su familia carecía de los abundantes medios económicos que tenían otras, y creo que él sentía que tenía algo que demostrar. Seguí tratando de conectarme con Troy, pero nunca lo logré. Con el tiempo, me mudé y perdí contacto con la mayoría de esos chicos. Pero no hace mucho recibí un correo electrónico que comenzaba con: “¿Eres el Vic Pentz que hacía ministerio con jóvenes en los 70 en Palos Verdes, California?”.

Tuve adultos sentados al lado de conocidos buscapleitos como Troy. Algunas noches, tenía que interrumpir mi charla y pedir silencio. Pero mientras Troy se sentaba allí en el suelo, con la espalda apoyada en la pared, aburrido, como siempre, por la charla de la noche y contando los segundos que faltaban para escapar hacia la libertad y la diversión (y las travesuras) —una o dos semillas del evangelio aterrizaban entre las rocas en el corazón de Troy. ¿Al principio? Nada. Pero en ese correo electrónico, me dijo: “No le veía ningún sentido, así que me fui. Sin embargo, había una inquietud que me siguió, Vic. Por la gracia de Dios, con el tiempo, las muchas semillas comenzaron a germinar”.

Continuó diciendo: “Esas semillas están dando fruto en la vida de mis hijas, Emily y Madison. Muchas noches compartiste una comida con nosotros mientras mi familia escuchaba uno de tus sermones en internet. Los llamábamos con cariño ‘Pasta y Pentz’ o ‘Pizza y Pentz’. Y Emily está continuando esta tradición con sus compañeras de cuarto de la universidad a través de tus podcasts. ¿Quién hubiera pensado que estarías trabajando de nuevo con jóvenes universitarios después de todos estos años?”

Incluso a nosotros, los pastores que planificamos, nos preparamos y predicamos, no nos deja de sorprender el impacto de nuestros sermones (¡Oh, hombres de poca fe!). Además, no tenemos forma de anticipar cuál será el fruto de un sermón en particular. Ni siquiera nuestros oyentes lo saben. Pero, de cualquier manera, podemos confiar, ya sea que el fruto resulte claro de inmediato o no, que Dios está trabajando en nosotros. Después de todo, la Palabra nunca vuelve vacía. Dios será fiel a través de cada sermón dominical ordinario, para cada persona ordinaria.

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