Con la última tanda de galletas en el horno, todas las compras, la horneada, la decoración y la limpieza terminaron antes de lo previsto, y por primera vez en semanas, todo estaba tranquilo. Un poco demasiado tranquilo, sinceramente. Era unas pocas noches antes de Navidad, y yo estaba en pleno modo festivo, pero los invitados no llegarían sino hasta dentro de un par de días.
Ilustración por Gemma O'Brien
Entonces sonó el timbre de la puerta. Mi vecina Vee estaba dejando un regalo y di la bienvenida a su compañía, aunque fuera breve. Me entregó la bolsa de regalo y parecía dispuesta a salir corriendo (probablemente estaba hasta el cuello con preparativos de último momento, pensé). Pero cuando le pregunté si quería entrar aceptó, para mi sorpresa y deleite. Así que puse la bolsa de regalo en la encimera de la cocina y luego serví té y galletas calientes en la sala de estar. ¿Se puede imaginar una escena navideña más perfecta?
Nos pusimos al día sobre el trabajo, la familia y los planes navideños. Fue una conversación encantadora. (Incluso recuerdo haber bromeado sobre cómo la visita y las tazas navideñas me hicieron sentir como una adulta de verdad.) Y entonces, después de haber estado hablando durante un buen rato, al menos 20 minutos, hubo un gran estrépito en la cocina.
No solo nos sorprendió, sino que también nos confundió, ya que no había otras personas en la casa. Ni siquiera tengo una mascota. Pero el sonido era inconfundible: algo se había roto y no sabíamos qué ni cómo. Después de un momento de aturdimiento, Vee y yo nos abalanzamos hacia la cocina. Y allí en el suelo estaba la bolsa de regalo, todavía sin abrir. Así que adiós al momento de Navidad perfecto.
En un instante, las cosas pasaron de ser “agradables” a incómodas. Desenvolví mi regalo y me quedé allí con la mitad en cada mano de un hermoso bol de cerámica navideño. ¿Qué pude haber dicho en ese momento? ¿Mencionar lo mucho que me gustó el diseño con la palabra “alegría” en el centro? ¿O que me habría encantado usarlo cada diciembre? ¿Reírme? (de alguna manera, eso fue un poco gracioso.) ¿Ofrecer disculpas? (no era culpa de nadie).
Vee tampoco estaba segura de cómo manejar eso: se ofreció amablemente a comprar otro, pero ¿cómo iba yo a sentirme bien usando un reemplazo que, sin ninguna necesidad, le costaría el doble? Felizmente, el bol no estaba hecho pedazos, sino que solo se había partido en dos, y las piezas parecían fáciles de alinear. Así que, rogándole a Vee que no buscara uno nuevo, le aseguré que disfrutaría intentando repararlo.
Al día siguiente, con determinación, oración y varios tipos de pegamentos, me dispuse a corregir los daños. Al final, el esfuerzo dio su fruto, y en realidad quedé bastante satisfecha con el resultado: Aunque la reparación puede que no sea ciento por ciento invisible, verdaderamente hay que buscarla para encontrarla. Así que, después de todo, pude utilizar el regalo de Vee en Navidad, y también tenía una buena historia que contar al respecto.
Unas semanas después, mientras envolvía el bol (con muchas capas protectoras) para guardarlo, me di cuenta de que no necesitaba guardarlo durante un año. Su historia era demasiado buena. De hecho, el bol de la “alegría” se sentía un poco como una imagen de los seis meses anteriores: un período de perplejidad en el que mi familia tuvo algunos momentos gloriosos salpicados con momentos difíciles. Más de una vez, me sentí emocionalmente confundida: ¿Estaba bien sentir abatimiento por una situación dolorosa cuando al mismo tiempo está sucediendo una circunstancia alegre? ¿Es una especie de traición reír con un ser querido que se regocija mientras otro enfrenta una tragedia?
Sin embargo, por extraño que parezca, esas incongruencias son típicas de la vida en este planeta roto. ¿Cuándo es la alegría alguna vez perfecta, sin verse empañada por alguna tragedia, como la silla vacía en una mesa navideña? ¿Y cuántas veces la adversidad está desprovista del todo de un momento de distensión? Seguro que todos hemos estado en funerales donde un cálido recuerdo nos saca una sonrisa o incluso nos hace reír a carcajadas. Eclesiastés 3 (NVI) nos dice que la vida tiene muchos tiempos: “un tiempo para nacer y un tiempo para morir... un tiempo para llorar y un tiempo para reír; un tiempo para entristecerse y un tiempo para bailar” (Eclesiastés 3.2, 4), pero en ninguna parte dice que esos tiempos estén, por necesidad, separados.
Consideremos esta historia de emociones extremadamente mezcladas, como se informó en el periódico The Times of Israel: “En un solo día, el rabino Doron Perez se enteró de que su hijo Yonatan había resultado herido de bala en los atentados terroristas de Hamás del 7 de octubre, y que su otro hijo, Daniel, estaba “desaparecido en acción” y presumiblemente secuestrado como rehén. Solo 10 días después, la familia celebró la boda de Yonatan, sin que se supiera nada de la situación de Daniel”.
En una entrevista con el Instituto de Aprendizaje Judío, el rabino Perez habló sobre las emociones contradictorias de esas semanas. “Son increíbles las circunstancias contradictorias en las que nos pone la vida”, dijo. “Nosotros... tuvimos que tomar una decisión sobre si seguiríamos adelante con la boda de nuestro hijo mientras su hermano estaba desaparecido”. Un comentario del oficial al mando de Yonatan ayudó a la familia a decidirse. “Ya tenemos bastantes dificultades”, dijo. “Necesitamos simchas [ocasiones felices]”.
Seguir adelante con el evento resultó ser la decisión correcta. Una invitada lo calificó como “la boda más sagrada, triste y feliz” a la que había asistido. Para el propio Perez, la experiencia lo llevó a la revelación de que “es posible experimentar al mismo tiempo una angustia, un miedo y un temblor increíbles junto con una gratitud, una felicidad y una simcha increíbles; el dolor no anula la felicidad y la maldición no anula la bracha [bendición]. El corazón humano es muy expansivo, y es capaz de albergar ambas cosas”.
Me gustó escuchar eso. Explicaba mi confusión, no solo sobre el regalo roto, sino también en cuanto a otras situaciones más importantes, y confirmaba la legitimidad de tener emociones aparentemente no compatibles al mismo tiempo. Pérez también ofreció algo de sabiduría para manejar esos momentos: “Cuando estamos bajo la chuppah (el dosel tradicional de una boda), y como en todas las ocasiones felices de la vida, creo que estamos llamados a dejar de lado los problemas de la vida y enfocarnos en la bendición... la tarea espiritual es saber qué guardar y qué sacar”.
En cuanto a mi bol roto, todavía no entiendo cómo sucedió eso. Pero lo que sí sé es que su percance hizo que este regalo fuera mucho más memorable. Si no hubiera caído de la encimera, me habría encantado el cuenco de “alegría” cada temporada navideña y luego lo habría devuelto al desván. Pero su singular primera aparición le aseguró al bol reparado un lugar en mi vitrina del recibidor, donde puedo disfrutarlo 365 días en vez de 30: un recordatorio diario de que está bien, y quizás sea incluso esencial, sentir alegría en los momentos difíciles.