No sabía qué hacer.
En un principio, había planeado tomar un taxi de Uber para que me trasladara al centro de cirugía ambulatoria, y que uno de mis hijos me llevara después a casa. Pero el programador de citas rechazó esa idea: “Su conductor debe ser un adulto responsable que esté presente desde su ingreso al centro hasta que termine el procedimiento”. Mis hijos son, sin lugar a dudas, adultos responsables, pero los que pueden ayudar los días de semana tienen niños pequeños —no muy bienvenidos a una silenciosa sala de espera.
“¿No puede hacer una excepción? Soy viuda; lo más seguro es que tenga otros pacientes con cataratas en mi situación”.
“Lo siento por ellos. Pero no, no podemos quebrantar la regla”.
¿De verdad? El solo pensar en todos los preámbulos sin mi esposo ya era bastante difícil. Ya no tenía a Elliot para que me ayudara a elaborar estrategias o incluso para que fuera mi caja de resonancia. O para conducir.
Y lo que es peor, lidiar sola con el mundo de la medicina revelaba todavía nuevos niveles de pérdida en mi luto. Como médico, Elliot siempre era el que encontraba a los especialistas que la familia necesitaba, y también sabía qué preguntas hacerles. Tuve que hacer dos intentos para encontrar un oftalmólogo con el que me sintiera cómoda, y luego un tercero para ubicar uno más cerca de mi casa. La distancia es importante: además de estar muy de mañana en el quirófano, hay citas de seguimiento un día después, una semana después, un mes después y tres meses después. Y recuerde: estamos hablando de dos ojos, más el tráfico de Atlanta.
Luego estaba la complejidad de reservar citas para las cirugías —con dos semanas de diferencia, solo los lunes —para que se ajustaran a las exigencias de mi horario, y que al mismo tiempo me permitiera cierta recuperación antes de la fecha prevista del parto de mi hija. ¿Y ahora querían que incluyera en el cálculo a un adulto responsable que me regalara varias mañanas haciendo de chofer y de niñera? Tal vez eso era razonable para un paciente de edad avanzada o frágil, pero no para alguien como yo, que gozaba de buena salud y siempre había lidiado con facilidad con procedimientos ambulatorios. Sin embargo, el programador de citas no cambió de opinión, lo que me dejó en un dilema. Todos mis amigos de confianza vivían lejos, y la responsabilidad parecía demasiado grande como para pedir la ayuda de un simple conocido. ¡Qué ironía que la idea de la cirugía no me inquietara en absoluto, pero la logística era intimidante!
Es alguien que prioriza el servicio, y luego llena su agenda con actividades.
Entonces me vino a la mente nuestra iglesia en Rhode Island. Veinte años antes, yo había coordinado su ministerio de adultos mayores, una de cuyas facetas consistía en mantener una lista de conductores para la situación en que me encontraba ahora: proporcionábamos transporte para los servicios de adoración, los eventos de la iglesia y para las citas médicas. No es de extrañar que los adultos mayores apreciaran a esos voluntarios.
Teniendo curiosidad por saber si nuestra iglesia ofrecía algo similar, el domingo siguiente se lo pregunté a Bárbara, la líder de mi grupo de mujeres. Nunca supe si había tal ministerio de transporte, pero Bárbara de repente sacó su agenda telefónica y dijo: “Yo lo haré. ¿Cuáles son las fechas de tus cirugías y de las citas de seguimiento?”.
Por cierto, no era que Bárbara se sientiera sola y buscara maneras de matar el tiempo. Siendo bibliotecaria jubilada, es una mujer con muchos intereses y muchos amigos (incluyendo al menos cinco tocayas suyas). También es alguien que prioriza el servicio, y luego llena su agenda con actividades de la iglesia, comidas fuera de casa, partidas de juegos y salidas al teatro. De hecho, fue así como nos conocimos cinco meses antes; yo estaba experimentando con cosas para hacer sola, y decidí probar el teatro local en la noche de preestreno, cuando los asientos son por orden de llegada. Buscando un lugar donde una mujer soltera no se sintiera cohibida, elegí un asiento junto a dos mujeres de aspecto agradable. Al instante, Bárbara me incorporó a su conversación y de alguna manera me hizo sentir como miembro de pleno derecho de su pequeño grupo en el teatro. Fue una sorpresa saber que todos asistíamos a la misma iglesia, y antes de que se abriera el telón, ya tenía el número de teléfono de Bárbara y una invitación para sentarme con ella el domingo. Me había sentido por algún tiempo como una persona poco útil en la iglesia, y la deliberada calidez de Bárbara hacia una extraña resultó ser el punto de inflexión. No puedo recordar mucho de la función esa noche, pero fue la mejor obra mediocre de teatro en la que he estado.
Al aceptar la ayuda de Bárbara para la cirugía, me enteré de que su facultad para tranquilizar a las personas iba mucho más allá del comadreo en el teatro. Para mí, el miedo a ser una imposición a los demás es tan incómodo, que prefiero que me hagan un tratamiento de conducto a que me sirvan. Pero la naturalidad y la aptitud de esta mujer para ayudar a los demás me hicieron sentir más como familia que como una carga. “Como solteras, nos cuidamos unas a otras”, me dijo.
La naturalidad y la aptitud de esta mujer para ayudar a los demás me hicieron sentir más como familia que como una carga.
Incluso estuve de acuerdo cuando me sugirió que me quedara en su casa para simplificar el acceso al chequeo del día siguiente. Es bueno que me haya ofrecido eso, porque hasta ese día yo no había tenido algo así. Una complicación con la anestesia me dejó tan mal que, una vez que Bárbara logró meterme en la cama de su habitación de huéspedes, pasé doce horas con náuseas tratando de no pensar en la comida.
Mientras tanto, mi anfitriona pasó esas horas haciendo por mí lo que ella había encontrado reconfortante en mi situación. Me revisaba de vez en cuando, pero me daba espacio para estar callada y triste. Y alrededor de las 10 p.m. un tazón de puré de papas —su comida reconfortante, supe más tarde— apareció en mi mesita de noche. No pude paladearla en el momento, pero poco después de la medianoche, probé una cucharada... y al final arañé hasta el último bocado. Luego, por la mañana, bajé a comer una perfecta tortilla de espárragos, acompañada de cerezas frescas y dulces.
No estaba segura de si Bárbara estaba contenta de haberse inscrito para ayudarme con la segunda catarata. Pero lejos de sentirse intimidada por la pálida huésped a su cuidado, me sugirió que me quedara dos noches en su casa la próxima vez. Cuando regresé un par de semanas más tarde, comimos afuera, compartimos historias y fotos, nos espantamos por las noticias de la noche, y gritamos respuestas a Jeopardy, el concurso de TV. Bárbara incluso me llevó a una breve excursión a un parque cercano, donde hacía poco había sido instalada una escultura fascinante pero controversial. ¿Quién diría que la cirugía podía ser tan divertida?
O tan instructiva. El estilo de servicio de Bárbara, tipo Regla de Oro, me dejó con un sentido de dignidad en vez del sentimiento de vergüenza que yo esperaba. Y aunque nunca he visto disponibilidad en una lista oficial de dones espirituales, la manera como ella ministraba era —sin duda, sin discusión— tanto un don como un objetivo: Me di cuenta de que, aunque a menudo digo que sí, mi tendencia es mantenerme callada mientras pienso en mi agenda, algo que mis hijos dicen que da la impresión de ser renuencia. Para ser sincera, no lo es. Pero cuando lo pienso con objetividad, me doy cuenta de que yo había hecho una pausa de esa manera, también. Así que, dando gracias a Dios por enviar a un buen samaritano en la persona de Bárbara, le pedí que me ayudara a “ir y hacer lo mismo” (Lc 10.37).
Nunca esperé que Dios respondiera a mi oración tan pronto, o de una manera tan irónica. Nueve días después, la misma Bárbara se desgarró un músculo, y tuvo un dolor tan intenso que un pie no podía soportar su peso. Estuvo confinada a la cama durante una semana –mucho tiempo sin manejar o vestirse, o incluso bajar las escaleras para buscar agua fría. ¡Qué inversión de roles! ¡Y qué oportunidad de retribuir su gran ejemplo!
Ilustracion por Rui Ricardo