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Sed, pues, perfectos

En determinado momento es inevitable que fracasemos en nuestro caminar con Dios, y nuestro perfeccionismo solo empeora las cosas.

Michelle Van Loon 1 de mayo de 2020

Imagínese una carrera que enfrenta a un corredor llamado Excelencia contra otro de idéntico tamaño y habilidad llamado Perfeccionismo. Si usted está sentado en las gradas viéndolos correr, puede ser casi imposible distinguir entre el trote de alguien enfocado en dar lo mejor de sí, y alguien impulsado por el deseo de ganar cada carrera en tiempo récord. Perfeccionismo puede ganar muchas de sus carreras de velocidad contra Excelencia por una fracción de segundo, pero nunca celebrará esas victorias. No hay lugar para celebrar cuando Perfeccionismo está siendo perseguido por la ansiedad, y el escurridizo “mejor” se asoma en la distancia, siempre más allá de su alcance. El perfeccionismo se niega a aceptar una victoria si hay incluso un mínimo indicio de un error en ese éxito.

Fotografía por Ryan Hayslip

Aprendí que el perfeccionismo es un entrenador duro y tenaz cuando ayudaba a preparar servicios de adoración en una iglesia. Se suponía que el pastor, el líder de adoración y yo debíamos planificar cada aspecto para que el servicio estuviera bien planificado, y fuera fervoroso y accesible tanto para los visitantes como para los miembros. Fue un honor trabajar juntos, imaginando en oración cómo podríamos involucrar a otros, darles cabida a los dones que le ofrecían a nuestra congregación, y dirigir a la congregación hacia una adoración reverente y profunda.

Pero llegué a tenerle pavor a la sesión informativa de los martes por la mañana durante la reunión del personal. Algunos de los comentarios sobre el servicio eran constructivos. Pero había un par de personas que parecían disfrutar actuando como si fueran jueces en un programa de telerrealidad (reality show). Nunca parecían tener una palabra positiva que decir sobre nadie:

“¿No pensaron que Keith oró demasiado largo cuando nos dirigió en la oración congregacional? Después de todo, todos sabemos cómo se puede poner él”.

“¿Por qué se le volvió a dar a Danita un solo esta semana? Ella ha cantado demasiados solos últimamente, ¿no creen?”.

“¿Por qué permitieron que Tracy hiciera el anuncio del retiro espiritual de mujeres? Ella no es una oradora muy dinámica. Sonaba como si nos estuviera invitando a un funeral”.

El estribillo constante durante esas reuniones era que nuestro trabajo se debía enfocar en buscar la excelencia durante los servicios de adoración. Como todos afirmábamos ese valor, había una regla tácita de que era de mal gusto cuestionar esas críticas, sin importar cuán negativas fueran las palabras. Después de una sesión particularmente difícil, el pastor le dijo al grupo: “Lo que escucho en sus palabras es que nuestros servicios nunca pueden ser bastante buenos. Que siempre tenemos que seguir luchando por la excelencia”. Se entendió que con su afirmación daba luz verde a los criticones del personal para diseccionar cada servicio, atacando de una manera “cristianamente aceptable” a toda persona que no cumpliera con sus estándares. Y su sistema de calificación de “aprobado-reprobado” no parecía dejar espacio para el crecimiento.

El perfeccionismo puede conducir a máximas calificaciones y medallas de oro. Pero sus logros están enraizados en el suelo ácido del temor, y no pueden producir frutos vivificantes.

Muchos de nosotros hemos experimentado servicios eclesiásticos mal ejecutados donde el acompañamiento de piano está lleno de notas desafinadas, las diapositivas de PowerPoint parecen tener mente propia, o el sermón maratónico no tiene sentido. Como reacción a este tipo de servicios descuidados y nada atrayentes, algunos organizadores de programas de mega iglesias comenzaron a destacar el valor de la excelencia en las reuniones de adoración congregacional. Esto trajo la bendición de una mejor planificación por parte de los responsables de los servicios en muchas congregaciones. Pero en algunas de estas iglesias, también desató un enfoque malsano en el funcionamiento de los servicios dominicales, en vez de centrarse en el valor de nuestro Dios. Por mi propia experiencia, el tóxico perfeccionismo que funcionaba entre nosotros durante ese tiempo exacerbó mis propias tendencias perfeccionistas. Y como resultado, me agoté en el trabajo en menos de dos años. Me llevó mucho más tiempo que eso comenzar a recuperar la hermosura de la adoración imperfecta.

El perfeccionismo puede conducir a máximas calificaciones, a actuaciones sobresalientes y fabulosas, a estilos de vida y apariencia listos para Instagram y a medallas de oro. Pero sus logros están enraizados en el suelo ácido del temor, y no pueden producir frutos vivificantes.

El Dr. Chris Stankovich, psicólogo deportivo, ha señalado: “Aunque pueda parecer admirable llamarse perfeccionista, lo que en realidad se está haciendo es subir la barra tan alto que es prácticamente imposible tener éxito... Los estudios de psicología deportiva muestran que la ansiedad aumenta de una manera drástica cuando tratamos de ser perfectos, y cuando esto ocurre la energía física nerviosa experimentada (es decir, ritmo cardíaco rápido, respiración poco profunda, tensión muscular, etc.) interrumpe en realidad la sincronía mente-cuerpo necesaria para el éxito de los movimientos en el deporte”.

Por supuesto, la ansiedad puede afectar el bienestar de un perfeccionista en todos los aspectos de la vida, incluyendo la escuela, el lugar de trabajo, la interacción en las redes sociales y, sí, la iglesia. El perfeccionismo puede alimentar un comportamiento religioso intenso, incluso obsesivo. Podemos ver esto en la vida del apóstol Pablo, cuando era todavía conocido como Saulo. Lo encontramos por primera vez en Hechos 7 en el juicio de Esteban, un líder judío de la iglesia primitiva, cuyas palabras y acciones exasperaron a los líderes judíos incrédulos. El joven y apasionado Saulo buscaba servir a los fariseos, los hombres que lo discipulaban. Cuando los líderes religiosos se levantaron furiosos contra Estaban, declarándolo culpable de blasfemia y arrastrándolo fuera de Jerusalén para apedrearlo hasta la muerte, el joven Saulo sirvió a sus superiores guardando sus ropas (Hechos 7.57, 58). Esta tarea de guardar las ropas parece un detalle pequeño, pero pone de relieve el profundo compromiso de Saulo con aquellos a quienes reconocía como ejemplos de cumplimiento religioso. Era un servidor leal hasta la médula.

Cuando Saulo se unió a la ola de persecución que se desató contra los seguidores del Señor Jesucristo tras la ejecución de Esteban (Hechos 8.3), estaba convencido por completo de que le servía a Dios. Más tarde, incluso se describió a sí mismo con estas palabras: “circuncidado al octavo día, del linaje de Israel, de la tribu de Benjamín, hebreo de hebreos; en cuanto a la ley, fariseo; en cuanto a celo, perseguidor de la iglesia; en cuanto a la justicia que es en la ley, irreprensible” (Filipenses 3.5, 6). Su linaje y su formación espiritual lo situaban entre las élites religiosas judías de su época, y su celo y su escrupulosa fidelidad a la ley apuntan a una vida impulsada por el deseo de vivirla sin errores.

Viajando a Damasco para continuar su “sagrada misión” de perseguir a los creyentes, Saulo fue aprehendido por el Señor Jesucristo resucitado, y descubrió que su orientación en cuanto al cumplimiento religioso estaba equivocada. A otros creyentes les tomó algún tiempo confiar en este sorprendente cambio de dirección. No mucho después del encuentro que cambió su vida, aquellos que una vez estuvieron entre los mentores espirituales de Saulo volvieron su mirada hacia él, buscando asesinarlo (Hechos 9.23-25, 29, 30). Más tarde, reflexionó que después de conocer al Señor, las cosas que una vez habían impulsado su conducta tenían para él tan poco valor como la basura (Filipenses 3.8).

Con el tiempo, Pablo se alejó del perfeccionismo religioso de sus primeros años, hacia la clase de humildad que reconocía que él ya no era el alfarero de su propia vida, sino un vaso muy humano de barro que Dios estaba llenando y usando para su gloria. (Véase 2 Corintios 4.7).

De hecho, el lenguaje del alfarero y el barro es lo que apunta a la saludable alternativa al perfeccionismo. No es un error que esta metáfora sea utilizada en toda la Sagrada Escritura (Job 10.8-12; Isaías 45.9; Jeremías 18.1-23; Romanos 9.20, 21; 2 Timoteo 2.20, 21). La excelencia es el descriptor superlativo de la mejor versión de una persona, lugar u objeto. Es el resultado de un proceso de búsqueda, esfuerzo, práctica y persecución de una meta, en contraposición al perfeccionismo, que describe un proceso confuso de la búsqueda de la excelencia. Los pasos que da un alfarero para suavizar, moldear, volver a moldear, secar, quemar y esmaltar la arcilla nos ilustra cómo emerge de nuestras vidas la excelencia.

Mi hija tomó lecciones de piano con una señora llamada Diane, que se especializaba en enseñar a estudiantes principiantes. Eso significaba que Diane tenía que aguantar un montón de interpretaciones pianísticas terribles cada semana. Ella era una música talentosa, pero una vez me dijo que su capacidad musical no tenía mucho que ver con su próspero negocio. En vez de eso, su éxito estuvo en reconocer el valor del proceso de aprendizaje y celebrar el crecimiento de cada estudiante semana tras semana. “Mi recompensa viene de recordar dónde comenzaron”, me dijo una vez. “Sí, preparo a mis alumnos para recitales cada primavera, porque esa experiencia crea metas y les da confianza y práctica en actuaciones en público. Pero mi verdadera recompensa viene de trabajar con ellos cada semana. Una actuación puede durar tres minutos, pero las lecciones que aprenden por medio de la práctica duran toda la vida, ya sea que continúen o no con el estudio de la música”.

La excelencia surge como un subproducto en nuestras vidas. El arduo galardón de la perfección no es nuestra meta. Es la madurez.

La actitud de Diane reflejaba para mí algo del deleite que Dios tiene en nuestro proceso de aprendizaje. Mientras un perfeccionista se centra en presentar un producto impecable, incluso si ese producto es la persona misma, el Señor está obrando para llevar a esa persona a una piadosa madurez. La palabra griega teleios recoge el propósito de la excelencia, que describe el proceso de maduración en la fe a medida que el creyente camina con el Señor. Curiosamente, teleios se traduce a menudo como “perfecto”: “Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto” (Mateo 5.48). Pero este versículo habla de algo más: Teleios es un llamado a seguir, buscando la madurez, mientras caminamos hacia nuestro Padre celestial, santo y perfecto. La excelencia surge como un subproducto de este proceso del alfarero y el barro en nuestras vidas. El arduo galardón de la perfección no es nuestra meta. Es la madurez.

Se dice que los hábiles fabricantes de edredones amish, que crean algunas de las piezas de arte textil más impresionantes del mundo, zurcen a propósito algún tipo de error en uno de sus recuadros de tela para recordarse a sí mismos que nadie es perfecto sino Dios. Cuando mis ansiedades hacen que la perfeccionista que llevo dentro haga una aparición desagradable, puede ser útil zurcir un “recuadro de humildad” en mis pensamientos: Dios ha comenzado una excelente obra en mí, y será fiel en completarla.

 

Fotografía por Ryan Hayslip

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