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Que todo el pueblo de Dios diga “Amén”

El optimismo ante las pruebas no siempre es algo bueno.

Michelle Van Loon 18 de agosto de 2024

Un día, la líder de mi grupo de estudio bíblico, una encantadora dama llamada Bárbara, anunció que le habían diagnosticado cáncer de seno y que comenzaría el tratamiento la semana siguiente. Silenció los murmullos de preocupación y tristeza con una sonrisa y su proclamación triunfal: “¡No tengo miedo! Dios tiene el control”.

Ilustración por Hokyoung Kim

Bárbara continuó: “No se preocupen por mí, amigas. Estoy bien”. Miró alrededor de la sala expectante y dijo: “¡Dios es bueno, todo el tiempo!”. Hubo un momento de silencio antes de que un par de mujeres dieran la respuesta que ella parecía estar esperando: “Todo el tiempo, Dios es bueno”.

Bárbara asintió. “Digámoslo como si lo creyéramos, amigas. Juntas: Dios es bueno, todo el tiempo...”.

La mayoría del grupo gritó la respuesta como si estuviéramos en una reunión motivacional: “¡Todo el tiempo, Dios es bueno!”. Aunque yo estaba de acuerdo con el sentir teológico, no pude unirme al júbilo de esa mañana.

Cuando recibí mi propio diagnóstico médico que cambió mi vida unos años antes, la noticia me sorprendió y desorientó. Me tomó bastante tiempo asimilar la información y adaptarme a los cambios que el tratamiento continuo trajo para mi vida. Entendí que todos procesamos las noticias difíciles de una manera diferente. Cada uno de nosotros aporta su propia historia única, su experiencia de fe, su nivel de resiliencia y su tipo de personalidad a los desafíos que enfrentamos. Bárbara era una persona optimista y enérgica, y tal vez pudo tomarse la noticia con calma. Pero hubo algo en este episodio que me hizo sentir inquieta.

Cuando hablé con Bárbara después del estudio bíblico para ofrecerle empatía y apoyo, ella insistió en que solo hay una “respuesta correcta” para un cristiano cuando se trata de responder fielmente a cualquier prueba. Le dije que yo entendía que podía ser un shock recibir la noticia de un diagnóstico de cáncer.

“Estoy considerándolo todo con gozo”, como nos dice el libro de Santiago, y eso es lo que se supone que debemos hacer”, respondió ella. “No tengo nada que temer”. Continuó diciéndome que su diagnóstico de cáncer le había creado nuevas oportunidades para dar testimonio de su fe ante varios miembros del personal médico en el hospital cuando había ido a hacerse la prueba. “De lo que se trata es compartir la buena noticia, ¿verdad? Esta es solo otra ocasión para la gloria de Dios”.

No estuve en desacuerdo, pero tampoco pude evitar sentir que no me estaba contando toda la historia. Lo intenté de nuevo con otra pregunta. Quería ir más allá de la superficie, hablarle de una manera más genuina. Le pregunté: “¿Cómo están manejando esto tu esposo y tus hijos? Este es un desafío para toda tu familia”. 

Nuevamente, me hizo un gesto de desaprobación, y respondió: “Nada es demasiado difícil para Dios. Todos confiamos en Él”.

Le di un abrazo, me ofrecí a llevar una o dos comidas a su familia, y me alejé preguntándome si había algo que faltaba en mi fe porque yo no respondí a mi diagnóstico con la misma confianza optimista que mostraba Bárbara. Me recordé a mí misma que la comparación era una trampa, y que no se trataba de una competencia, pero había algo más en la forma en que se había desarrollado la mañana que me dejó desconcertada. Simplemente no pude identificarlo ese día.

A medida que Bárbara asumía al reto de la quimioterapia en las semanas siguientes, siguió presentando un rostro público optimista y citando la Biblia en su batalla. No cuestioné su fe en lo más mínimo. Pero mientras escuchaba la forma como las demás participantes en el estudio bíblico hablaban de Bárbara, me di cuenta de que ella estaba comunicando mucho sobre lo que esperaba que fuera la fe, y cómo debería un cristiano “fuerte” reaccionar ante las pruebas. Me di cuenta de que muchas de las mujeres de nuestro grupo se sentían como yo, como si hubiera algo inadecuado en ellas o como si su fe fuera, de alguna manera, deficiente.

A menudo hay una delgada línea entre mantener una mentalidad optimista y lo que se conoce como positividad malsana o tóxica. Esta presión por mostrar solo emociones positivas y suprimir cualquier cosa negativa puede sofocar la sinceridad y posiblemente incluso avergonzar a una persona que está sufriendo. La parte difícil de reconocer la positividad tóxica es que utiliza un lenguaje familiar y alentador para reaccionar a realidades humanas desafiantes. Puede sonar como empatía, pero de hecho es una forma en que el hablante evita o cortocircuita el compromiso significativo con las emociones desagradables.

En la iglesia, esto puede manifestarse en clichés espirituales simplistas (“No te preocupes por perder tu trabajo. ¡Dios se encarga de esto!”) o en un lenguaje espiritual excesivamente apasionado (“No digas nada negativo. Al fin y al cabo, nuestras lenguas tienen el poder de la vida y la muerte”). Muchos de nosotros aprendemos en la iglesia cuáles se suponen que son las respuestas “correctas” a las preguntas difíciles. Como no queremos hacer que la gente se sienta incómoda, que perdamos su apoyo o que nos juzguen por una percepción de falta de fe, puede haber la tentación de escondernos detrás una fachada brillante. 

Una iglesia donde la positividad tóxica es la norma, comunica que no es seguro ser apropiadamente sinceros sobre nuestras luchas, dudas o debilidades. Esa falta de franqueza puede herir profundamente nuestra alma, especialmente cuando enfrentamos una gran prueba. Y, en última instancia, una iglesia con una cultura de buen desempeño religioso no es un lugar seguro, sanador o santo para nadie.

Tampoco encontramos este comportamiento representado en las Sagradas Escrituras. Miremos la sinceridad emocional del rey David, por ejemplo. Le decía al Señor cuando tenía miedo (Salmo 6.2, 3), estaba agotado (Salmo 6.6), desesperado (Salmo 13.1) y se sentía culpable (Salmo 51). Escribió salmos de lamento, así como salmos de alegría y de alabanza para luchar por su camino de vuelta a la esperanza. No omitió las partes desordenadas e incómodas de su historia para poder presentar una fachada religiosa pulida a Dios y a los demás.

Sus palabras inspiradas nos muestran que nuestro ser humano completo es bienvenido ante Dios. El Señor Jesús subrayó esto al dar la bienvenida a lo largo de su ministerio a quienes tenían dudas y luchas. Además, no filtró sus propias emociones. Lloró por Lázaro (Juan 11.1-44), mostró una ira justa por los cambistas que hacían negocios en el templo (Marcos 11.15-17), se afligió por Jerusalén (Lucas 19.41-44) y se sintió tan profundamente angustiado por las cosas que tendría que afrontar en la cruz, que su sudor se volvió como sangre (Lucas 22.44).

Cada uno de nosotros maneja las pruebas de manera diferente. Algunos estamos programados para ser personas alegres y optimistas que ven el “vaso medio lleno”. A otros les gusta ver al vaso casi vacío. Cualquiera que sea nuestra inclinación, Dios nos ama tal como somos, nos encuentra en el momento de nuestra necesidad, y no se desanima por nuestras luchas o confusión.

Me preocupaba lo que Bárbara estaba comunicando a las mujeres en el estudio bíblico, pero no la conocía lo suficientemente como para tener una conversación sincera, de corazón a corazón, mientras estaba en tratamiento. Así que decidí hablar directamente con ellas sobre mi propia experiencia con un diagnóstico difícil.

Les conté lo aterrador que fue para mí escuchar las palabras de mi médico, y le dije que, en ese momento impactante e inquietante, me preguntaba si podía confiar en que Dios me ayudaría a enfrentar el desafío. No estaba segura de qué esperar de las otras mujeres, pero, felizmente, mi confesión dio lugar a un diálogo enriquecedor que continuó en nuestro grupo durante semanas sobre la naturaleza de la fe y la duda.

Descubrimos que la sinceridad dio a luz un optimismo enriquecedor que atrapó a varias de nosotras (¡incluida yo misma!). Era una esperanza auténtica, del tipo que proviene de ser vistos y conocidos por personas que están pasando por la misma experiencia que uno está viviendo. El tipo de esperanza que Dios quiso que compartiéramos unos con otros en tiempos tanto de gozo como de tribulación (Romanos 5.3-5).

Unos meses más tarde, Bárbara informó que estaba libre del cáncer, y me uní a ella en la celebración. Sí, Dios es bueno todo el tiempo, incluso cuando dudamos y nos preocupamos, incluso cuando nos sentimos perdidos en el miedo, el dolor, la tristeza o en cientos de otras emociones humanas genuinas. Y Él siempre está ahí para sostenernos a medida que avanzamos hacia la esperanza.

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