Crecí rodeada de ilusión de la vida. Mi hogar de la infancia estaba lleno de plantas artificiales que no requerían cuidado ni compromiso. Ofrecían un tipo de belleza estática, carente del desorden y de la complejidad de las plantas verdaderas. Pero, como adulta, anhelaba la vitalidad de los seres vivos y la promesa de crecimiento y cambios.
Ilustración por Patrick Ledger
Hace unos años, me enamoré de una higuera de hoja de violín. La llevé a casa y ella parecía perfecta disfrutando del sol en la esquina de mi sala de estar. Su exuberante follaje verde era testimonio de su salud inicial. Durante un tiempo, prosperó. Pero después comenzaron a aparecerle manchas marrones, arruinando la perfección que yo había estado esperando.
Entonces comenzó la paradoja: se desarrollaban nuevas hojas a la vez que las temidas manchas marrones continuaban extendiéndose. Tanto el crecimiento como el declive exigían recursos, pero producían resultados tan diferentes. Confundida e insegura, no hice nada. Estaba ocupada manteniendo una vida “perfecta”, equilibrando plazos de entrega de trabajos, obligaciones sociales y familiares, y sentía que no tenía tiempo para resolver un misterio relacionado con la flora.
Gracias a Dios, una amiga mía intervino. Es una mujer hábil en extremo y con una solución para los problemas que ella no podía manejar sola: un “hombre de las plantas” que hacia visitas a domicilio. “¡Claro, tú tienes un hombre de las plantas!” bromeé, con un toque de envidia en mi voz. Aquí estaba yo, luchando por mantener viva una sola planta, y ella tenía un experto para la exuberante selva en el interior de su casa.
Su experto en plantas diagnosticó el problema como “falta de poda y cuidado inadecuado”. Las hojas nuevas eran una señal del vigor inherente de la planta, pero también consumían energía de sus partes más viejas, dando lugar a las manchas marrones. Juntas, nos lanzamos a una misión de poda. Se quitaron las hojas enfermas, y las que estaban en buen estado fueron remodeladas para permitir una mejor distribución de la luz. Aunque un poco torcida al principio, la planta se recuperó con mayor fortaleza, con su vibrante color verde revitalizado.
Resulta que yo también necesitaba hacer un poco de poda en mi propia vida. Y aquí, de igual manera, el proceso no era tan sencillo. En apariencia, estaba floreciendo: mi calendario social estaba lleno y me encontraba lanzando una nueva carrera de asesoramiento y consultoría. Pero en casa las cosas se sentían tensas. Mi energía y mi enfoque estaban dirigidos a crear un negocio, establecer una red de contactos y conectarme con mis clientes, mientras dejaba a la familia en casa comiendo sobras frías. Llegaba a casa agotada y me perdía de momentos con mis hijos; no escuchaba sobre su día y ni de lo que estaban aprendiendo. También pasaba por alto las sutiles maneras en las que mi esposo comunicaba su deseo de conexión, y mis pequeñas decisiones egoístas culminaron con el tiempo creando un vacío en nuestra relación. No estaba dando lo mejor de mí a las personas que más importaban, y tenía dificultad para ver más allá de mí misma. Tenía demasiadas responsabilidades y eso se estaba notando.
La Biblia dice que Dios desea revelar lo que necesita irse, dónde necesitamos poda y hacer ajustes (Jn 15.2). Él quiere cultivar belleza en nuestra vida, como el “hombre de las plantas” que me ayudó a revitalizar mi antes condenada higuera de hoja de violín. Dejar ir patrones familiares, aunque sean poco saludables, puede dar miedo, pero confiar en la guía de Dios nos permite crear espacio para un crecimiento genuino. Esto podría implicar establecer límites con amigos o familiares que drenan nuestra energía, establecer rutinas que prioricen el cuidado personal, o incluso buscar ayuda profesional para abordar problemas más profundos.
A lo largo de esa extraña temporada, algunas cosas en mi vida se fueron de manera natural, como hojas muertas. Pero otras, como patrones y relaciones poco saludables, se aferraban con tesón, requiriendo un esfuerzo más deliberado para ser eliminadas. Y llegué a ver que ambos tipos de dejar ir eran cruciales si quería cuidar en verdad de mi espíritu.
Así que comencé a podar —y no fue fácil. Significó reconocer mis deficiencias y asumir la responsabilidad por el descuido que tensaba mis relaciones con los demás. Empecé a practicar decir “no” a la cena de chicas del jueves por la noche y, en su lugar, dije “sí” a una noche de juegos de dados Farkle en familia con un acompañamiento de bizcochitos de chocolates caseros y helado. Reservé tiempo para actividades que nutrían mi alma: leer en el porche mientras saboreaba mi taza de café caliente, escribir en mi diario y meditar en las Sagradas Escrituras, o caminar por el sendero local en mi vecindario que está adornado de musgo y helechos durante todo el año.
Algunas cosas en mi vida se fueron de manera natural, como hojas muertas. Pero otras, como patrones y relaciones poco saludables, requirieron un esfuerzo más deliberado para ser eliminadas.
Presté atención a lo que me ayudaba a regular mi cuerpo y mi alma, lo que centraba mi espíritu y me llenaba de paz. Me comprometí a priorizar esos momentos. Hubo retrocesos, por supuesto. Los viejos hábitos no mueren con facilidad, y las “manchas marrones” reaparecían. Pero cada vez que eso sucedía, lo tomaba como una experiencia de aprendizaje, una oportunidad para afinar mis técnicas de poda.
Como dice el salmista, incluso en nuestra “vejez”, podemos dar fruto y estar “vigorosos y verdes” (Sal 92.13,14 NVI). Podemos y debemos cuidar de nuestras almas —nuestro jardín interior— para que podamos cuidar de los demás como cuidamos de nosotros mismos (Mt 22.39). Esto no requiere tener una vida impecable, del tipo atrayente y adecuado para las redes sociales. Se trata de los actos intencionales y tranquilos de cuidado personal que nutren nuestro espíritu y nos permiten mostrarnos al mundo tal como somos.
Mi vida puede no ser perfecta, pero ahora está llena de conexiones genuinas y un sentido de plenitud que anhelé durante tanto tiempo. El viaje del cuidado del alma es un proceso continuo, que refleja la sabiduría de Eclesiastés cuando nos dice que hay “un tiempo de plantar y un tiempo para arrancar lo plantado” (Ec 3.2). Y con cada corte, tengo una sensación de liberación, un recordatorio tangible de que dejar ir puede llevar a la renovación. A medida que recortaba, Dios me daba una vida más vibrante y floreciente, una que se nutre a lo interno y se manifiesta a lo externo.