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Personas muy importantes

Ya sea que estemos hablando a miles de personas o con un selecto grupo pequeño, el hecho es que todos somos influyentes. Entonces, ¿qué podemos hacer al respecto?

Daniel Darling 1 de julio de 2016

En su libro Playing God (Jugando a ser Dios), Andy Crouch escribe acerca de un caso con el pastor de una muy conocida megaiglesia. En la oficina del pastor, Andy le preguntó al líder de qué manera manejaba el poder que tenía. “Aquí todos somos líderes al servicio”, dijo. “No nos preocupamos por el poder”. Luego los dos salieron, y pasaron por un área de la iglesia donde los miembros del personal estaban ocupados trabajando. Cuando el pastor entró en el departamento, las personas se sentaron más erguidas en sus asientos, y se enfocaron más en el trabajo que hacían, una señal visible de que el pastor tenía un poder que no quería admitir que poseía.

Esta es una anécdota apropiada para el tiempo en que vivimos, la era de la #modestiapresumida, la edad de oro del liderazgo por medio del servicio, en la que líderes en todos los niveles de la sociedad quieren ser conocidos por su humildad. Esta es una tensión que existe no solamente para las personas que trabajan frente a un público, sino además para las que tienen influencia en toda la gama de actividades.

Las redes sociales han democratizado la autoridad de muchas maneras, liberalizando la influencia de una manera que permite que ésta sea tenida no solo por los poderosos, sino también por las personas que ocupan diversas posiciones. Ahora todos somos figuras públicas. Todos tenemos poder para influenciar. Por esta razón, es importante que los cristianos hagamos una pausa y pensemos con profundidad en cómo nos estamos presentando ante el mundo.

Puesto que el trabajo es un regalo de Dios que repercute en las personas, todo cristiano tiene una esfera de influencia. La influencia es inevitable.

Mírenme

El mundo evangélico ha estado luchando últimamente con las controversias en cuanto a la celebridad, el poder y la influencia. Muchas personas están haciendo preguntas importantes acerca del impacto de las superestrellas de la iglesia. Pero lo que muchas de estas conversaciones pasan por alto es la inevitabilidad de la influencia.

Para quienes han sido llamados a servir públicamente, como escribir, hablar,  interpretar o actuar, esta conversación es especialmente prudente, porque inherente a las artes de creación literaria y artística hay la presunción de un público. Queremos ser descubiertos, que el mundo lea nuestro trabajo, escuche nuestras palabras, nuestra voz o utilice nuestra creación. Mientras escribo este artículo hoy en una cafetería del centro de Nashville, Tennessee, lo hago con la esperanza de que más ojos, aparte de los míos, lo leerán. Estoy escribiendo porque creo que tengo algo que decir que vale la pena que se lea. En el momento que cualquiera de nosotros hace clic en enviar o publicar, estamos diciendo: “Lo que acabo de crear merece el tiempo de alguien”.

Usted puede verse tentado a pensar que solamente el trabajo que se hace para el público o las artes creativas son los que deben luchar con este tipo de cosas, pero esto no es cierto. Puesto que el trabajo es un regalo de Dios que repercute en las personas, todo cristiano tiene una esfera de influencia. Piense en su familia, en su círculo inmediato de amigos, en sus compañeros de trabajo, o en su iglesia. Y en esta época interconectada, cualquier persona con un teléfono inteligente y un perfil en las redes sociales, tiene una plataforma para influenciar a otros.

La influencia es inevitable.

Nuestra fuente de poder

Con toda razón, desconfiamos del poder, especialmente en un mundo caído. En los últimos años, muchas de nuestros principales instituciones nos han fallado. Por tanto, armados con una sensación de cinismo creciente en cuanto al liderazgo y a las herramientas de una época de democratización de los medios y de las redes sociales, somos recelosos de reconocer nuestra propia influencia o de aceptar la de los demás. Pero también debemos tener cuidado de no adoptar una visión empobrecida del poder de nuestra influencia.

La historia cristiana nos recuerda que tenemos la responsabilidad de aprovechar el poder para el bienestar de otros seres humanos, y para la mayordomía de la creación. Génesis 1.28 y Génesis 2.15 presentan a un mundo formado por el soplo de un Creador, y a un género humano esculpido por sus manos, hecho a la imagen de Él. Nos asemejamos más a Dios cuando ejercemos poder sobre la creación para cultivar las materias primas que hay en ella, y para compartir después lo obtenido para ayudar al florecimiento del género humano. Dios declara que todo este plan es muy bueno.

El mandato cultural aquí supone una clase de poder no dado a la vida vegetal, al reino animal o incluso a la esfera angelical. Se trata de un poder transferido por Dios a los humanos. Crouch escribe: “¿Por qué razón el poder es un regalo? Porque el poder es para hacer florecer. Cuando se usa bien el poder, las personas y todo el cosmos cobran más vida de lo que estaban destinados a tener”.

Por supuesto, el poder puede ser corrompido. El pecado de Adán y Eva fue un intento fallido de tener más poder que el previsto por el Creador. Desde entonces, el hombre ha utilizado —por lo general— esto que Dios le ha concedido, para matar, explotar y acumular, en vez de crear, cultivar y multiplicar. Bastó solo una generación para que un hombre utilizara su poder contra su hermano por medio de la violencia. Pero la aplicación correcta del poder no es renunciar del mismo por completo, o pretender que la influencia no existe, sino (por medio de la redención en Cristo) utilizar nuestros dones para el bien de nuestro prójimo y para la gloria de Dios.

Dondequiera que estemos, nuestra primera pregunta no debe ser: “¿Cómo puedo acumular más poder?”, sino “¿qué haría con más poder si lo tuviera?”

Una posición de influencia ejercida adecuadamente puede dirigir a muchos hacia su Creador. Consideremos la reacia influencia de Moisés, quien tuvo que ser coaccionado para que aceptara una posición de autoridad. Pensemos en Jeremías, el afligido profeta que procuraba mantenerse oculto, que fue usado por Dios, no para juntar a un gran número de seguidores, sino para ser la voz de Él a una nación desobediente. Luego está el apóstol Pablo, quien exhortaba a sus seguidores: “Sed imitadores de mí, así como yo de Cristo” (1 Corintios 11.1).

Aceptar la tensión

Por tanto, los cristianos debemos aceptar la tensión que hay entre la humildad y la influencia. Somos anunciadores de un mensaje que debe ser escuchado, y mayordomos de dones que deben ser ejercidos. Pero somos también siervos de Cristo. No vivimos para disfrutar de los privilegios que tenemos, sino para la gloria de Dios. Acumular gloria, buscar la fama y €‹ €‹ocuparnos solo de nosotros mismos es una violación del motivo por el que fuimos creados originalmente. Tampoco es el camino que lleva al gozo verdadero.

Todos hemos visto los efectos corrosivos del poder corrupto, la codicia por tener el estatus de dioses, que comenzó con el seductor susurro de una serpiente. Esto ocurre cuando el poder se convierte en nuestro objeto de adoración, en vez de un medio para adorar a nuestro Creador. Tony Reinke dice:

El propósito de llegar a ser famoso es un dios lastimosamente patético. La fama nunca será capaz de satisfacer al corazón del hombre. Puede entusiasmarle por un tiempo, pero quienes tratan de alimentarse con el arrullo de la fama están destinados a experimentar la dura realidad de que la fama solo alimenta deseos insaciables de tener más fama; al final, la fama llenará al corazón con el temor y la ansiedad del día cuando ella ya habrá pasado.

C. S. Lewis dice en su libro, La alegoría del amor: “El descenso al infierno es fácil, y quienes comienzan por adorar el poder, pronto adorarán al demonio”. Entonces, ¿cómo sabemos cuando nuestra influencia se ha convertido en todo lo que nos absorbe, en vez de utilizarla adecuadamente para glorificar a Dios y amar a nuestro prójimo?

Podemos utilizar sencillas preguntas de diagnóstico. Quienes tienen un trabajo más público podrían preguntarse: ¿La fama o el púlpito se han convertido en mi ídolo que me absorbe del todo, o estoy dispuesto a permitir que el Espíritu Santo me dé la capacidad de utilizar mis dones para el beneficio de los demás? Quienes están en vocaciones menos visibles podrían hacerse otras preguntas diferentes: ¿Trabajo para recibir la alabanza de quienes me rodean? ¿Estoy en esto solo para ganarme un sueldo y avanzar en mi carrera, o procuro servir realmente a las personas que están a mi alrededor?

Este diálogo sincero con nosotros mismos comienza con un compromiso de amor y humildad. El amor, nos recuerda Pablo, es la motivación para el ejercicio de todos los dones espirituales. Sin amor no tenemos nada. Me asusta, a veces, pensar que pudiera ganar a todo el mundo evangélico, y perder mi alma —que todos mis logros pudieran ser basura por mi falta de amor. Por eso, cuando el poder nos tiente, la solución no es tener timidez para enfrentar el trabajo que debemos hacer y ocultar los dones que Dios nos ha dado. Tampoco se trata de perseguir la fama y la fortuna. En vez de esto, es ser mayordomos de nuestros dones, de nuestras oportunidades y de nuestros recursos, y no aferrarnos demasiado a la vida que tenemos. Podemos lograrlo mediante el reconocimiento de que la fama y la fortuna son placeres menores en comparación con el conocimiento de Cristo.

El poder puede ser un arma mortífera que, utilizada de forma inadecuada, puede destruir a quienes estaba destinado a servir. Pero bien utilizado, el poder puede llevar al florecimiento de las personas. Dondequiera que estemos, nuestra primera pregunta no debe ser: “¿Cómo puedo acumular más poder?”, sino “¿Qué haría con más poder si lo tuviera?”. Pocos cristianos están preparados para el regalo repentino de una nueva influencia. Michael Hyatt, antiguo director ejecutivo de Thomas Nelson, y popular bloguero y autor, dice lo siguiente:

Por más de treinta años, he trabajado en el campo editorial con líderes cristianos, autores y otros creativos. Durante este tiempo, he sido testigo de los efectos corrosivos de la fama. Muy pocos han sido capaces de manejar las tentaciones que vienen con una mayor influencia. He visto a líderes volverse orgullosos, codiciosos y exigentes. Tristemente, esto se ha convertido en la norma en un mundo que valora el carisma más que el carácter.

Debemos aceptar la influencia como un excelente regalo de Dios, y ser buenos mayordomos de ella. El amor y la humildad, que fluyen de nuestra identidad en Cristo, nos ayudarán a hacer uso de esa influencia y aprovecharla para el servicio a los demás, y para la gloria de Dios. Pocos llegan a ser famosos, y pocos tienen una plataforma capaz de atraer a miles de personas. Pero todos, independientemente de nuestra posición, tenemos a alguien que nos está observando y aprendiendo de nuestra vida.

 

El amor y la humildad son barandas de seguridad necesarias que nos ayudan de varias maneras:

 

  • Primero, nos recuerdan que nuestros dones creativos nos fueron dados, no para nuestra gratificación, sino por el bien de otros. Debemos preguntarnos constantemente, ¿cómo puedo servir a mis semejantes con mi vocación, mis dones e influencia?

  • Segundo, estas virtudes nos mantienen siempre aprendiendo y creciendo, arrepintiéndonos y perdonando —cómodos con nuestros roles dados por Dios, y al mismo tiempo con los pies puestos sobre la tierra para entender nuestra fragilidad.

  • Tercero, el amor y la humildad nos mantienen agradecidos, y nos ayudan a reconocer la fuente de los dones que tenemos. La gratitud es el antídoto para no creernos merecedores de nada.

  • Cuarto, estas cualidades implican la importancia de rendir cuentas. Nos mantienen conectados con las disciplinas espirituales como gobernantes de nuestra ambición, y nos estimulan a desconectarnos más de los valores mundanos.

  • Quinto, el amor y la humildad nos impulsan a servir como mentores y a mantenernos humildes en cuanto al poder, como una manera de repartir las bendiciones que tenemos a la próxima generación —como un reconocimiento tácito de que un día nuestro tiempo se acabará, y que otros recogerán la antorcha.

 

Ilustraciones por R. Kikuo Johnson

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