Hace unos meses mi hija se dislocó el hombro. En ese momento, fue un verdadero misterio para nosotros. Dorothy no recuerda haber hecho nada en particular para que se le saliera el hombro de la articulación; se dio cuenta, estando en la escuela, de que no podía levantar el brazo.
Nos encontramos en una sala de emergencias, hablando con los médicos sobre lo que podría estar mal. Algunos niños, dijeron, tienen articulaciones laxas, y este tipo de cosas simplemente suceden. También podría haber otras causas subyacentes: trastornos de las articulaciones o enfermedades autoinmunes. Mientras estábamos sentados allí, se abrió todo un mundo de posibilidades. Un hombro lesionado podría significar cualquier cantidad de cosas aterradoras. En lo inmediato, significaría poner a mi hija bajo anestesia general y reajustarle el hombro.
Cuando llegó el momento del procedimiento, nos trasladamos a algo parecido a una sala grande de operaciones. Vistieron a Dorothy con una bata de hospital, la pusieron en una camilla que era demasiado grande para ella, y le introdujeron una aguja intravenosa en su pequeño brazo. Nos explicaron el procedimiento, y luego nos dijeron que nos sentáramos cerca. “No se preocupen”, dijeron. “Hacemos esto todo el tiempo”. Lo que parecía un ejército de médicos y enfermeras se alineó alrededor de ella. El médico que estaba al mando le dijo a Dorothy que comenzara a contar hacia atrás, y le inyectaron la anestesia en la vena. Se durmió rápido, y el equipo médico se puso en acción, manipulando su brazo y tratando de devolverlo a su lugar.
Dos cosas salieron mal de inmediato. Lo primero que vimos, fue una sensación de pánico por parte de los médicos, porque la articulación no estaba cooperando. Lo segundo fue cuando sonó una alarma. La anestesia había detenido la respiración de Dorothy.
Nos quedamos mirando con los ojos muy abiertos mientras la aseguraban a la camilla y le inyectaban aire en los pulmones. De forma milagrosa (y lo digo en serio cuando uso esa palabra), un joven médico entró en la sala y preguntó qué estaba pasando. Resultó ser un residente de ortopedia pediátrica, y cuando vio el problema con su articulación, se involucró rápido y se hizo cargo del asunto. En el mismo momento, ella comenzó a respirar con normalidad otra vez, y detuvieron el flujo de anestesia. La inquietud en la sala desapareció. Uno por uno, enfermeras y médicos se marcharon, asegurándonos que todo estaba bien. Y, de hecho, lo estaba. Dorothy se despertó pronto y tomó un sorbo de Sprite. Nuestros pulsos volvieron a la normalidad. La llevamos a casa y la acostamos.
Mi esposa y yo cerramos la puerta de su habitación, nos miramos y nos pusimos a llorar.
Cuando uno tiene miedo, el cuerpo se pone en acción, y la respuesta de pelear o huir se activa. Más sangre fluye hacia los músculos, lo que puede hacer que uno se sienta nervioso y tenso. Uno suda o se le pone la piel de gallina. Estas reacciones son casi universales, y forman parte de la experiencia humana desde el momento del nacimiento. Es inevitable que uno experimente el temor en su vida; la pregunta que debemos hacernos es cómo lidiar con él.
Después de la lesión de mi hija, nuestro deseo de protegerla era fuerte. Queríamos encontrar una manera de mantener fijo su hombro en su sitio, para estar seguros de que nunca más tuviera que someterse a la anestesia. En los días posteriores a su lesión, si nos hubieran ofrecido una coraza protectora para meter a Dorothy y a su hermana en ella, con mucho gusto la habríamos aceptado. Pero sucedió algo insospechado cuando la llevamos a un cirujano ortopédico. Se encogió de hombros. y nos animó a relajarnos. “El simple hecho es que ella tiene un desafío, pero puede vivir con él”. Le preguntamos acerca de las futuras implicaciones para el deporte y el juego, y de nuevo se encogió de hombros. “Una vez que haya terminado con la terapia física, puede hacer lo que quiera. Ella podría superar esto, o puede tener la dislocación otra vez. Pero podemos encontrar maneras de salir adelante”.
La terapia física se convirtió en parte importante de su vida durante los meses siguientes. Cada semana, el terapeuta desafiaba a Dorothy a utilizar más el hombro, haciendo una variedad de ejercicios que le daban fuerza y estabilidad a la articulación. La manera de mantener la articulación sana era utilizarla, confrontarla, retarla, no limitarla para protegerla. Para mí, esto no parecía lógico.
El temor es inevitable, pero nuestras reacciones al mismo pueden llevarnos en muchas direcciones. A veces, nuestros instintos más inmediatos —en este caso, retirarnos y protegernos— son en realidad incorrectos. ¿Y si el testimonio bíblico nos llama a la valentía y la confrontación? Esto parece contradictorio, pero es con exactitud lo que encontramos cuando empezamos a mirar a nuestro alrededor.
La frase “no temáis” aparece decenas de veces en la Biblia. Dios la dice. Los ángeles la dicen. El Señor Jesús la dice. Es un tema persistente, por decir lo menos. Sin embargo, si no tenemos cuidado, podríamos interpretarlo de manera incorrecta, como una declaración moralizante sobre el temor, como si la sensación o emoción en sí fuera pecaminosa o incorrecta. Más bien, debemos ver estas declaraciones en el contexto de las historias que ocupan. “No temáis” es la respuesta al miedo, no algo de lo cual avergonzarse. Es una invitación al coraje —a acercarse a la presencia de Dios o enfrentar el mundo con la confianza de que Dios está con nosotros.
Hay un largo pasaje sobre el temor en Isaías 41. El capítulo llega a su clímax en el versículo 10, donde el profeta escribe: “No temas, porque yo estoy contigo”. El contexto de este versículo es muy útil para entender por qué Dios nos invita a no temer. Antes de esto, en los versículos 8 y 9, leemos: “Pero tú, Israel, siervo mío eres; tú, Jacob, a quien yo escogí, descendencia de Abraham mi amigo. Porque te tomé de los confines de la tierra, y de tierras lejanas te llamé, y te dije: Mi siervo eres tú; te escogí, y no te deseché”.
Antes de decirnos “no temas”, Dios nos recuerda quién es Él y qué ha hecho. Es el amigo de Abraham que nos ha “tomado”, “llamado” y “escogido”. En esta realidad está el origen de nuestra valentía: pertenecemos a Dios, quien nos ama y nos llama amigos. Él nos ha llevado a cada uno de nosotros a un punto donde podemos conocerle, y como sus hijos, hemos sido salvados de la peor cosa que podría suceder: la separación de Él. Hemos sido tomados por Él, y eso nos da razones para no temer.
Luego llegamos a Isaías 41.10: “No temas, porque yo estoy contigo; no desmayes, porque yo soy tu Dios que te esfuerzo; siempre te ayudaré, siempre te sustentaré con la diestra de mi justicia”. El Señor está “con” nosotros. Él nos “esforzará”, “ayudará” y “sustentará”. El Dios que nos llama suyos no nos abandonará. Estas no son trivialidades, en especial para los lectores originales de Isaías, que estaban rodeados de naciones hostiles. El pasaje continúa diciendo: “He aquí que todos los que se enojan contra ti serán avergonzados y confundidos; serán como nada y perecerán los que contienden contigo. Buscarás a los que tienen contienda contigo, y no los hallarás; serán como nada, y como cosa que no es, aquellos que te hacen la guerra. Porque yo Jehová soy tu Dios, quien te sostiene de tu mano derecha, y te dice: ‘No temas, yo te ayudo’” (Is 41.11-13).
Debido a que Él es nuestro Dios, las amenazas que nos rodean no pueden hacernos daño alguno. Para Israel, esta promesa era política. En la nueva realidad que Jesucristo inicia, estas promesas todavía se mantienen, pero de una manera mucho más profunda. Sabemos que nuestro enemigo no es de carne y hueso. Los verdaderos enemigos, aquellos que están “enojados” contra nosotros, son Satanás, el pecado y la muerte. Pero se volverán “como nada”. El reino de Dios está avanzando de una manera que al final resultará en el final de ellos.
Pensemos, entonces, en cómo eso transforma la manera en que vemos nuestro mundo—nuestros “enemigos”, nuestros conflictos e incluso nuestra comprensión del peligro. El Señor Jesús mismo nos dice: “No temáis a los que matan el cuerpo, mas el alma no pueden matar” (Mt 10.28). Estas fueron palabras difíciles para los judíos oprimidos por los romanos y odiados por sus vecinos samaritanos. Sin embargo, el Señor les dice que no teman lo que esos adversarios pudieran hacerles, sino “temed a aquel que puede destruir el alma y el cuerpo en el infierno. ¿No se venden dos pajarillos por un cuarto? Con todo, ni uno de ellos cae a tierra sin vuestro Padre. Pues aun vuestros cabellos están todos contados. Así que, no temáis; más valéis vosotros que muchos pajarillos” (Mt 10.28-31).
Estas deben ser palabras difíciles para cualquier lector, y sin duda, son un reto para nosotros. En Norteamérica, estamos rodeados de una cultura que se nutre del temor. Llena la retórica de nuestra política. Alimenta nuestro consumismo. Hace espacio para una especie de ansiedad generalizada y latente. Los psicólogos hablan del miedo como una de nuestras “emociones primarias”, una emoción que a menudo se encuentra debajo de otras emociones, como la ansiedad y la ira. Yoda también habló de esto, cuando advirtió a Anakin Skywalker que “el miedo lleva a la ira. La ira lleva al odio. El odio lleva al sufrimiento”. Sí, son palabras sabias pronunciadas por un títere de color verde, pero de todas maneras verdaderas.
Cuando reflexiono en la ira como una emoción secundaria, no puedo evitar pensar en las terribles imágenes de Charlottesville: de supremacistas blancos marchando con antorchas, con los rostros llenos de rabia. Con toda seguridad, detrás de esta ira hay un temor mucho más profundo: el temor a la pérdida, el temor al sentimiento de incompetencia y, sobre todo, el temor al “otro”. La respuesta a tal ira, de parte de quienes la entienden, debe ser la compasión, la oración y la esperanza, para que en algún momento esas personas puedan escuchar un profético “no temáis”, y arrepentirse.
¿Cómo pudiera verse a la iglesia como un lugar de efectiva valentía? ¿Qué tal si nuestras comunidades se caracterizaran por un espíritu contracultural de confianza y coraje, alimentadas por el conocimiento de que pertenecemos a Dios y de que nada puede dañarnos en verdad una vez que nuestras almas están seguras en Él? ¿Qué pasaría si fuéramos una voz persistente y profética que dijera “no temáis”? El mundo podría ser un lugar con más paz. En realidad, sería un lugar con menos ira.
Esto no quiere decir que no haya peligros y presiones que debamos enfrentar. La iglesia se encuentra en una posición frágil en nuestra cultura, ya que el secularismo está en aumento y la libertad religiosa es objetada. Pero en vez de dejar que el temor nos lleve a los montes o a enclaves ocultos de fe privada, debemos obedecer la exhortación del Señor Jesús en ese pasaje de Mateo: “Lo que os digo en tinieblas, decidlo en la luz; y lo que oís al oído, proclamadlo desde las azoteas” (Mt 10.27). En otras palabras, preséntense con arrojo a un mundo hostil, y hagan visible el reino de Dios donde es invisible. Inviten al mundo a conocer al Dios que les dice: “No temáis”.
De la misma manera, un arrojo contracultural nos hará sospechosos para aquellos que atizan la ansiedad y la rabia. Cuando los políticos, los expertos y otros entrevistados especiales en programas de TV nos dicen que tengamos miedo —ya sea que estén alimentando el temor sobre lo que un partido político podría hacer, que nos digan qué cambios culturales podrían estar ocurriendo, o de lo que los “otros” en nuestro mundo pueden ser capaces —debemos rechazarlos. Podemos tomar en serio el llamado a cuidar de las viudas, los huérfanos, residentes en situación irregular (léase: inmigrantes), los pobres, los enfermos, los ancianos, los amargados, los quebrantados y los perdidos, y acercarnos a ellos a pesar de los temores que puedan surgir. Confiamos nuestras vidas al cuidado de Dios; movámonos hacia el mundo, no nos alejemos de él.
Collage de Eddie Guy