Criar niños adoptados a veces pudiera parecer como caminar por un campo de minas. Quizás el sol brille y la hierba sea verde, pero debajo de la superficie hay innumerables peligros. Cosas al parecer triviales —como cierta marca de golosinas, un lugar conocido, una canción en la radio— pueden desencadenar recuerdos en nuestros niños, y estos recuerdos deben ser “detonados” de manera segura por medio de la conversación y la atención activa. No pueden evadirse estos lugares peligrosos; el dolor solo empeora al evadirlo. Como padres, tenemos la sagrada tarea de ayudarlos a procesar su pérdida y a aceptar lo que sufrieron a manos de aquellos a quienes se les había encomendado su cuidado, personas a quienes aman y extrañan a pesar de muchos fracasos dolorosos.
Toda historia tiene un villano, y en la historia que yo estaba entretejiendo, la madre biológica de los niños encajaba perfectamente en el papel.
Sabíamos, de hecho, la primera vez que leímos sus expedientes de adopción, que un desafío como este llegaría semanas antes de que se mudaran. Era algo agotador espiritual y emocionalmente, por decir lo menos. Los expedientes contienen notas de cada administrador que ha supervisado el cuidado de un niño (a menudo son varias personas, ya que el agotamiento es común y la rotación alta). Incluyen un historial familiar, así como informes y evaluaciones por parte de funcionarios policiales y expertos médicos. Todos los detalles están archivados en columnas ordenadas y listas de control, y la naturaleza clínica de dichos documentos tiene la facultad de suavizar elementos, lo que facilita pasar por alto frases como “sospecha de abuso de drogas” y “carencia crónica de vivienda”. Pero cada frase es explosiva, y la conmoción sigue expandiéndose, incluso en las vidas de las personas que se convierten en parte de la historia de ellos después del hecho. Eso es cierto en mi caso.
El expediente de nuestros hijos está roto y arrugado en varias partes donde leí algo que me obligó a cerrar los puños. He leído ciertas frases en voz alta, esperando por alguna razón que se volvieran menos horribles al oído. Rara vez fue así. Y la consternación tampoco se desvaneció después de las múltiples lecturas. Incluso, destaqué pasajes, transformándolos en cicatrices caleidoscópicas en la página, y el marcador en mi mano se volvió tan malicioso y peligroso como la piedra de un fariseo. (Véase Juan 8.1-11).
Toda historia tiene un antagonista —un villano, la persona a la que se le echa la culpa—, y en la historia que yo estaba entretejiendo, la madre biológica de los niños encajaba perfectamente en el papel. ¿Qué clase de mujer podría descuidar las necesidades médicas de un niño de esa manera?, me preguntaba. ¿Quién podría seguir tomando decisiones tan horribles, sabiendo que estaba dañando a sus niños? Durante los meses siguientes, mi enojo se materializó en una lanza, y la apunté directo al corazón de esa mujer, a quien no conocía.
Cuando llegaron los niños, vinieron con un colorido surtido de desafíos y retrasos en el desarrollo, algunos de los cuales eran retos biológicos inevitables. Pero muchos más fueron causados por la mala atención médica, la asistencia esporádica a la escuela, y la falta de seguridad y organización. La cantidad de trabajo que teníamos por delante era asombrosa, y aunque no estoy orgullosa de admitirlo, mi enojo se convirtió en furia. Quería entrar en la historia como una guerrera amazónica del pueblo ficticio de Temiscira, ataviada con una armadura reluciente, espada desenvainada y ojos brillantes. Este tipo de fracaso, este pecado, requería justicia, y yo estaba más que dispuesta a suministrarla. La amonestación de Cristo: “No juzguen a nadie, para que nadie los juzgue a ustedes. Porque tal como juzguen se les juzgará, y con la medida que midan a otros, se les medirá a ustedes” (Mt 7.1, 2 NVI), no estaba en ninguna parte de mi radar de justicia propia.
Luego llegó "el día".
El aparato auditivo izquierdo de mi hijo mayor se dañó, y no tenía idea de dónde arreglarlo. Mi hijo menor había tenido un día bastante difícil en la escuela, lo que hizo que el director me llamara. Nuestro administrador de casos de adopción había venido a visitarnos, y se había quedado tanto tiempo esperando que yo llenara el papeleo, que había olvidado que estaba retrasándome con la cena. Todos estábamos cansados, hambrientos, y hasta la coronilla. En un día, la maquinaria de nuestra vida, que marchaba sobre ruedas, explotó, lanzando piezas que volaban por todas partes y llenaban la casa de humo.
Perdí el control. Grité, lancé cosas, despotriqué y me encerré a llorar en un clóset.
Incluso con todos los recursos que tengo —educación, empleo, transporte confiable, una casa en un buen vecindario, comida en la mesa, seguro médico, amigos que ayudan— sigue siendo difícil cuidar de nuestros hijos. ¿Cómo se las había arreglado su madre biológica durante meses, por no decir años?, me preguntaba, limpiándome la nariz con la manga de la camisa. Claro, mi familia había sido pobre cuando yo era pequeña, pero tenía padres que se amaban, una vida hogareña estable y una red de seguridad.
Cuando mi esposo y yo nos casamos y luchábamos por llegar a fin de mes con los ingresos que teníamos, mi abuela me dijo: “Cariño, no dejaremos que tu vida se vuelva un caos. Si tengo que conformarme con las sobras, las compartiré contigo”. Siempre había sido así. Cuando los problemas llamaban a la puerta, mi familia iba hasta esa puerta para abrirla juntos. Esta clase de certidumbre es capaz de moldear a una persona. Sin duda, me dio una perspectiva diferente, y me ayudó a tomar decisiones con una estrategia de largo plazo en mente. La madre biológica de mis hijos tuvo pocas o ninguna de esas ventajas. Sí, ella había tomado malas decisiones —de ninguna manera estoy tratando de justificarla— pero la ignorancia y la desesperación, en vez de la malicia, explican muchas de ellas.
Estaba responsabilizando a la madre biológica de mis hijos por no haber tomado las decisiones que me habían enseñado a mí que eran las correctas.
En las primeras frases de la novela El gran Gatsby, el narrador Nick Carraway dice: “En mis años más jóvenes y vulnerables, mi padre me dio algunos consejos a los que he estado dando vueltas en mi mente desde entonces. ‘Cada vez que tengas ganas de criticar a alguien’, me dijo, ‘recuerda que todas las personas en este mundo no tuvieron las ventajas que has tenido tú’”. Nick sigue este sabio consejo, pero lo había olvidado, hasta que me vi en el suelo, metafóricamente hablando. Gran parte de mi moralidad intelectual no era el producto de una virtud asombrosa o de un carácter cristiano, sino de la providencia divina. Estaba responsabilizando a la madre biológica de mis hijos por no haber tomado las decisiones que me habían enseñado a mí que eran las correctas. Pero, ¿cómo podría haberlo sabido sin alguien que la guiara, que la ayudara a prepararse para la adultez como mis padres lo habían hecho conmigo?
Mientras estaba sentada en un oscuro armario sumida en autocompasión, al fin me di cuenta de una verdad aún más sorprendente. Mi enojo en verdad había sido un patético intento de erigir una pared, una endeble pantalla de privacidad de papel entre mí y el hecho de que, con algunos cambios en nuestras respectivas situaciones, ella y yo no éramos tan diferentes. Y con esa comprensión, mi enojo se evaporó, y se me hizo imposible seguir odiándola.
¿Me desespero todavía, algunas veces? Desde luego. ¿Es ella la fuente de mi frustración? A menudo, sin duda. Pero he cruzado la línea de batalla para comprenderla, esta mujer que tal vez nunca conoceré, pero que me dio dos de las mayores alegrías de mi vida. Seguimos caminando por ese campo minado, pero estamos progresando. Y, afortunadamente, una bomba en mi corazón —quizás una de muchas— ha sido desactivada para siempre.
Ilustraciones por John Hendrix