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Las tonterías que me salvaron la vida

A veces, un poco de diversión es justo lo que necesitamos, sobre todo cuando las cosas se ponen difíciles.

Kimberly Coyle 26 de septiembre de 2024

Mi amiga Gillian es la clase de mujer que, cuando usted le dice que tiene una falda de tul de color rosado muy llamativa en su estilo y languideciendo en su clóset, busca una oportunidad para que usted la use. Es el tipo de mujer que saca la vajilla de té de porcelana clásico, hornea los bizcochos con la receta de su madre y reúne hermosas obras de arte de otras habitaciones de la casa, solo para que usted pueda sentarse en la cocina con un grueso suéter de punto y una falda de tul rosada, a beber té y admirar el arte que lleva puesto. Es el tipo de mujer que lleva mariposas cosidas en tul marfil, la clase de mujer a la que puede contarle un secreto y saber que lo guardará dentro de los pliegues de su falda, y que descansará allí con las mariposas donde podría cultivar alas en su protección.

Ilustración por Madison Ketchum

Durante casi cuatro años, Gillian y yo hemos disfrutado de nuestras citas regulares de “té y tul”, una tradición que comenzó en su terraza trasera en el invierno de 2020. La pandemia acababa de comenzar, y llevábamos abrigos acolchados sobre nuestros atuendos, bebiendo nuestro té Earl Grey bajo lámparas infrarrojas. En ese momento, era un intento de encontrar pequeños momentos de alegría en una temporada bastante desorientadora. Ambas necesitábamos compañía y esperar algo divertido en un tiempo que nos parecía desestabilizador a todos. Necesitábamos alegría, celebración y belleza en nuestras vidas para contrarrestar las dificultades: Gillian lo necesitaba porque ella es extrovertida, efervescente y social; y yo lo necesitaba porque, bueno, yo no lo soy.

En ese tiempo, ninguna de las dos sabía que 2020 era tan solo el ensayo general de lo que serían los tres años más difíciles de nuestras vidas. Un año después de nuestros encuentros programados, me había vuelto tan ansiosa en mi vida cotidiana que incluso un viaje ordinario para recoger a mi hija en la escuela me provocaba pánico. El viaje hasta la casa de Gillian era bastante corto, seguro y familiar como para tener que respirar profundamente para llegar.

Luego Eric, el esposo de mi cuñada, fue diagnosticado con cáncer cerebral terminal a la edad de 46 años. Nuestra familia entró en modo de apoyo, y pasamos semanas preparando comidas, viajando al estado donde vivía y cuidando a sus hijos mientras Eric recibía tratamiento. Al mismo tiempo, comencé una terapia intensiva de trauma por mi ansiedad, y reduje mis días a lo esencial mientras como familia intentábamos lidiar con una crisis tras otra. Llegué cojeando a nuestra reunión navideña ese año, cansada y con un par de jeans en lugar de mi atuendo habitual. Nos sentamos en la terraza de Gillian, y yo no estaba segura de volver a experimentar alegría después de tanta desesperanza. Llegué con las manos vacías, pero eso no importó. Gillian me preparó un plato con empanadas picadas, crema batida casera y pastel de zanahoria. Sirvió té negro fuerte de una tetera plateada y le añadió un chorrito de leche. Brindamos por la supervivencia, tanto de Eric como mía. Ella me nutrió tanto a nivel físico como espiritual con su compañía ese día, y supe entonces que no tenía que cargar con mi sufrimiento sola y en silencio. Mi amiga sostendría la esperanza por mí cuando mis brazos estuvieran demasiado débiles para sostenerla por mí sola.

Cuando una de nosotras enfrenta un diagnóstico inesperado, una crisis o una emergencia familiar, la otra está de rodillas orando en solidaridad. Hemos caminado juntas por el infierno con tacones de terciopelo, sosteniendo una taza de té en una mano y un croissant en la otra. Servimos como testigos compasivos de todo lo que sucede en la vida de la otra: lo bueno, lo ridículo, lo trágico, lo gracioso y lo triste. Cuando nos sentamos a la mesa para compartir lágrimas y pequeños manjares franceses de la panadería local, también dejamos espacio para que la alegría tome asiento.

Suena frívolo cuando cuento esto a los demás, pero todavía no he conocido a una mujer que no esté de acuerdo con tener una práctica similar con un familiar o amigo. Quiero decir a cada una de ellas que no hay que sentir vergüenza por este deseo; ellas también pueden elegir la alegría, en cualquier versión que su imaginación las inspire. De hecho, deben hacerlo, porque eso podría salvarlas.

C. S. Lewis, quien no fue ajeno a los tiempos difíciles y al dolor profundo, coincide en que este tipo de frivolidad y alegría es un asunto bastante serio. Lewis escribe en su libro, Cartas a Malcolm: “La danza y el juego son frívolos e insignificantes aquí abajo. Pero ‘aquí abajo’ no es su lugar natural. Aquí son un descanso momentáneo de la vida para la cual hemos sido puestos aquí. Pero en este mundo todo está al revés. Eso que, si se prolongara aquí, sería haraganería, se parece mucho a lo que en un país mejor es el Fin de los fines. El gozo es la verdadera empresa del cielo”.

Gillian y yo programamos nuestro tiempo juntas con regularidad para que siempre haya algo que anticipar en nuestros calendarios, algo que nos ayude a ambas a tomar en serio la búsqueda de la alegría cuando la vida se pone difícil. Como escribe la poetisa Mary Oliver: “La alegría no está hecha para ser una migaja”. Y yo estoy de acuerdo. No estamos destinados a sobrevivir a base de sobras. Si hay algo que trae incluso la más mínima cantidad de alegría, debemos correr hacia ello, amarlo, cultivarlo, invitarlo, practicarlo, repetirlo para que la alegría se convierta en un festín que nos fortalezca hasta la médula misma de nuestros huesos.

Al meditar en esto, le doy gracias a Dios de que Gillian y yo disfrutáramos de momentos alegres juntas durante la gran pausa de la pandemia. Pues así, cuando llegaron los desafíos de los años intermedios, ya habíamos creado el hábito de celebrar, incluso cuando lo único por lo que podíamos sentirnos alegres era el hecho de haber sobrevivido al último giro inesperado de la vida. Aunque pueda sonar poco práctico, e incluso tonto para algunos, cuando Gillian abre la puerta con un vestido de gala color ciruela que roza el suelo y yo me desabrocho el abrigo para revelar un destello de lentejuelas, lo hacemos en serio. Con cada tintineo de nuestras tazas de té, alejamos la oscuridad, la tristeza y el dolor.

Cuando miro las fotos de nuestros encuentros pasados, veo a dos mujeres que han enfrentado un profundo sufrimiento y que, de alguna manera milagrosa lo han convertido en una amistad alegre y festiva. Estoy muy orgullosa de nosotras. No hemos superado por completo nuestras historias difíciles, pero seguimos disfrutando de la alegría a pesar de todo.

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