Si pudiera elegir una cualidad o un rasgo elogiable por el que le gustaría ser conocido, ¿cuál sería? Como cristianos, deseamos caracterizarnos por virtudes como: honestidad, integridad, excelencia moral, fidelidad o compasión, pero ¿cuántos aspiramos ser humildes? En una sociedad que promueve el poder y la ambición, no se valora mucho la humildad. En realidad, se piensa con frecuencia que esta equivale a debilidad y cobardía.
No describiríamos a Jesucristo como débil, sin embargo, Él dice: “Soy manso y humilde de corazón” (Mateo 11.29). La humildad es lo opuesto al orgullo, y podría definirse como la visión humilde de uno mismo, según la perspectiva de Dios. El propósito es vernos como Dios nos ve, y aceptar cualquier posición que Él tenga para nosotros.
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También debemos recordar que la posición de alguien en la vida no es una medida de su humildad. Un cargo influyente o muchas riquezas no significan que alguien carezca de humildad, así como la pobreza o la falta de prominencia no garantizan que una persona sea modesta. Una actitud humilde es una cualidad interna del alma que Dios produce en sus hijos por el poder del Espíritu Santo.
De hecho, la humildad es esencial para la salvación. Nadie viene a Dios y le dice: “Señor, este es tu día de suerte; vengo a ti para ser salvo”. Esa clase de actitud orgullosa nunca dará resultado. Todos los que en verdad han sido salvos, han venido a Dios con un espíritu contrito, confesando que son pecadores necesitados de perdón. La persona humilde no tiene nada que ofrecerle al Señor, excepto su arrepentimiento y su fe en Cristo.
Jesucristo es nuestro ejemplo. Cuando el apóstol Pablo escribió a los cristianos en Filipos, les dio las siguientes instrucciones: “No hagan nada por egoísmo o vanidad; más bien, con humildad consideren a los demás como superiores a ustedes mismos. Cada uno debe velar no solo por sus propios intereses, sino también por los intereses de los demás” (Filipenses 2.3, 4 NVI). Luego, para asegurarse de que entendieran lo que estaba diciendo, añadió: “La actitud de ustedes debe ser como la de Cristo Jesús”.
Al examinar la actitud de Cristo, aprendemos cómo es la verdadera humildad, y cómo nosotros también podemos aprender a andar en humildad ante Dios:
Jesucristo cedió lo que era suyo por derecho: “Se despojó a sí mismo” (Filipenses 2.7). Nuestras limitaciones terrenales dificultan que comprendamos lo que el Señor Jesús dejó atrás cuando vino a la Tierra. Como miembro de la Trinidad, el Hijo tiene la misma naturaleza, atributos y poder que Dios el Padre y el Espíritu Santo. Pero no se aferró a sus derechos y a su igualdad con el Padre. Por el contrario, dejó la beatífica perfección del cielo para venir como el Salvador de la humanidad.
Pero Jesucristo nunca renunció a su divinidad. Lo que hizo fue aceptar las limitaciones de la condición humana, encubrió su majestad y su gloria, y de forma voluntaria limitó el uso de sus prerrogativas y privilegios divinos (Filipenses 2.6). Nuestro Salvador eligió vivir en obediencia a la voluntad del Padre, con la plena dependencia del poder del Espíritu.
Jesucristo fue “hecho semejante a los hombres” (Filipenses 2.7). El gobernante soberano del universo vino a la Tierra como un bebé, dependiente por completo del cuidado de los demás. El Creador de todo asumió cuerpo y naturaleza humana, pero sin pecado. Nadie podía decir, al mirar su apariencia externa, que Dios había venido a vivir en medio de la humanidad.
Tomó la “forma de siervo” (Filipenses 2.7). Bajar del cielo para convertirse en hombre fue una gran condescendencia, pero el Hijo de Dios siguió degradándose. No vino como rey ni gobernante, sino como una persona común. Un siervo o esclavo era el sirviente más insignificante de la casa, y hacía las tareas más serviles. Jesús dijo a sus discípulos que no había venido para ser servido sino para servir (Marcos 10.45), y demostró esto lavándoles los pies, una tarea para la cual se sentían indignos (Juan 13.3-5).
Jesucristo “se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte” (Filipenses 2.8). Cristo fue obediente a su Padre celestial, y su acto supremo de obediencia requirió morir por los pecados del mundo (1 Pedro 3.18). Nadie iba a quitarle la vida; Él la pondría por iniciativa propia en obediencia a la orden del Padre (Juan 10.17,18).
La muerte de Jesús en la cruz fue la humillación suprema. La crucifixión era una manera lenta y agonizante de morir, y estaba reservada para los criminales más viles. Jesús estuvo colgado allí, desvestido, entre dos delincuentes, ridiculizado e injuriado por una multitud, mientras sufría las consecuencias del pecado por amor a la humanidad.
La humildad es lo que Dios desea de nosotros. El Señor nos ha declarado la actitud que debemos tener si queremos seguirle fielmente. Con demasiada frecuencia, nos enfocamos en nuestros deseos de protección, bendiciones, dirección, amor, seguridad y provisión que son todos buenos, pero Él quiere desarrollar una humildad como la de Cristo en nosotros. Esto significa que tendremos que hacernos una autoevaluación sincera, y pedirle que nos haga ver cuáles son nuestras actitudes de orgullo. Quizás descubramos ciertos aspectos que no nos gusten, pero Aquel que nos los revela tiene el poder de transformarnos. Al mirar el ejemplo que Cristo nos ha dado, debemos considerar si estamos a la altura de su actitud de humildad, preguntándonos:
¿Se enfocan mis metas solo en mi desarrollo personal?
¿Me aferro con afán a mis derechos, privilegios, deseos o actitudes?
¿Estoy dispuesto a vaciarme de todo esto, y dejarlo a un lado por obediencia a Dios?
¿Con qué frecuencia me rebajo para hacer algo que parezca indigno de mí?
¿Me detengo a pensar en lo que puedo hacer para servir a los demás, o solo busco mi propio interés?
La grandeza comienza con humildad. Nadie se ha humillado a sí mismo más que Jesucristo, y por esta razón “Dios le exaltó hasta lo sumo, y le dio el nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla” (Filipenses 2.9,10). El desarrollo personal puede parecer la vía para adquirir un mayor estatus, pero solo conduce, en última instancia, a que Dios nos humille.
Cuando los discípulos del Señor argumentaban sobre cuál de ellos era el más importante, Él les dijo: “El que quiera hacerse grande entre vosotros, será vuestro servidor” (Mateo 20.26). Dios está mucho más interesado en nuestra humildad, que en las grandes obras que podamos hacer parar Él. Nuestro propósito debe ser colocarnos bajo la mano poderosa de Dios, y confiar en Él “para que [nos] exalte cuando fuere tiempo” (1 Pedro 5.6). A semejanza de Cristo, no veremos la exaltación hasta que lleguemos al cielo, pero cuando al fin estemos delante de nuestro Padre celestial, qué gozo será escucharle decir: “Bien, buen siervo y fiel” (Mateo 25.23).