En el séptimo grado comencé a practicar atletismo de pista. Resulta que yo no era rápido. 100, 200, 400 metros... no importaba; siempre terminaba de último. Las vallas me frenaban aún más. Y olvídese de las carreras de relevos. Nunca me llegaban a pasar ese testigo.
Hacíamos un sinfín de vueltas, esprints y ejercicios para velocidad, y vueltas de nuevo para enfriar. Nunca parecía que yo fuera más rápido. Cuando comparaba mis resultados con los del resto del equipo, era un fracaso. Pero un día el entrenador nos reunió en círculo después de la práctica y, con un brazo alrededor de mis hombros, me elogió por mi esfuerzo y perseverancia.
Hasta entonces me había estado preguntando si esto de la pista valía la pena. Desde luego no podría ser lo mío, no con los resultados que estaba obteniendo. Sin embargo, las palabras del entrenador me mostraron que la inversión y el esfuerzo pueden ser su propia recompensa. Tal vez no podía ser más rápido, pero sí podía aguantar. Con la disciplina diaria, mi cuerpo se fortaleció y también lo hizo mi espíritu.
En la Biblia, Pablo pone un énfasis mayor en nuestros esfuerzos espirituales: “Ejercítate para la piedad; porque el ejercicio corporal para poco es provechoso, pero la piedad para todo aprovecha, pues tiene promesa de esta vida presente, y de la venidera” (1 Timoteo 4.7, 8).
Incluso el hábito diario de la oración puede convertirse en una lista de cosas por hacer, en vez de ser la comunión íntima que Cristo desea tener con nosotros. Puede parecer que corremos en círculos.
La disciplina nos hace más fuertes, pero, como aprendí en la pista, puedo perder con facilidad el objetivo de mis disciplinas espirituales. Si mi objetivo es marcar una casilla de hecho en mi programa de lectura de la Biblia en un año, entonces la Sagrada Escritura se convierte más en un rito que en una revolución. Incluso el hábito de la oración diaria puede llegar a caer en una lista de cosas por hacer, en vez de ser la comunión íntima que Cristo desea tener con nosotros. Puede parecer que corremos en círculos, sobre todo cuando nos quedamos atrás en los objetivos que nos hemos fijado, o cuando comparamos nuestros resultados con los de los demás. Por eso es importante que combinemos la disciplina con el estímulo.
Dios nos hizo, así que Él sabe esto sobre nosotros. Necesitamos su poder para correr la carrera que tenemos por delante, y requerimos el combustible de su amor derramado en nuestro corazón para evitar que nos cansemos y nos desenfoquemos. Piense en la manera en la que Él alentó a los israelitas y a sus hijos a lo largo de los siglos, con la promesa de nuestro glorioso futuro en Cristo: “El Señor tu Dios está en medio de ti, guerrero victorioso; se gozará en ti con alegría, en su amor guardará silencio, se regocijará por ti con cantos de júbilo” (Sofonías 3.17 LBLA).
Mejor que las alentadoras palabras de un entrenador son los pensamientos inmutables, siempre esenciales y sustentadores de nuestro Creador hacia nosotros.
Mejor que las alentadoras palabras de un entrenador son los pensamientos inmutables, siempre relevantes y sustentadores de nuestro Creador hacia nosotros. A pesar de nuestro mediocre número de victorias, Dios nos festeja porque somos suyos. Con cada vuelta que doy, necesito escuchar sus palabras de amor, consuelo y desafío. Es por eso que Él quiere que visitemos una y otra vez su Palabra, y en oración. Esa cercanía nos dará perspectiva para que podamos evitar la trampa del desempeño.
“Llevar una vida de santidad no significa tener una vida sin pecado”, dice el Dr. Stanley. “Significa que nuestro corazón está inclinado hacia Dios. Es nuestro deseo de caminar con obediencia delante de Él. Deseamos agradarle”. El propósito de nuestra fe no es el esfuerzo propio hacia la disciplina o los resultados; es Cristo. Él es a quien nos esforzamos por conocer y disfrutar.
Nunca gané una carrera. En cada competencia, yo era el corredor más lento. No obstante, en una de ellas corrí un corto esprint lejos de la vista de los espectadores en la tribuna. No éramos muchos en la carrera, por lo que con el solo hecho de terminar, aunque de nuevo en último lugar, clasifiqué y gané puntos para el equipo. Apenas me topé con la línea de meta cuando el entrenador se apresuró hacia mí, me dio una palmada en la espalda y me llevó a la mesa de anotadores. “¡Escriban este nombre!” Al hacerme girar para que el anotador pudiera leer la parte posterior de mi uniforme, él dijo: “¡Mira cómo se deletrea! Escríbelo”. El entrenador estaba saltando de alegría, en realidad feliz de verme terminar la carrera.
¡Cuánta más alegría mostrará Cristo cuando lleguemos a esa curva final! Correrá hacia nosotros, aplaudiéndonos y diciendo: “¡Bien hecho! ¡Bien hecho!”