Por tanto, si hay algún estímulo en Cristo, si hay algún consuelo de amor, si hay alguna comunión del Espíritu, si algún afecto y compasión, haced completo mi gozo, siendo del mismo sentir, conservando el mismo amor, unidos en espíritu, dedicados a un mismo propósito. Nada hagáis por egoísmo o por vanagloria, sino que con actitud humilde cada uno de vosotros considere al otro como más importante que a sí mismo. –Filipenses 2.1-3 LBLA
Cuando fui al hospital antes del nacimiento de nuestra primera hija, no sabía que traía conmigo una serie de expectativas sobre quién sería ella y cómo la trataría el mundo. Y, sin embargo, cuando a Penny le diagnosticaron el síndrome de Down unas horas después de que naciera, empecé a ver cuántas suposiciones había tenido durante mi embarazo. Esperaba que tuviera rasgos faciales similares a los de su padre y a los míos -tal vez tendría su pelo negro y mis mejillas redondas, o su fuerte mandíbula, o mis ojos grandes. Esperaba que trazara un ritmo acelerado a través de sus hitos de desarrollo. Que dijera las palabras temprano, tal como yo lo había hecho de niña. No esperaba una lista de retrasos en el desarrollo, problemas de salud y números de teléfono de trabajadoras sociales y terapeutas de intervención precoz.
Las personas miran sus rasgos particulares y asumen que saben lo que no es capaz de hacer. Dan por sentado que no puede escuchar o seguir instrucciones. Creen que no puede cuidar de sí misma.
Penny no caminó sino hasta los dos años. Su rostro muestra las marcas de una tercera copia del cromosoma 21, con un pliegue adicional de piel alrededor de los ojos, orejas pequeñas y pasajes nasales. El plan de educación individualizado en el que trabajamos con sus maestros cada año muestra los retos que enfrenta en el salón de clases.
El diagnóstico de Penny la pone en desventaja social. Las personas miran sus rasgos particulares y asumen que saben lo que no es capaz de hacer. Dan por sentado que no puede escuchar o seguir instrucciones. Creen que no puede cuidar de sí misma. Los políticos y los humoristas hacen bromas sobre las personas con discapacidades, como si no fueran dignas del respeto que se les tiene a otros grupos de personas. Las mujeres abortan rutinariamente cuando descubren que están embarazadas de un niño con síndrome de Down. Los niños con discapacidades como Penny son mucho más propensos que sus compañeros con un desarrollo normal a ser abusados sexualmente.
Los hermanos de Penny no enfrentan los mismos desafíos. La relativa facilidad con que abordan los problemas en la escuela, las pruebas de aptitud para ser parte de equipos deportivos, y las expectativas sociales, han puesto de relieve para mí las ventajas que recibieron en virtud de su nacimiento y su ADN. Nuestros hijos recibieron nuestra ascendencia europea-americana. Se les dio la ventaja de tener padres casados, y nacieron en una casa con suficiente dinero para satisfacer sus deseos y necesidades. Nuestros hijos son lo que muchos llamarían “hijos privilegiados”—niños que nacieron con ventajas sociales y personales que no ganaron, que nacieron con oportunidades sin tener que hacer ningún esfuerzo.
Nuestros hijos son lo que muchos llamarían “hijos privilegiados”—niños que nacieron con ventajas sociales y personales que no ganaron, que nacieron con oportunidades sin tener que hacer ningún esfuerzo.
Penny, con su combinación de piel blanca, con padres adinerados, y con síndrome de Down, vive entre el mundo de los privilegios y el mundo de la exclusión. Su estatus intermedio me ha ayudado a ver el concepto del privilegio de una manera por completo diferente.
En la última década, he aprendido más sobre las desigualdades entre los blancos y las personas de color en nuestra nación, así como las desigualdades entre las personas que tienen acceso a la educación y las que no lo tienen, y las oportunidades tan grandes disponibles para las personas que nacen dentro de familias acomodadas, en comparación con las que nacen en la pobreza o en hogares de bajos ingresos. Las desventajas sociales de Penny me han abierto los ojos y el corazón en respuesta al trato desigual que las personas de color, en particular, reciben a menudo bajo la ley, y por parte de los sistemas escolares y los empleadores. Por ejemplo, leí acerca de un estudio que mostró que las personas con nombres que suenan “blancos” tienen el doble de probabilidades de recibir una llamada de un posible empleador, que las personas que envían currículos equivalentes con nombres que sugieren un contexto cultural diferente. Recordé la época en que Penny tenía dos años, y llamé a un preescolar para preguntar si tenían alguna vacante. No evaluaron a Penny. No vieron cómo jugaba con los otros niños. Se enteraron de que tenía un diagnóstico de síndrome de Down, y dijeron: “No podríamos recibir a su hija aquí”. Con Penny en mi vida, he reconocido la forma en que he ganado posiciones de favor, no por mi personalidad atractiva o mi ética de trabajo perfeccionista, sino por el color de mi piel y mis antecedentes familiares.
Pero hay otra cara en este reconocimiento de mi privilegio y de cómo ha funcionado. Vivir en un mundo predominantemente blanco, acomodado y educado, me ha separado de las personas que no son tanto “como yo”, me ha alejado de muchas ricas experiencias y posibles amistades con personas de color, y me ha impedido conocer más personas con discapacidades. Las diferencias de Penny han traído desafíos a su vida y a nuestra familia. Pero Penny también es un regalo. Siempre está escribiendo notas de aliento para las personas necesitadas. No juzga a los demás ni guarda rencor. Se mueve despacio a través de la vida, como si ésta fuera para ser celebrada y disfrutada. Y así como la vida de Penny me ha ayudado a ver la injusticia de las divisiones sociales en nuestra nación, ella también me ha ayudado a ver el empobrecimiento de mi propia comunidad homogénea. Ella me ha ayudado a ver las ventajas que tengo como persona blanca con dinero y educación, pero también a ver las desventajas que provienen de una cultura que valora la productividad por encima de las personas, el intelecto por encima del amor y a los individuos por encima de la comunidad. Penny me ha ayudado a ver las heridas que provienen de los privilegios, tanto para quienes están excluidos de ellos, como para quienes viven dentro de sus fronteras. Ella me ha ayudado a anhelar la sanidad.
Uno de los distintivos del ministerio de Jesucristo fue la sanidad. Sanó a los enfermos. Dio vista a los ciegos. Abrió los oídos de los sordos. Hizo caminar los cojos. Cristo sanaba a las personas porque le importaba su dolor físico y su angustia. También las sanaba porque quería que sus seguidores conectaran la experiencia de la enfermedad física y la sanidad con la experiencia de la separación espiritual y la restauración de Dios. El Señor Jesús explicó su ministerio a los escépticos diciendo: “Los sanos no tienen necesidad de médico, sino los enfermos. No he venido a llamar a justos, sino a pecadores” (Mc 2.17).
Cuando Jesucristo sanaba a las personas, y cuando las perdonaba, también las reconectaba con sus comunidades. Jesucristo dijo al endemoniado gadareno que volviera a su familia después de su restauración. Cristo llamó a la mujer que había tenido flujo de sangre durante doce años, y la declaró sana frente a toda la multitud que lo rodeaba (Lc 8.47, 48). La implicación era que ahora estaba limpia y podía asociarse con ellos y adorar en el templo de nuevo. La sanidad de Jesucristo era física, espiritual y comunitaria. Como lo resumió más tarde el apóstol Pablo, el ministerio de Cristo es un “ministerio de reconciliación” (2 Co 5.18), un ministerio para reunir lo que parece irreparablemente desgarrado. En nuestra época de divisiones sociales y de identidades políticas, necesitamos el poder sanador del amor de Dios si queremos encontrar formas de arreglar las diferencias y unir a las personas.
Hoy en día, parece que los antibióticos y las cirugías a menudo reemplazan a la sanidad física milagrosa. Pero necesitamos todavía la sanidad más profunda y milagrosa que Cristo ofrece; esta sanidad que nos conecta entre nosotros y con Dios, esta sanidad que restaura las relaciones y las comunidades, esta sanidad que salva nuestras almas y nos equipa para la obra de Dios en el mundo.
No puedo renunciar a los privilegios de mi vida, pero puedo arrepentirme de las maneras en que he usado esos privilegios para ignorar las injusticias de la historia y de nuestro momento presente.
Según Jesucristo, la sanidad espiritual comienza cuando nos arrepentimos, lo que, en su nivel más básico, significa “cambiar de opinión o parecer”. Significa reconocer que estamos dirigiéndonos en la dirección equivocada, deteniéndonos en nuestro avance, y girando sobre un eje. No puedo renunciar a los privilegios de mi vida, pero puedo arrepentirme de las maneras en que he usado esos privilegios para ignorar las injusticias de la historia y de nuestro momento presente. Puedo examinar las formas en que mi estatus social no ganado me ha separado de otras personas, me ha dado ventajas no ganadas, y me ha entregado a ciclos de ansiedad y egocentrismo.
El arrepentimiento es la primera condición necesaria para una obra mayor de sanidad y reconciliación. “Arrepentíos, y creed en el evangelio” dice Jesucristo (Mc 1.15). Cuando me alejo del pecado, también me dirijo a Dios. Me dirijo a lo que parece una promesa imposible: que el reino de Dios está entre nosotros y dentro de nosotros, derramando gracia en este mundo fracturado ahora mismo.
Si las divisiones y las desigualdades son una enfermedad de nuestra cultura, entonces reconocer esta enfermedad es el primer paso, y tratarla es el segundo. Para los cristianos, este tratamiento comenzará con oraciones de arrepentimiento y de súplica al Espíritu, de que nos muestre dónde y cómo podemos participar en el trabajo que reúne a grupos de personas dispares y que aboga por los vulnerables —un trabajo que honra a la imagen de Dios en cada ser humano.
He tenido vislumbres de la sanidad que podría venir a nosotros si tan solo reconociéramos nuestros privilegios, reconociéramos las maneras en que han causado daño, nos arrepintiéramos de ellos, y nos volviéramos hacia el trabajo de reconciliación más grande que Dios siempre está haciendo. Veo sanidad cuando leo sobre personas con discapacidades intelectuales que comparten apartamentos con estudiantes de posgrado. Veo sanidad cuando una mujer blanca mayor me habla de orar por la paz junto a hermanos y hermanas afroamericanos en su pequeña y segregada ciudad sureña. Experimento la sanidad en mi propia vida cuando participo en un servicio de adoración multiétnico que apunta al reino de los cielos, un lugar donde la diversidad no será superada, sino que será celebrada como una expresión interminable del amor de Dios. Y experimento la sanidad cuando mi hija me saca de la comprensión del valor de las personas basada en categorías, como los cocientes de inteligencia y los títulos universitarios, y en cambio me muestra que mi valor, como el de ella, proviene de nuestro estatus compartido como hijas amadas de Dios.
Todos experimentaremos la sanidad cuando reconozcamos que el verdadero privilegio de esta vida está disponible para todos nosotros si tan solo nos damos la vuelta y recibimos el amor no ganado de Dios.
Ilustraciones por Andreas Lie