A lo largo de toda la historia se han utilizado murallas, tanto para protección como para separación. Quizás la más impresionante es la Gran Muralla China, que tiene la asombrosa longitud de 21 kilómetros. Pero la más famosa de los tiempos modernos es el Muro de Berlín, una barrera que dividía por la mitad a la ciudad y que impedía que los ciudadanos alemanes se desplazaran por ella libremente.
Pero las murallas físicas no son las únicas que construyen los seres humanos. Por la necesidad que tenemos de sentirnos seguros, a veces erigimos fronteras no visibles para evitar que otras personas se nos acerquen demasiado. La falta de perdón es una de esas murallas. Está destinada a mantener fuera a la persona que nos ha ofendido; pero al mismo tiempo nos mantiene encarcelados por las consecuencias autodestructivas de la amargura.
Cuando le preguntaron al Señor Jesús cuántas veces se podía perdonar a un hermano, contó la historia de un esclavo que debía al rey una cantidad de dinero exorbitante (Mateo 18.23-35). Aunque el rey lo perdonó, ese hombre se negó después a perdonar la deuda de otro esclavo que le debía una suma pequeña. Cuando el rey se enteró, echó en la cárcel al esclavo no perdonador.
¿Por qué la falta de perdón es un problema?
A veces es obvio cuando alguien está albergando la falta de perdón; basta mencionar el nombre del ofensor, y todo tipo de emociones negativas afloran a la superficie. Pero, en otras ocasiones, un espíritu no perdonador puede no ser tan evidente, porque lo han reprimido o negado. Pueden preguntarse por qué sienten desconfianza u hostilidad, sin darse cuenta de que estas emociones son síntomas de algo más profundo.
La falta de perdón es como un globo. Si tratamos de reprimirlo en un área de nuestra vida, saldrá en otra. Esto no es manera de vivir, y ciertamente no es lo que Dios quiere para nosotros. De acuerdo con Efesios 4.31, debemos quitar de nosotros toda amargura, enojo, ira, gritería y malicia —los cuales son evidencia de un espíritu no perdonador. Y en Hebreos 12.15, se nos advierte que no dejemos brotar una raíz de amargura, pues causará problemas y envenenara a quienes nos rodean.
¿Por qué debemos perdonar?
El mayor problema con el perdón es que no parece justo. Después de todo, la justicia requiere que el culpable pague por su ofensa. Por lo tanto, si el mal no puede ser deshecho, entonces guardar rencor parece ser la mejor opción. Pero al hacerlo, le hacemos caso omiso a la voluntad de Dios, lo cual genera consecuencias devastadoras para toda la vida.
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Jesús nos llama a perdonar. En el Padrenuestro, Él dice que debemos orar así: “Perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores” (Mateo 6.12). Después añade una advertencia: “Mas si no perdonáis a los hombres sus ofensas, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestras ofensas” (Mateo 6.15). Ahora bien, esto no significa que perderemos nuestra salvación si mantenemos los agravios, pero la falta de perdón que entristece al Espíritu Santo es contraria al perdón abundante de Cristo de nuestros pecados, y pone trabas a nuestra comunión con Dios (Efesios 4.30.).
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El perdón es una característica de Cristo. Nadie sufrió más injustamente que Jesús o perdonó con tanta generosidad. Aunque fue sin pecado, todos nuestros pecados fueron puestos sobre Él mientras colgaba en la cruz y pagaba el castigo que nosotros merecíamos. Cuando perdonamos a los demás como Cristo lo hizo, su vida se muestra en nosotros, y Él recibe la gloria (Gálatas 2.20).
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La falta de perdón nos hace daño. No solo causa problemas emocionales, mentales, físicos e interpersonales, sino que, como cualquier otro pecado, también nos sofoca espiritualmente porque no estamos caminando en el Espíritu. Juan advierte que cualquiera que dice estar en la Luz, pero odia a su hermano, tropieza en la oscuridad del pecado, y sus ojos están cegados a su verdadera condición (1 Juan 2.9-11).
¿Cómo podemos recuperarnos de un espíritu no perdonador?
Por medio del poder del Espíritu Santo, los cristianos tenemos en nosotros la capacidad de obedecer los mandamientos de Dios, y eso incluye perdonar a quien nos haya ofendido —no importa qué tan grande haya sido la ofensa. Sin embargo, llegar a perdonar exige tiempo y sanidad, muy parecido a recuperarse de una enfermedad.
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Cómo arrepentirse de la falta de perdón. Arrepentimiento significa un cambio de mente y dirección. El primer paso es asumir la responsabilidad y confesar nuestro pecado a Dios. Luego, debemos cambiar nuestra manera de pensar acerca de nuestro ofensor, para poder comenzar a responder de una manera diferente. Esto es exactamente lo que Pablo dijo a los efesios que hicieran: "Sed benignos unos con otros, misericordiosos, perdonándoos unos a otros, como también Dios os perdonó a vosotros perdonado en Cristo” (Efesios 4.32).
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Deje en libertad al ofensor. En griego, la palabra perdonar significa “olvidar o renunciar a una deuda”. La falta de perdón es un intento de hacer que la otra persona pague por lo que ha hecho, y eso es lo que debemos dejar en libertad. En vez de exigir justicia, estamos llamados a confiar en Dios como el Juez. Pedro dice que una persona que soporta con paciencia el trato injusto es aprobada delante de Dios (1 Pedro 2.19-21).
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Reconozca que Dios utiliza una ofensa para revelar una debilidad. Un espíritu no perdonador es una parte horrible de nosotros que el Señor quiere poner al descubierto, para que podamos arrepentirnos y ser libres del mismo. Aunque nos estamos enfocando en el mal que se nos ha hecho, Dios quiere utilizar la situación para producir en nosotros lo que nos falta: el carácter y la humildad de Cristo (Colosenses 3.12, 13).
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Recuerde cuántas veces y cuánto nos ha perdonado Dios. Cada vez que venimos al Señor para confesarle nuestros pecados, tenemos su promesa de perdón y limpieza (1 Juan 1.9). Teniendo en cuenta cómo Dios nos ha perdonado tan generosamente, ¿qué derecho tenemos para guardar algo en contra de otros (Mateo 18.32, 33)?
Es mucho lo que está en juego cuando se trata de perdón. O bien nos aferramos a nuestro “derecho” a tomar venganza, o bien la dejamos a Dios. La primera opción lleva a una prisión miserable creada por nosotros mismos. Pero la segunda resulta en libertad gloriosa, en gozo restaurado y en descanso y paz en Dios. ¿Cuál elegirá usted?