Esta no era la manera en que se suponía que debía comenzar el domingo: tenía una sensación de vacío en el estómago, el sudor me corría por la frente, sentía pulsaciones en los oídos y mi pensamiento estaba anclado en lo que había sucedido. Los domingos son días de esperanza, de confianza y de paz, a pesar de las muchas veces que tenemos que preguntarle a nuestros hijos: “¿Ya están listos para ir a la iglesia?” El domingo es el día del Señor, una celebración del poder de la gracia sobre el pecado y la muerte.
Pero el domingo, 15 de febrero de 2015, me quedé mirando miteléfono celular, y el título de la noticia que me impactó: “Video de ISIS muestra las decapitaciones en Libia de cristianos coptos egipcios”. Mi esposa vio la expresión de mi cara, tomó el teléfono, y se tapó la boca. Hubo un silencio entre nosotros. Contuvimos la respiración.
Era un día soleado, por lo que recuerdo. Pero en nuestra iglesia, a raíz de la noticia, una negra y glacial oscuridad se apoderó de nuestra pequeña congregación. Nos reunimos en asamblea solemne y lamentamos la pérdida de los veintiún hermanos cristianos que se mantuvieron aferrados a la cruz de Cristo en el momento en que sus almas pasaron a la eternidad. Los llamamos mártires y conteniendo las lágrimas dimos gracias por la bendición de su inquebrantable testimonio. ¡Qué hermosos son aquellos que no huyen de la muerte por anunciar el evangelio!
Dios quiere que usted tenga la mejor vida. Que alcance el éxito. Que disfrute de los frutos de su trabajo. Es un sentimiento hermoso —aunque ingenuo a la luz de los hechos de este mundo.
No conocí a estos veintiún hombres, pero un dolor profundo se apoderó de mí. Era, tal vez, mi primera experiencia con el lamento provocado por el Espíritu Santo. Aunque, en teoría, estaba familiarizado con el concepto, e incluso tenía un conocimiento superficial con el conjunto de lamentos contenidos en las Sagradas Escrituras, de alguna manera no había experimentado el peso de esta clase de dolor. Y ahora, a poco más de un año después, me avergüenza admitir que fueron necesarios esos espeluznantes asesinatos para que yo pudiera tener una comprensión más profunda del valor espiritual del lamento.
En el entorno religioso de hoy hay quienes evitan la expresión de dolor. Tienen un rostro sonriente en todas las circunstancia de la vida, estando seguros de que el positivismo acompaña a la piedad, y que la felicidad es un subproducto de ambos. Dios quiere que usted tenga la mejor vida. Que alcance el éxito. Que disfrute de los frutos de su trabajo. Es un sentimiento hermoso, aunque ingenuo a la luz de los hechos de este mundo. En realidad, es una idea contraria al mensaje de Cristo, que no se parece a la vida de nuestro Señor Jesús, el supremo siervo sufriente.
Es un principio fundamental de la teología cristiana. Cristo, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse (Fil 2.6). Por el contrario, se humilló a sí mismo, y experimentó el nacimiento, la muerte y toda la gama de emociones humanas. Y aunque entró en Jerusalén el jueves antes de su crucifixión con la alabanza de multitudes jubilosas, estaba perfectamente consciente de las pruebas y dificultades de esas multitudes, y lamentó su situación en ese momento.
Era la semana de su crucifixión, y los escribas y fariseos se acercaron a Jesús haciéndole preguntas para atraparlo, y con intenciones asesinas en sus corazones. Jesús, plenamente hombre y plenamente Dios, pudo haberlos avergonzado con una sola palabra, dado un golpe a su arrogancia o eliminarlos. Pero, en vez de eso, participó en la experiencia humana del lamento: "¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! porque cerráis el reino de los cielos delante de los hombres!…¡Ay de vosotros, guías ciegos!” (Mt 23:13, 16).
"¡Ay... ay... ay... ay...!" (Mt 23.23, 25, 27, 29).
He leído estas palabras de Jesús en innumerables ocasiones, y ellas pesan gravemente. Y aunque hay un sentido en el que Jesús está pronunciando el juicio sobre los líderes religiosos de su tiempo, su profundo lamento por la dureza de sus corazones es palpable. “Ay”, dice —una medida cualitativa de su profundo dolor: “¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas, y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina junta sus polluelos debajo de las alas, y no quisiste! He aquí vuestra casa os es dejada desierta” (Mt 23.37, 38).
¿Puede usted ver a nuestro Cristo lamentando la enfermedad del corazón que engaña a la gente y las llevará a su muerte?
Sí, el Señor Jesús —que sabía que el grandioso final del evangelio sería su resurrección— siguió su marcha hacia el viernes, con la tristeza profunda que estaba encerrada en sus huesos.
Después de esta confrontación del Señor Jesús con los líderes religiosos, Él sigue llevando su sentido lamento a la Semana de la Pasión. Habla a los discípulos de la tribulación venidera, de la división que se producirá en su nombre, y de la destrucción del templo (Mt 24.1-28). ¿Puede usted escuchar el peso del lamento, la pesadumbre que hay en sus palabras? Sí, el Señor Jesús —que sabía que el grandioso final del evangelio sería su resurrección— siguió su marcha hacia el viernes, con la tristeza profunda que estaba encerrada en sus huesos.
Allí está el Señor Jesús en el huerto de Getsemaní, en la víspera del gran día decisivo. Está en el filo de la navaja, en la línea divisoria de la historia. Sus discípulos lo han seguido al huerto de la oración, y Cristo les dice: “Mi alma está muy triste, hasta la muerte; quedaos aquí, y velad conmigo” (Mt 26.38). Usted puede ver sus lágrimas, su temor y su lamento mientras ora: “Si es posible, pase de mí esta copa” (Mt 26.39). Si hay algo que nos enseña la Semana Santa es que Jesús no evitó el lamento que conllevaba el alcanzar la gloria de Dios, por el contrario, participó del dolor y de la tristeza de la experiencia humana con el lamento en su corazón y en sus labios.
El Domingo de Resurrección es un día marcado por gozo e himnos gloriosos de victoria. Y aunque puede ser tentador ignorar el sufrimiento que hay en el mundo —la difícil situación de las personas perdidas, perseguidas o martirizadas— imitemos a nuestro Cristo. Sentémonos y absorbamos el peso de este mundo lacerado, y ofrezcamos oraciones que salgan del lamento más profundo de nuestro corazón. Después de todo, solamente cuando se experimenta esa clase de lamento es que experimentamos verdaderamente la plenitud de la vida de Cristo, y el gozo del Domingo de Resurrección.