La lluvia se filtra en el suelo cuando Reed Skinner emerge de entre los sembradíos de maíz en dirección a Rincón, una aldea indígena situada en las tierras más altas de Honduras. Skinner da algunos apretones de manos y palmaditas en las espaldas de los niños que se agolpan alrededor de él mientras se dirige hacia un sitio cubierto de árboles. Un grupo de muchachos de la etnia de los tolupanes se retira apresuradamente del partido de fútbol que habían estado jugando, para que unas pocas madres jóvenes ocupen el lugar, amamantando a sus hijos cubiertas con paraguas con dibujos estampados. Los adultos mayores son los últimos en llegar hasta la cima montañosa; vienen desde unas chozas no visibles que se encuentran diseminadas por debajo del lugar donde están los demás reunidos.
Skinner conoce solo algunas frases de la lengua de esta gente, pero los tolupanes tienen un domino excelente del español. Se coloca en medio de ellos, y comparte una breve lección bíblica; la tinta mojada por el agua se escapa de sus notas, y mancha sus dedos mientras él lee. La comunidad es tranquila y receptiva. Aunque no están acostumbrados a los visitantes externos, están agradecidos por la presencia de quienes llegan hasta ellos.
Skinner recibe ayuda de Mauricio, un joven pastor hondureño de la cercana ciudad de La Ceiba. Juntos, distribuyen Mensajeros de En Contacto, uno a cada familia empapada de agua debajo de las ramas. Un hombre se niega a aceptar el dispositivo. Hablando en lengua tol, Mauricio le dice: “No tienes que darnos nada; tómalo, es bueno”. Skinner y Mauricio se aseguran de mostrar cómo funcionan los botones del reproductor de audio, enseñando a la gente cómo cambiar del Nuevo Testamento a la enseñanza bíblica.
La corta visita termina con la promesa de que regresarán pronto. Puesto que los tolupanes están diseminados por toda la montaña, Skinner debe seguir avanzando para llegar hasta todos ellos. Hay una hora de caminata para volver a donde está estacionada su camioneta en La Ceiba. Y aunque ha tenido que moverse por caminos de tierra todo el día desde Tegucigalpa, la capital, para llegar aquí, tiene que ir a otro pueblo esa noche, y seguir escalando el día siguiente.
Transformado por el evangelio a la edad de 30 años, Skinner tenía el profundo deseo de obedecer al Señor haciendo trabajo misionero en el extranjero. Después de varios años de oración y de capacitación misionera, él y su esposa, Kim, salieron de los Estados Unidos con sus tres hijos pequeños para ocuparse de niños en un orfanato de Honduras. La experiencia fue gratificante, pero difícil. Supervisar unos 160 niños significaba que sus propios hijos no estaban recibiendo mucha atención personal. Y Skinner se sentía inquieto por esto. Aunque la Biblia estaba modelando las vidas de esos huérfanos cada día, él estaba convencido de que existían otros que necesitaban más de su ayuda. Quería ir donde el evangelio no hubiera sido escuchado.
Durante un tiempo, Skinner estuvo muy involucrado en el trabajo con la tribu de los misquitos; llegaba hasta ellos remando una canoa hasta el interior selvático donde viven. Era un trabajo apasionante, y la gente era receptiva al evangelio; pero continuamente se topaba con las autoridades que patrullaban las aguas para interceptar el tráfico de drogas. Después de un par de años, le ordenaron que no visitara más la región por su propia seguridad.
Cuando podía, compartía también el evangelio en las montañas, donde había conocido a un misionero que trabajaba entre tolupanes que vivían en la aldea de San Juan. Poco después de la salida de Skinner de la selva, el misionero que había conocido, se marchó para servir en México. “El Señor me tuvo en San Juan durante ese tiempo", dice Skinner, quien se hizo cargo de la obra entre los tolupanes.
En La Ceiba, Skinner se monta en su camioneta y se dirige al cercano pueblo de San Juan, a lo largo de una inclinada carretera. Al llegar, el vehículo desciende por un vía irregular cubierta de pasto, donde se estaciona frente a una pequeña iglesia. Mientras descarga lo que ha traído, incluyendo cajas de arroz, los niños corren hacia él, y le recuerdan que les había prometido mostrarles una película esa semana. Y aunque estaba cansado por el viaje, Skinner cumple su palabra. Toma el equipo y arregla el espacio para proyectarles la película La travesía del viajero del alba, basada en la novela de C. S. Lewis publicada en 1952 con el mismo nombre. A medida que el sol se oculta detrás de las montañas, las familias se sientan apretadamente en los bancos, emocionadas por este inusual entretenimiento.
En la aldea de San Juan viven más de setenta familias, cada una de las cuales habita en una casa sencilla, asentadas en un suelo rocoso y lleno de baches. Durante generaciones, los tolupanes habían sido un pueblo animista, y su lengua no contenía palabras para referirse a Dios o la oración. No había lenguaje escrito hasta 1996, cuando traductores de la organización Wycliffe Bible llegaron para traducir el Nuevo Testamento al tolupán, adoptando palabras en español donde la lengua nativa era deficiente. Cuando la gente de San Juan comenzó a venir a Cristo, el pueblo fue evangelizado y disfrutó de una larga temporada de estabilidad. Cuando Skinner llegó, se comprometió a colocar a un pastor hondureño en la aldea, con la esperanza de ver algún día al pueblo de los tolupanes discipulado y dirigiendo la iglesia por sí mismos. Skinner ha orado con paciencia en cuanto a esto, y cree que ha llegado el momento de comunicar el plan al pueblo.
En la noche después de la proyección de la película, Skinner está predicando en español a una casa llena, llamando a los creyentes a participar plenamente en el trabajo de la iglesia. Mientras habla sobre Mateo 16 y de la confesión de Pedro, pregunta: “¿Dónde está la evidencia de la fe de ustedes en sus vidas cotidianas? ¿Dónde está el fruto?”. Después exhorta a los hombres a orar por su participación en el trabajo. “Vamos a tener diáconos”, les dice. “Estaré hablando con algunos de ustedes”.
Entre los tolupanes, Skinner está enfocado principalmente en los hombres. “Ellos son el centro de influencia”, dice, es decir, los más propensos a persuadir al resto. Una vez que los nuevos diáconos sean capacitados, serán retados a predicar y a enseñar. El deseo de Skinner es ser reemplazado como pastor para poder pasar más tiempo en zonas más altas entre los tolupanes que se encuentran más lejos. Y, con el tiempo, quiere también que los creyentes locales se involucren en el trabajo.
Al subir desde La Ceiba por un sendero bordeado por un bosque, Skinner llega a Monte Negro, una de las aldeas menos accesibles que visita. Cruza un río por medio de un árbol derribado, y después comienza el difícil ascenso a la primera de las muchas viviendas diseminadas a lo largo de la ladera de la montaña. Mauricio acompaña de nuevo a Skinner, y los dos hombres se animan mutuamente con citas de las Sagradas Escrituras mientras suben. Un hombre llamado Ricardo está allí, ayudando a hacer una traducción del Antiguo Testamento a la lengua tol. Skinner ha estado haciendo un ministerio de reconciliación con Ricardo, quien después de un tiempo de haberse alejado de la iglesia, ha sido lento para experimentar la gracia restauradora que ha llegado a las personas de San Juan.
No hay un lugar de reunión para los tolupanes de Monte Negro, por lo que Skinner hace breves visitas pastorales a cada casa a lo largo de la montaña. Los hombres han estado levantados desde mucho antes del amanecer, cosechando con paciencia en las laderas de las montañas, pero las mujeres y los niños están en sus casas. Skinner se sienta con las piernas cruzadas frente a sus hogares, predicándoles el evangelio y orando. Por tener que visitar a muchas otras personas, a las que espera llegar en sus excursiones, transcurrirá al menos una semana, o incluso varias, antes de que pueda regresar a La Ceiba. Por tanto, deja un Mensajero de En Contacto para que la familia lo escuche, pero desearía tener suficientes para dejar dos: uno para el espeso que está trabajando en el campo, y otro para la esposa mientras cocina, limpia y cuida a los niños. Skinner concluye la visita con una alegre conversación con una mujer que yace paralizada en la cama. Ella le habla de la gran alegría y de la compañía que le ha proporcionado su Mensajero en las horas solitarias cuando los miembros de la familia están ocupados trabajando.
Los jueves, Skinner está de vuelta al volante de su camioneta, ansioso por pasar el largo fin de semana con su familia en su casa de Tegucigalpa. De alguna manera, encuentra una manera de reponer sus energías, aunque sus días siguen estando llenos de actividades. Cuando no está con los tolupanes, está ocupado con cuestiones administrativas y con la predicación dos domingos al mes en la iglesia donde asisten como familia.
Ahora, con nueve años invertidos en Honduras, Reed y Kim Skinner se han convertido en mentores de muchos otros misioneros que sirven en Tegucigalpa, la densamente poblada capital del país. Les dan aliento bíblico por los desafíos que plantea la vida misionera, y también asesoran a los matrimonios que sirven allí.
Siguiendo adelante con su trabajo, Skinner hace preparativos para el día cuando más nativos hondureños servirán a las necesidades espirituales de sus compatriotas. Aunque la iglesia de ellos es pobre, Skinner dice que los creyentes son espiritualmente fuertes. “Su fe por lo general es probada más que la fe de muchos creyentes en la cultura occidental, y se interesan por evangelizar y hacer discípulos”. Por eso, Skinner trabaja codo a codo con estos creyentes para animarlos a madurar más espiritualmente, orando por el día cuando tanto la ciudad como las montañas estén repletas de siervos útiles para la obra.