Unos días antes de la Semana Santa, planifiqué un retiro a solas de 48 horas en una pequeña cabaña con vista a la Puget Sound de Washington (la extensa ensenada localizada en la región nororiental del estado). Estaba agotada después de una temporada de servicio en varios ministerios, tremendas actividades que me habían costado tiempo y energía reales, y tenía una presentación próxima que implicaba compartir mi testimonio con un grupo de mujeres. El evento estaba a solo unas semanas, y sentía que no tenía nada que dar.
Ilustración por Jeff Gregory
He estado en un retiro a solas solo dos veces en mi vida adulta y, si soy honesta, encontré ambas ocasiones frustrantes, al menos al principio. Planificar, empacar suficiente comida, traer mis propios libros, ropa de cama, ropa —toda la preparación requiere un gran esfuerzo. Así que cuando llegué a mi lugar de retiro esta primavera, tan solo me desplomé con mi equipaje, miré a mi alrededor y pensé: ¿Y ahora qué? Aquí estoy, Señor. ¿Qué tienes que decirme?
Luego siguió el silencio. ¿Y si escuché mal? me pregunté. ¿Y si Dios no me estaba invitando a alejarme de mi vida ocupada para pasar tiempo con Él? ¿No debería estar ocupada trabajando en algo? Apartar dos días para estar a solas con Dios podría parecer un pequeño sacrificio para algunos, pero me preocupaba que fuera una pérdida de tiempo si nada obvio resultaba de ello. ¿Pensaría la gente que soy tonta, desperdiciando mi tiempo y dinero?
Estaba más preocupada por cómo otros verían esta “extravagancia” que por cómo Dios la veía, y fue entonces cuando supe que necesitaba reorientarme. Apagué mi teléfono, fui a caminar junto al agua y comencé a respirar un poco más profundo. El ritmo de mi respiración se convirtió en una expresión de oración que calmó mi mente y corazón inquietos. Una vez que dejé de intentar controlar el retiro, la quietud se sintió más natural, y el silencio reveló la presencia de Dios.
Esto es lo que descubrí durante las 48 horas siguientes: No hay nada mejor, o más aterrador, que perder el tiempo en Dios. En el silencio y la reflexión, las cosas desagradables tienden a salir a la superficie. Obstáculos como el pecado no abordado, las dudas, la ira no resuelta y las heridas no sanadas que he reprimido o ignorado tienen espacio para hacerse notar. También es aterrador pensar que nada podría suceder, que Dios podría no hablar de una manera que sea perceptible. Pero, al final, el retiro fue mejor de lo que había esperado: me recordó que Dios está activo y presente en mi vida sin importar qué tan productiva me sienta.
Desde que regresé a casa, he luchado por vivir como si eso fuera cierto. En “Mero Cristianismo”, C. S. Lewis describe la batalla que a menudo comienza en el momento en que nos despertamos:
Todos nuestros deseos y nuestras esperanzas para el día caen sobre nosotros como animales salvajes. Y el primer trabajo de cada mañana consiste simplemente en hacerlos retroceder; en poner atención a esa otra voz y tomar otro punto de vista y permitiendo que fluya otra vida más prolongada, más fuerte y más tranquila.
Pero una verdad ha permanecido conmigo desde el tiempo dedicado a “escuchar esa otra voz” en mi pequeña casa junto a la bahía: el verdadero regalo del retiro no está en ir a algún otro lugar (aunque un lugar y un ritmo diferentes pueden ser un reinicio espiritual bastante útil). Más bien, el verdadero beneficio del retiro radica en conectarse con la presencia de Dios que ya está allí, siempre con nosotros. Es cuestión de bajar el ruido para escuchar su voz. Y esto, amigos míos, se puede hacer en cualquier lugar: desde el carril de uso compartido, el lugar de trabajo, la mesa de la cocina o la cama de un enfermo.
Me pregunto, sin embargo, cuántos de nosotros no vemos nuestra vida ordinaria como “suficientemente sagrada” para albergar la presencia de lo Divino. Tengo la tendencia a vivir como si Dios estuviera de alguna manera más presente en la iglesia que en los pasillos del supermercado. ¿Cómo se puede encontrar a Dios entre un montón de platos sucios y una bandeja de entrada de correo electrónico vez más llena esperando respuestas?
“Ciertamente”, dijo Jacob después de su sueño de una escalera que conectaba el cielo con la tierra, “Jehová está en este lugar, y yo no lo sabía” (Gn 28.16, énfasis añadido). ¿Dónde estaba “este lugar” al que Jacob se refería? En medio de un campo (quizás fangoso), junto a una roca. Bastante ordinario. ¿Y si son los lugares habituales y rutinarios de nuestra vida los que proporcionan más espacio para que ocurra lo extraordinario?
Pienso en María, la hermana de Marta, eligiendo sentarse en el suelo de su casa a los pies del Señor Jesús, mientras una Marta frustrada se apresuraba, sirviendo a sus huéspedes. María estuvo dispuesta a ser juzgada y malinterpretada porque la presencia de Dios era lo más importante para ella. Sus acciones reflejaron al Señor Jesús y a todos los que estaban mirando: El Señor está en este lugar. ¿Dice lo mismo la manera en que invierto mi tiempo? Hay días en los que no estoy tan segura. Pero tal vez el tiempo que María “perdió” mientras estaba a los pies del Señor es lo que la preparó para el “desperdicio” mayor de derramar un año entero de salario en perfume sobre los pies del Señor Jesús. De hecho, me sorprende que lo que sus discípulos juzgaron como un “desperdicio”, el Señor lo llamó “una obra hermosa” (Mt 26.8,10 NVI). Incluso declaró que dondequiera que se predicara el evangelio, también se daría testimonio de la adoración sacrificial de María (Mt 26.13). ¿Podrían los breves minutos y horas que dedicamos a Dios también prepararnos para una gran adoración, algo que nuestro Padre llame hermoso?
De manera constante me encuentro corta de horas en el día, y dudo en pasar tiempo con Dios porque hacerlo se siente no cuantificable. Poco probable que se puede tachar de una lista de tareas realizadas. Pero he comenzado a ver cómo la comunión con Dios en este lugar, dondequiera que pueda estar, es un acto de desafío contra la tendencia del mundo (y la mía) de priorizar la productividad. Incluso solo cinco minutos con Dios en la mañana pueden plantar una estaca en el suelo, recordándole a mi espíritu mi fidelidad a Cristo.
Dar nuestro tiempo a Dios es un riesgo. Algunos días, nuestra comunión con Él en apariencias no resultará en nada, y nos preguntaremos por qué estamos apartando el tiempo. Pero sospecho que incluso esos momentos son buenos, porque nada, ni un solo acto de devoción o lágrima de frustración o expresión de oración, es un desperdicio con Dios.