Arrojar las maltrechas cajas de mudanza que había empaquetado y desempaquetado cinco veces en los últimos 15 años fue mi declaración de que finalmente no nos mudaríamos más. Además, esas cajas de cartón no aguantarían otra mudanza.
Ilustración por Jeff Ostberg
Pero después de tres años viviendo en lo que mi esposo y yo llamábamos nuestra casa de retiro, me encontraba preguntándome si había sido un poco precipitada con mis cajas. Me sorprendí soñando con nuestra próxima dirección antes de recordarme a mí misma que se suponía que este iba a ser nuestro último destino terrenal. Nuestras mudanzas anteriores habían sido por necesidad: reubicaciones por razones de trabajo, un casero que vendía la propiedad que nos había alquilado, una venta de la vivienda por menos de la deuda de la hipoteca durante la caída del mercado inmobiliario. Ya no había ninguna urgencia para mudarnos.
Por mucho que yo afirmara detestar el mudarnos cada pocos años, me había acostumbrado a esperar con ansias la próxima cosa nueva y mejor en mi vida, ya fuera una nueva amistad o un código postal diferente. Durante mucho tiempo había evaluado esto como una fortaleza: por lo general, fui capaz de adaptarme con rapidez a todos los cambios que marcaron mi vida.
Pero mi constante exploración del mundo también tenía un lado oscuro. Estaba codiciando la vida, el éxito o las cosas que creía que otro seguramente estaba disfrutando (y de las que yo me estaba perdiendo). Es famosa la observación de San Agustín: “Nos has hecho para ti, y nuestros corazones están inquietos hasta que encuentren descanso en ti”. El Espíritu Santo utilizó esas palabras para hablarme sobre la envidia que contribuía a mi falta de contentamiento.
Comencé a darme cuenta de que enfocarme en todo lo demás–buscar un nuevo lugar donde vivir, conocer una nueva comunidad, buscar una iglesia, formar nuevas amistades– me impedía enfrentar el problema más profundo, así como el dolor de esas despedidas. Como me dijo una vez una trabajadora social: “Es difícil que el dolor afecte a un objetivo en movimiento”.
El hecho de no tener una mudanza en el horizonte significaba que tenía que enfrentar tanto la tristeza que había acumulado a lo largo de tantos traslados, como mi hábito de buscar siempre hacia delante mi felicidad. A lo largo de 15 años, mi alma se había acostumbrado a los ritmos y las dificultades de una vida algo inestable.
Estaba reflexionando sobre todo esto con una sabia amiga, cuando me sugirió que tal vez parte de mi movimiento constante era un regalo de Dios. Hebreos 11 es llamado a veces el Salón de la Fe porque enumera a personas notables que actuaron con esperanza en las promesas aún no cumplidas de Dios. Hacer esto desarraigó a algunos de los mencionados allí, inquietó a otros, a muchos les costó su comodidad y, en algunos casos, sus vidas.
Hebreos 11.13 resume así la fe en Dios: “Todos estos murieron en la fe, sin haber recibido las promesas, pero habiéndolas visto y aceptado con gusto desde lejos, confesando que eran extranjeros y peregrinos sobre la tierra” (LBLA). Ser extranjeros requirió que estos hombres y estas mujeres fieles experimentaran una existencia inquieta, que los mantuvo en movimiento hacia un futuro que apenas podían ver. No estar asentados en algún lugar era un subproducto de enfocarse en su verdadero hogar: la unidad con Dios.
Lo mismo puede decirse del Señor Jesús. Tanto Mateo 8.20 como Lucas 9.58 capturan la forma en que Él describió sus años de viaje con los discípulos: “Las zorras tienen madrigueras y las aves del cielo nidos, pero el Hijo del Hombre no tiene dónde recostar la cabeza.”. Sus años de ministerio activo los pasó yendo de pueblo en pueblo, pero con propósito e intención. Aun así, el Señor debe haber anhelado su hogar.
No es casualidad que personas como Noé, Abraham y Moisés ganaran un lugar en el Salón de la Fe. Su confianza en Dios no les permitió buscar una vida cómoda y estable. Una vida que parece inquieta para otros no es necesariamente algo malo. De hecho, podría ser el resultado de un corazón comprometido del todo con la búsqueda de Dios.
En el libro “Mero cristianismo”, C. S. Lewis escribió sobre esta situación única del ser humano: “Si encuentro en mí deseos que nada en este mundo puede satisfacer, la única explicación lógica es que fui hecho para otro mundo”. Para mí, es una noticia muy buena que el mundo del que habla Lewis no requiere empacar y desempacar cajas de mudanza para llegar allí.
He sido seguidora del Señor Jesús durante casi cinco décadas, y aunque mi alma inquieta a veces ha albergado descontento, ahora reconozco el valor de mi naturaleza peregrina. (También siento afinidad con los discípulos del Señor, quienes, cuando respondieron a su llamado de seguirlo, encontraron sus vidas de veras desarraigadas). Pero ya sea que esté físicamente plantada en un lugar o en movimiento, su llamado es lo que siempre procuraré seguir.