Si alguna vez usted se ha ido de vacaciones en familia, ha viajado con compañeros de trabajo o ha estado con un grupo de personas durante un largo período de tiempo, sabe lo difícil que puede ser evitar la fricción y el estrés. Debido a que somos seres imperfectos, es imposible evitar el conflicto, los malentendidos y la hostilidad. Por mucho que queramos llevarnos bien, habrá momentos en que todos nuestros esfuerzos fallarán. Desilusionaremos, heriremos y trataremos mal a las personas que nos rodean, incluso a quienes amamos mucho. Y nosotros, a la vez, experimentaremos dolor, agravios y abusos infligidos por otros.
Es importante que aprendamos a lidiar con el maltrato y las heridas inevitables que sufrimos en la vida, y el remedio que se encuentra en la Palabra de Dios es el perdón: “Sean bondadosos y compasivos unos con otros, y perdónense mutuamente, así como Dios los perdonó a ustedes en Cristo” (Ef 4.32 NVI). La amonestación es clara: cuando seamos agraviados, debemos absolver a nuestro ofensor; es decir, ya no guardamos ningún resentimiento, amargura o rencor contra quien causó nuestro malestar. La amonestación es clara, pero hacerlo es difícil cuando la herida es dolorosa o la ofensa es grave. Sin embargo, consideremos lo que está en juego si decidimos no obedecer la orden de Dios.
Un espíritu rencoroso nos afecta personalmente. El no perdonar es como un veneno que se esparce por todo nuestro cuerpo. No podemos aferrarnos a la amargura hacia una persona y esperar que solo dañará esa relación. Como una gota de tinta en un vaso de agua, la falta de perdón termina manchando todo nuestro ser.
Nos afecta internamente. Escuche lo que dijo Jesucristo en un relato sobre un hombre a quien se le perdonó mucho, pero que se negó a perdonar a otro: “Y enojado, su señor lo entregó a los carceleros para que lo torturaran hasta que pagara todo lo que debía. Así también mi Padre celestial los tratará a ustedes, a menos que cada uno perdone de corazón a su hermano” (Mt 18.34, 35 NBD). Considerando lo mucho que Dios nos ha perdonado, no tenemos derecho a tener nada en contra de otros. En todos nuestros intentos por “vengarnos”, terminamos siendo torturados por nuestra propia amargura.
Nos afecta espiritualmente. Además de causar tormento emocional, el no perdonar atrofia nuestro crecimiento espiritual, dificulta nuestro servicio a Dios, aflige al Espíritu Santo que mora en nosotros, nos roba su fruto y le da al diablo la oportunidad de hacer estragos en nuestra vida (Ef 4.26-32). No vale la pena el costo.
Nos afecta físicamente. El resentimiento siempre cambia nuestro semblante y daña nuestra salud física y mental. Los buenos consejeros a menudo pueden encontrar el origen de la depresión y de los problemas emocionales en la amargura no resuelta. Si no nos ocupamos de ella, terminaremos siendo heridos dos veces: primero por el agravio, y luego por nosotros mismos, mientras bebemos el veneno de la falta de perdón.
Fotografía por Charles F. Stanley
Nuestra falta de perdón afecta nuestras relaciones con otros.La amargura no se acaba en nosotros. Hebreos 12.15 (LBLA) advierte: “Mirad bien de que nadie deje de alcanzar la gracia de Dios; de que ninguna raíz de amargura, brotando, cause dificultades y por ella muchos sean contaminado”. Cuando conseguimos que otros se unan a nosotros en nuestras quejas, nuestra actitud los daña. En realidad, les hacemos tropezar en su andar con Cristo al caer en pecado con nosotros.
Un espíritu rencoroso daña nuestra relación con Dios.El no perdonar es contrario al mensaje de la cruz. Cristo entregó su vida para que pudiéramos recibir el perdón, y la suma de nuestros pecados contra Dios es mucho mayor de lo que cualquier otra persona podría hacernos. Es mero orgullo pensar que el agravio de alguien contra nosotros es imperdonable, mientras que nuestras faltas contra Dios merecen misericordia.
Jesucristo dejó esto muy claro en sus instrucciones con respecto a la oración: “Perdónanos nuestras deudas, como también nosotros hemos perdonado a nuestros deudores... Porque si perdonan a otros sus ofensas, también los perdonará a ustedes su Padre celestial. Pero si no perdonan a otros sus ofensas, tampoco su Padre les perdonará a ustedes las suyas” (Mt 6.12, 14, 15 NBD).
Cuando una persona pone su fe en Cristo como Salvador, todos sus pecados son perdonados. Y de ahí en adelante, el creyente debe caminar en obediencia ante Dios. Eso no quiere decir que el pecado sea exclusivo del pasado; más bien, que cuando pecamos, debemos confesar y recibir limpieza (1 Jn 1.9). Pero si dejamos que el pecado de la falta de perdón permanezca, podemos esperar que nuestro Padre celestial nos discipline (He 12.7-11).
Es hora de dejar ir la falta de perdón. Guardar rencor no vale todas estas terribles consecuencias. En vez de eso, enfrente su resentimiento y salga de la prisión a la libertad.
Confiéselo como pecado. Muchas veces nos gusta pensar en un espíritu rencoroso como una noble lucha por la justicia: Fuimos agraviados; el ofensor debe pagar. Sin embargo, nunca nos gustaría que Dios tuviera esa actitud con nosotros. Su Palabra dice: “Quítense de ustedes toda amargura, enojo, ira, gritería y maledicencia, y toda malicia” (Ef 4.31). Aunque lo que nos hicieron fue un pecado, debemos reconocer que nuestra falta de perdón también es un pecado.
Cuando el daño es profundo, el proceso puede ser largo.
Arrepiéntase de eso. Usted no tiene que “desquitarse”. Entregue esa necesidad en las manos de Dios, y pídale que la saque de su corazón. Este paso inicial es importante, pero también debe darse cuenta de que, cuando el daño es profundo, el proceso puede ser largo. Sin embargo, siempre puede entregar su dolor a Dios, agradecerle que le ha perdonado por todas sus transgresiones, y pedirle que le permita hacer lo mismo con la otra persona.
Ore por el ofensor. Esta es una de las cosas que más me ha ayudado a cambiar mi actitud hacia quienes que me han herido. También es algo que Cristo nos ordena que hagamos: “Bendigan a quienes los maldicen, oren por quienes los maltratan” (Lc 6.28 NVI). Es asombroso cómo Dios ablanda nuestro corazón cuando convertimos nuestro dolor en oración.
Ame y haga bien al ofensor. Una vez más, Jesucristo dice: “Amen a sus enemigos, hagan bien a quienes los odian”, que no es más que la regla de oro: “Traten a los demás tal y como quieren que ellos los traten a ustedes” (Lc 6.27, 31 NVI). Con nuestras propias fuerzas, nunca podríamos lograr esto, pero, como creyentes, tenemos el poder del Espíritu Santo, que nos permite hacer lo que Dios nos ha ordenado. Mostrar bondad a quien nos hizo mal puede ser el camino que el Señor quiere usar para la reconciliación. No obstante, ya sea que eso ocurra o no, sigue siendo una bendición para nosotros ser capaces de liberar nuestra amargura y reemplazarla con bondad.
Se ha dicho que nunca somos más como Cristo que cuando perdonamos a otros. Las heridas y las ofensas que sufrimos deben verse, no como causas de indignación y resentimiento, sino como oportunidades para confiar en Dios y dejar que Él nos transforme. Si rendimos nuestras heridas al Señor, sabiendo que Él tiene propósitos sagrados para ellas, beberemos de su paz y de su gozo en vez del veneno de la amargura.