
Hace años, me paré en el famoso Puente de las Cadenas de Budapest después de la puesta del sol, y escuché a una banda que tocaba cerca de la orilla. Debajo de mí, la luz líquida se transformó en la superficie del río: el hermoso Danubio azul, no siempre tan azul como Johann Strauss quisiera hacernos creer, ahora deslumbrante con su brillo negro. Horas antes, había observado desde la orilla cómo aves acuáticas se elevaban y descendían al compás de las corrientes bañadas por el sol. De vez en cuando, un crucero pasaba por el río, con pasajeros cenando y el tintineo de tenedores y platos, viajando con las melodías de músicos folclóricos.
El Puente de las Cadenas, terminado en 1849, se extiende a lo ancho del Danubio y conecta las mitades de lo que una vez fueron dos asentamientos, Buda y Pest, que se fusionaron en 1872 con un tercero, Óbuda (que significa "La vieja Buda"). Formaron una ciudad al parecer con dos personalidades: En el lado de Pest, la vibrante vida nocturna de restaurantes y clubes, la música que se derrama en las calles; y en el lado de Buda, las tranquilas casas con sus tenues luces que titilan en las colinas.
Estaba viajando por negocios, pero había sentido una conexión personal con el paisaje: Mis bisabuelos habían emigrado a los Estados Unidos desde este lugar después de la Segunda Guerra Mundial. Los visualicé caminando por la orilla del río en una noche como esta, imaginándose una vida mejor. Percibí los contornos de su sueño de prosperar en una nueva tierra, poniéndome en su lugar. Sentí el peso de su decisión, el valor que habrían necesitado para abandonar su hogar ancestral, sabiendo que ya no podía sostenerles más.
Visualicé a mis abuelos caminando por la orilla del río, imaginándose una vida mejor. Percibí los contornos de su sueño de prosperar en una nueva tierra, poniéndome en su lugar.
Y, en gran medida, sus sueños se hicieron realidad: escaparon de la fracasada revolución húngara de 1956 y de las décadas posteriores de ocupación soviética; encontraron trabajo en fábricas, ahorraron dinero, tuvieron hijos y nietos, y murieron en una tierra pacífica.
Estaba de pie en el puente, considerando todo esto. Por un lado, me sentía lleno de gratitud por el sacrificio de ellos. Pero, por el otro, sentí una punzada de dolor por la pérdida de la cultura y el idioma, una herencia que bien podría haber caído en el Atlántico cuando su barco se dirigía a los Estados Unidos. Pensé en los parientes anónimos que quedaron atrás, una familia que nunca conoceré, si es que todavía existe. Yo había regresado como hijo a la tierra de mis antepasados, aunque seguía siendo un extranjero. Y, sin embargo, a pesar de toda mi melancolía, también había una sensación de paz. Por fin había puesto mis pies en el suelo que habían pisado mis antepasados y me sentía menos solo por ello. Me había parado sobre estas aguas en las que mis parientes habían sumergido sus manos, bebido y pescado. No obstante, en los meses y años que siguieron, el recuerdo de mi estancia en Hungría sigue allí, haciendo más intenso el dolor que he sentido durante mucho tiempo en mi búsqueda del regreso a casa, agradecido como estoy por el país en el que nací y por todo lo que me ha concedido.
Me había parado sobre estas aguas en las que mis parientes habían sumergido sus manos, bebido y pescado. No obstante, en los meses y años que siguieron, el recuerdo de mi estancia en Hungría sigue allí, haciendo más intenso el dolor que he sentido durante mucho tiempo en mi búsqueda de regreso a casa.
Teniendo en cuenta todo esto, recuerdo la famosa frase de Agustín en las Confesiones: "Cor nostrum inquietum est donec requiescat in Te", que se traduce como: "Nuestros corazones están inquietos hasta que descansen en ti". Me he dado cuenta de que en esta vida el sentido del hogar siempre permanecerá vago, sin importar las raíces terrenales que eche o la historia familiar que recupere. Aunque nos busquemos a nosotros mismos en las ciudades y los pueblos pequeños, y en los lugares remotos del mundo, no hay descanso hasta que reconozcamos el lugar que nos corresponde en las calles de su reino, donde el amor de Dios brilla más que cualquier sol. Y donde siempre hay mucha música.