Después de un largo y caluroso día llevando cajas del automóvil a la habitación de su residencia estudiantil universitaria, mi esposo Michael y yo nos despedimos de nuestra hija mayor desde el aparcamiento de su nueva escuela. Mientras se alejaba, bajé la ventanilla del coche para tomar una última foto, logrando así capturar su figura desvaneciéndose en la distancia. Ella nunca miró atrás para ver mi mano levantada en un pequeño gesto de despedida.
Ilustración por Jeff Gregory
Cuando ella comenzó sus primeras clases en la universidad, yo también lo hice. En lugar de tomar una foto de su primer día de escuela parada en el porche lateral, como había hecho todos los años desde la guardería, Michael me tomó una sola foto en la misma puerta, con el cabello mojado y sudando a través de mis jeans ajustados y de mi maquillaje debido a una combinación de nervios y el calor de agosto. Estaba a punto de entrar en mi primera clase como profesora adjunta de escritura.
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Enseñar escritura nunca fue parte de mi plan de vida. Comencé mi carrera como enfermera y dejé la enfermería cuando me di cuenta de que no era la carrera profesional para mí. Me dediqué a mis tres hijos mientras nos mudábamos tanto dentro del país como hacia el extranjero por el trabajo de Michael y, mientras tanto, fui creando poco a poco un corpus de escritura al margen de esas labores.
Cuando mi hija mayor comenzó la secundaria, al fin nos establecimos en Nueva Jersey, y la sensación de estar arraigados me dio tiempo para imaginarme un futuro más allá de la crianza. Las anotaciones en el diario de esa temporada revelan tanto a una familia con tres adolescentes a punto de dejar el hogar, como a una madre cuyo dolor por la transición sería o su éxito o su fracaso. Un día, de hecho, me encontré sola y sollozando en un aparcamiento después de dejar a mi hija mayor en su primera cita romántica. Reconocí que algo andaba mal con mis reacciones a los rituales de paso normales que nuestra familia estaba experimentando: ninguna de mis amigas sentía estas pérdidas de la misma manera que yo. No podía precisar por qué esta transición me resultaba tan difícil, pero un impulso interno me llevó a planificar una vida más allá de la crianza cuando aún estaba en medio de ella. Me matriculé en una escuela de posgrado para obtener un título en escritura creativa.
Después, cuando mi segundo hijo se fue a una universidad a diez horas de distancia, yo estaba casi inconsolable. Mi tristeza seguía siendo excesiva para un acontecimiento “normal” en la vida de una familia. Los hijos están destinados a irse, pero saber esto no hacía la transición más fácil. El miedo me susurraba que se irían y nunca regresarían a mí. Le pedí a Dios que me ayudara a liberar a mis hijas a su amoroso cuidado, pero lo único que quería era que el tiempo retrocediera como un carrete de película para poder experimentar su infancia de nuevo. Además de eso, mi hijo se fue a la universidad en el apogeo de la pandemia, y entre su marcha, el caos de un mundo patas arriba y la inoportuna llegada de una ansiedad exacerbada que rozaba el pánico, supe que necesitaba buscar ayuda psicológica.
En esas sesiones con mi consejero, llegué a darme cuenta de que lo que me había estado empujando a soñar más allá de los años de crianza era el dolor. Era un duelo anticipado por la inevitabilidad de que mis hijos dejarían el hogar. Al principio me sentí dolida porque estaba luchando mucho antes de que se fueran. Pero cuando me calmé y escuché hablar al dolor, mis pasos siguientes comenzaron a aparecer uno a uno a la vez frente a mí. Dios ya conocía íntimamente mi angustia cuando yo apenas me hacía consciente de ella poco a poco, y a través el Espíritu Santo me animó a moverme en una nueva dirección.
Cuando mis hijas dejaron el hogar, el pesar me llevó a obtener un título en un nuevo campo: Comencé a enseñar a estudiantes universitarios de la misma edad y etapa que mis hijos, y a sanar heridas del pasado. Mencionar y hablar de mi pérdida me ayudó a honrar lo que esta temporada de crianza significaba para mí, y a prepararme para la siguiente. Para todos nosotros, hay una sabiduría que puede encontrarse cuando reconocemos nuestro dolor. Nos da significado a lo que experimentamos, nos ayuda a cerrar capítulos del pasado y a dar la bienvenida a lo bueno que nos espera. El duelo es sabio, y cambió el curso de la segunda mitad de mi vida.
Una amiga describió la transición de enviar a su hijo menor a la universidad como “increíblemente cruel” y su temporada más dura hasta entonces. En los años que precedieron a este acontecimiento, estaba consumida por una mudanza, el trabajo y el ministerio; no tenía la capacidad ni el tiempo para ocuparse del dolor que se manifestaba de una manera sutil antes de que su hijo se marchara. Sentí compasión por ella mientras enfrentaba por primera vez su pena por esta transición. Su experiencia me hizo darme cuenta de que, mientras me ocupaba de mis inesperadas lágrimas, sentimientos profundos, pensamientos de temor sobre el futuro y reacciones exageradas a los acontecimientos, Dios utilizó mi dolor para guiarme en la dirección de la esperanza y la sanación con el paso del tiempo. No hubo un momento de ¡eureka! En vez de eso, descubrí una suave revelación en mi espíritu que me ayudó a dar un paso tras otro hacia un nido vacío y lo desconocido.
El verano pasado empacamos por tercera vez cajas destinadas a la universidad, y llevamos a nuestra hija menor a doce horas de distancia al sur de nuestro hogar en Nueva Jersey. Despedirme de ella —y en esta etapa de mi vida— aún dolía, pero junto con la tristeza pude imaginarme un futuro esperanzador para mis hijos y para mí.
Al día siguiente nos reunimos los tres para un rápido desayuno de despedida antes de que mi esposo y yo emprendiéramos el largo viaje de regreso a casa. La dejamos en el aparcamiento tal como habíamos dejado a nuestra hija mayor seis años antes, y tomé una foto de la última de mis hijas caminando sola hacia una habitación de la residencia universitaria. Esta vez, la alegría superó mi dolor. No se alejaba de mí; ella llevaba mi amor consigo al caminar hacia su futuro. Y yo caminaba hacia un futuro también.