Piense en esto. Usted tiene el privilegio de ejercer una influencia piadosa en tal vez una o dos personas, sus amigos, su familia, las personas con las que trabaja, sus hijos, sus nietos. Todos nosotros tenemos la magnífica posibilidad, responsabilidad y privilegio de ser una influencia piadosa.
—Charles F. Stanley: “Los requisitos para ser una influencia piadosa”

Mi madre, mis hermanas y yo íbamos a la iglesia todos los domingos con vestidos que mamá cosía, con pequeñas mangas abombadas, cuellos estilo Peter Pan, faldas que caían justo por encima de las rodillas, y lazos que se ataban en la espalda. Nos cepillábamos el pelo y lo sujetábamos con un pasador; nos poníamos calcetines tobilleros con volantes de encaje, y zapatos Merceditas de charol. El domingo de Resurrección, agregábamos sombreros blancos y monederos pequeños.
Todavía recuerdo la presión y la culpa que sentía al entregar el sobre semanal de la Escuela Dominical con casillas para verificar cada disciplina espiritual: ¿Asistencia a la escuela dominical y a la iglesia? ¿Lección estudiada? ¿Lectura de las Sagradas Escrituras? ¿Evangelio compartido? Más tarde, en el santuario, un Señor Jesús de vitral miraba a la congregación con un cordero en sus brazos, mientras que la música sagrada emanaba del órgano, recordándonos que debíamos entrar en la casa de Dios con reverencia.
Después de cantar los himnos, el pastor —de traje, zapatos bien pulidos y cabello negro azabache engominado— se paraba y pronunciaba la Palabra de Dios. Su voz retumbaba, y yo sentía como si me estuviera gritando cada semana. Me asustaba el hombre que señalaba nuestras fallas y advertía de las consecuencias que seguirían si no nos arrepentíamos. Al mismo tiempo, sus otras palabras alimentaban mi alma. Se tomaba el tiempo de visitarnos en nuestra casa y explicaba con paciencia el evangelio con dibujos en el reverso de un boletín de la iglesia. Él fue el primero de muchos que me dijeron que tenía la responsabilidad de compartir las buenas nuevas que me habían sido dadas: “Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado” (Mateo 28.19, 20).
Así que, hice lo que cualquier buen cristiano haría. Llena de fervor evangelizador, compartí primero con mi mejor amiga. Desembuché la presentación del evangelio, convencida de que, al igual que yo, ella estaría agradecida de escapar del infierno que viene a menos que uno tenga una relación personal con nuestro Salvador. Pero ella no creía en la vida después de la muerte. Mis siguientes intentos de compartir el evangelio se dirigieron a mis tíos alcohólicos. Ninguno de ellos creía en Dios. Uno hizo una broma y el otro me hizo preguntas difíciles como: ¿Cómo puede un Dios amoroso y todopoderoso permitir que sucedan cosas malas? Llegué a la conclusión de que no sabía lo suficiente, así que pasé años tratando de cambiar eso. Sin embargo, estos esfuerzos no mejoraron mis resultados en ganar almas.
Años después, mi esposo me demostró la pieza que me faltaba. Él tan solo habla con las personas y cuando tiene una oportunidad, les sirve. Las conversaciones sobre el evangelio surgen de manera natural mientras él se ocupa de sus asuntos del día. Al tratar de ser una fiel mayordoma del regalo de la salvación que Dios me había dado, yo había estado tratando de elegir a quién, cuándo y dónde evangelizar. Pero la salvación es obra del Señor de principio a fin. Nos convertimos en personas de influencia para Cristo cuando dejamos que el Espíritu Santo nos dirija. Es posible que algunos de los frutos de nuestros esfuerzos en la Tierra no se vean hasta que estemos en el cielo.
Han pasado casi cincuenta años desde mis primeros esfuerzos rudimentarios por alcanzar a otros para Cristo, y aunque estoy agradecida por las disciplinas desarrolladas por maestros de escuela dominical bien intencionados, he dejado de tratar de marcar casillas. Las personas no son herramientas que hay que utilizar para sentirse bien con Dios. Son regalos que muchas veces se van o son quitados demasiado pronto. Cuando hago el esfuerzo de conocerlas a nivel individual, descubro que cada persona es una hermosa mezcolanza de fortalezas y debilidades con una historia única, y me siento bendecida por quienes están dispuestas a compartir conmigo cualquier parte de su tiempo en este planeta. Aunque sigo creyendo que los cristianos tenemos la responsabilidad de ser una influencia piadosa, en estos días me centro más en el privilegio que es conocer y amar a al prójimo. Y siempre es emocionante cuando el Señor me da la oportunidad de compartir lo que Él ha hecho por mí.