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El amor es nuestra lengua materna

Para hablar el lenguaje universal de Cristo

Kimberly Coyle 1 de octubre de 2020

Después de diez días de viaje, mi hija mayor regresó a casa de un viaje a la India patrocinado por su escuela, y me contó de su visita a la Casa del Corazón Puro (Nirmal Hriday), el hogar fundado por la Madre Teresa de Calcuta para los enfermos y moribundos. Yo sabía que esa era la experiencia más cercana que había tenido mi hija de tocar la muerte. Me contó su llegada a Nirmal Hriday, donde un miembro del personal le entregó un bloc blanco de plástico con instrucciones breves sobre cómo masajear la piel y los huesos de los pacientes confinados a la cama para evitar las llagas. La imaginé parada con el bloc en la mano, silenciosa e insegura.

 

El personal le pidió que les hablara a los pacientes mientras los tocaba, pero ella encontró que sus palabras eran un consuelo frío y poco práctico. Primero, por la barrera del idioma. Segundo, por el hecho de que tenía 19 años y no estaba familiarizada con el sufrimiento. Así que, sin hablar, se ocupaba de sus cuerpos, tomaba de la mano a los moribundos, y les cantaba melodías suaves.

Mientras ella compartía los detalles conmigo, imaginé las preguntas de sus pacientes. ¿Era esto apropiado? Si estuviera muriendo sola en una cama en el otro extremo del mundo, ¿querría que la extraña canción y el tierno toque de una joven extranjera me llevaran de la Tierra al cielo?

El nombre Nirmal Hriday se traduce como “corazón puro” en el idioma hindi. Me preguntaba si esa casa tenía ese nombre en honor a los cuidadores o a los pacientes. La Madre Teresa dijo una vez de su trabajo allí: “Una muerte hermosa, para que las personas que vi vieron en este mundo como animales mueran como ángeles —amadas y deseadas”. ¿Era esta la hermosa muerte que querían?

Meses después, mi hija menor caminaba por la cocina mientras yo fregaba los platos y, sobre el suave susurro del agua y el jabón, me dijo que había terminado su tarea de la escuela sobre los rohinyás, un grupo de personas perseguidas. En su reporte, siguió su migración mientras buscaban refugio y seguridad en otros países y un destello de humanidad compartida. Cerró de golpe la puerta de la despensa después de hurgar en busca de un bocadillo, y dijo mientras corría el agua del grifo: “Se les conoce como las personas con menos amigos en el mundo. Es una tragedia”.

Cuando mi hija salió de la cocina, me vino a la memoria la letra de una canción que cantábamos en la iglesia: “Amigo soy de Dios”. Me preguntaba si los rohinyás, que no tenían amigos, sentían una conexión con Dios mientras deambulaban. ¿Cantan ellos canciones de liberación en su lengua materna?

Con el tiempo, he recopilado reflexiones sobre el sufrimiento en un lugar interior y oculto. Grupos de personas perseguidas se instalan allí, y trato de empatizar con quienes son odiados por lo que son, y por como luchan. Allí, en mi corazón, los rohinyás se mezclan con los Corazones Puros de la India.

Junto con las historias sobre los rohinyás y los que mueren en la India, he recopilado relatos de familias inmigrantes que buscan seguridad. Hace unos años, una amiga de Nebraska apadrinó a una familia de refugiados yazidis que llegó al país desde Irak en busca de asilo. No pudo comunicarse con ellos durante meses, sino por medio de traductores y gestos físicos. Después que se instalaron, la familia mostró su agradecimiento con una invitación a cenar, y mi amiga me envió un mensaje para decirme: “¿De qué vamos a hablar? ¡No entendemos el idioma del otro!” Pero se dieron un festín de auténtica comida iraquí sentados cómodamente con las piernas cruzadas sobre el piso del apartamento nuevo de la familia.

Con el tiempo, la familia comenzó a absorber la cultura estadounidense mientras asistían a la escuela, aprendían inglés e intentaban asimilarse. Incluso le dieron a su hija recién nacida el nombre muy americano de mi amiga, que se preguntaba por qué lo eligieron. Creo que fue porque ellos sí entendieron su “lenguaje”. Su cuidado por ellos hablaba en voz baja de Dios, de amistad, de aceptación y de pertenencia.

Cuando cierro los ojos y viajo a ese lugar interior donde se reúnen los perseguidos, los pobres y los que no tienen amigos, veo a Cristo en el centro de todas estas historias de sufrimiento. Él también encarnó la condición de ser otro. Él también puso una mesa. Él también vagó y soportó un gran dolor. Cristo se comunicaba a través de un lenguaje universal que personas de todas las culturas y de todas las épocas entienden si decidimos escuchar. Él modeló el amor para que podamos aprender a hablar de redención en las historias que compartimos.

Pablo escribe en 1 Corintios: “Si yo hablase lenguas humanas y angélicas, y no tengo amor, vengo a ser como metal que resuena, o címbalo que retiñe” (1 Corintios 13.1). Soy culpable de este ruidoso y poco amoroso sonido, pero como seguidora de Cristo debo recordarme a mí misma que el amor es nuestra lengua materna. Que es nuestro primer idioma.

 

Ilustración por Adam Cruft

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