Cada mes se pide a dos escritores que respondan a una cita del Dr. Stanley. Durante el mes de junio estamos considerando la naturaleza de la tristeza y cómo a menudo queremos aislarnos durante esa lucha. Pero, en realidad, son momentos en los que acercarse a los demás pasa a ser fundamental. He aquí un extracto del libro “Emociones” (Emotions) del Dr. Stanley, con las respuestas de Jamie A. Hughes y Tim Rhodes.
“Una persona que lucha con el rechazo experimenta con frecuencia dificultades para establecer amistades genuinas donde haya reciprocidad, y puede sentir como si nadie la quisiera o comprendiera de verdad. Para evitar el dolor de no sentirse bienvenida, es posible que se aísle de los demás, ya sea de forma intencional o inconsciente… Este retraimiento acaba provocando en la persona una soledad y un sufrimiento aún más profundos.
“Si usted tiene luchas con la soledad y el rechazo, puede enfrentarse a la abrumadora tentación de camuflar su tristeza y su desconexión con los demás, y distanciarse aún más de ellos. No haga eso”.
“Por otra parte, una persona que pasa mucho tiempo sola y, por lo tanto, no tiene la oportunidad de practicar la interacción con los demás, puede ser malinterpretada como indiferente, rara o distante en situaciones sociales, lo que provoca reacciones indeseables y desfavorables por parte de sus amigos. Cuando se producen estas interacciones negativas, pueden surgir sentimientos de inadecuación y rechazo, y generar más heridas...
“Si usted tiene luchas con la soledad y el rechazo, puede enfrentarse a la abrumadora tentación de camuflar su tristeza y su desconexión con los demás, y distanciarse aún más de ellos. No haga eso. Ningún cristiano ha sido llamado a “avanzar solo” en su camino de fe. El Padre celestial le creó para que se relacione, y le llama a vivir en una comunión provechosa con otros creyentes (Hebreos 10.24, 25). Por lo tanto, reconozca su soledad ante Dios y confíe en que Él le ayudará a superarla”.
Primera apreciación
por Jamie A. Hughes
Los funerales son una temática peculiar.
Recuerdo haber pensado esto el día del funeral de mi abuelo. Todos estábamos desconsolados, y lo último que queríamos hacer era arreglarnos bien para pasar la tarde hablando con la gente y comiendo comida tibia en platos de plástico. Pero justo eso fue lo que hicimos. Después de arreglarme, pasé la mayor parte de la mañana haciendo bucles en el largo cabello castaño de mi sobrina, y ayudándola a ponerse un bonito vestido rosado que se compró solo para la ocasión. No tuve tiempo para lamentarme o sentirme sola, por el simple hecho de que tenía demasiado que hacer.
La soledad no afloró durante el servicio religioso cuando pronuncié el panegírico, ni una vez terminada la comida. Fue después de que regresamos a la casa cuando sentí la soledad. Algunos miembros de mi familia, exhaustos y agotados, subieron a dormir la siesta. Otros, de una manera u otra, se mantuvieron ocupados. Pero yo no tenía dónde estar ni nada que hacer, así que me quité los zapatos, me senté en uno de los sillones de la sala de estar, y me quedé mirando la fría y vacía chimenea.
El ajetreo me había permitido dejar de lado mi tristeza, pero una vez que todo el trabajo estuvo hecho, todo el peso de mi pérdida se hizo notar. No podía levantarme y hacer algo para distraerme. Incluso respirar a fondo en ese momento lo sentía como un esfuerzo excesivo. Aunque había siete u ocho personas en esa casa, como lo demostraban las tablas del piso y los resortes de la cama que rechinaban en mi cabeza, y la conversación silenciada en la cocina, me sentía muy sola en ese momento. No había nadie cerca de mí, nadie con quien pudiera hablar. En realidad, nadie. Fue entonces cuando sentí con agudeza la soledad.
Al cabo de un rato no pude soportar más el silencio, así que decidí cambiarme de ropa y dar un paseo por el vecindario donde mis abuelos habían vivido felices durante casi treinta años. Era una subdivisión tranquila, con no más de cuatro o cinco calles bien cuidadas, y me tomé mi tiempo para recorrer cada una de ellas. ¿Por qué no hacerlo? El día era cálido y el sol se sentía agradable sobre mis hombros. Vi a algunos vecinos cortando el césped y podando arbustos, y me sorprendió la impresionante normalidad de todo ello. Ese día, uno de los peores de mi vida, era el de alegría de otras personas. Quizás las parejas que vi estaban en su primera cita esa noche. Tal vez los nietos vendrían a cenar. Había cosas que esperar, cosas que disfrutar en su vida, y de repente me di cuenta de que un día volvería también a ser así para mí.
No tuve tiempo para lamentarme o sentirme sola por el simple hecho de que tenía demasiado que hacer.
Me di cuenta de que mi tristeza —por más aisladora y dolorosa que era ese día— se desvanecería un día hasta convertirse en un dolor apagado, y eso me reconfortó. Sabía que las personas que trabajaban en sus patios habían tenido días como el que yo estaba soportando, habían conocido un dolor como el que yo estaba sintiendo, y lo habían superado con el tiempo. Eso hizo que mi soledad se sintiera menos aguda de alguna manera, y terminé mi caminata alentada por saber que, como un ser humano amado por Dios, nunca estaba en realidad sola.
Segunda apreciación
por Tim Rhodes
Me miré en el espejo por última vez antes de abrir mi computadora portátil. Por primera vez, desde el comienzo de la pandemia de la Covid-19, llevaba puesta una corbata y chaqueta, es decir, nueve meses desde la cancelación de todos y cada uno de los compromisos formales en persona. Ya había olvidado cómo hacer un sencillo nudo triangular, el más fácil de los nudos.
Inicié el Zoom en mi computadora, respiré hondo e ingresé el código de la ceremonia en conmemoración de mi padre. En uno de los muchos rectángulos de nuestra pantalla, observé una vista de su jardín en la azotea en Mérida, México. Junto a las paredes cubiertas de enredaderas y follaje tropical, había una mesa con flores, velas y una estatua de la Virgen María. Una fotografía enmarcada de mi padre descansaba en medio del sagrado arreglo.
Inicié el Zoom en mi computadora, respiré hondo e ingresé el código de la ceremonia en conmemoración de mi padre.
Al mismo tiempo, me vi inundado por decenas de rostros extraños que nunca había visto antes. Aparte de mis hermanos, solo había otra persona conocida en el grupo. Mientras observaba cómo personas con nombres y voces desconocidas se saludaban y hablaban entre sí, sentí como si estuvieran echando sal sobre una herida ya muy cruda y personal. Muchos de los que participaban en la reunión de Zoom eran amigos que papá había hecho después de mudarse a otro país hacía cinco años, personas que mi padre valoraba y que había decidido incluir en su vida.
El simple e inocente acto de reconocimiento y emoción de esas personas al verse entre sí me tomó por sorpresa. Todos los recuerdos agradables que esas personas compartían sobre mi padre eran los que mis hermanos y yo nunca habíamos experimentado; no podíamos identificar las descripciones de calidez y lealtad. Aunque los recuerdos eran significativos, también aumentaban la sensación de aislamiento que nosotros sentimos como sus hijos. Como su carne y su sangre, estábamos observando la celebración de la vida de una persona que nosotros no reconocíamos. Alguien que nunca nos invitó a su vida. No estábamos separados de él solo por la pandemia y el Golfo de México, sino por toda una vida de decisiones: de claras determinaciones de lo que mi padre tenía en alta estima.
Y ahora estábamos separados por más. Cualquier distanciamiento que se sienta en vida, no se puede igualar con el abismo que se siente en la muerte: la intensa soledad de saber que nunca hubo un punto de inflexión, nunca un momento crítico en el que él reconociera y correspondiera al amor, al anhelo y a la necesidad de él en nuestras vidas. Es un libro cerrado, un acto final. Aunque no hay forma de eliminar el dolor, sí hay una manera de comenzar a sanar: procesándolo con mis hermanos y ayudándolos a superar sus propios sentimientos de rechazo. También apreciando cada momento con mis propios hijos, y asegurándome de que nunca habrá un día, una hora o un segundo en los que cuestionen mi amor por ellos.
1 Juan 3.1 nos recuerda: “Mirad cuál grande amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios”. El Padre del cielo y de la Tierra, el creador del universo, no solo nos conoce en lo más íntimo, sino que también desea hacerlo.
Ilustración por Adam Cruft