Cada mes pedimos a dos escritores que reflexionen sobre una cita del Dr. Stanley. En noviembre, C. Lawrence y Tim Rhodes exploran la profundidad del perdón de Dios de nuestros pecados, por qué nos resulta tan difícil aceptarlo, y lo que es peor, disfrutarlo. El Dr. Stanley nos recuerda:
El Padre celestial nos perdona y nos da la bienvenida a casa cuando nos arrepentimos de nuestro pecado y volvemos a Él. Eso pudiera parecer demasiado fácil para algunas personas: ¿no debería haber un precio mayor por nuestros pecados? Pero reconozcamos que en el camino, el hijo pródigo perdió tiempo y recursos valiosos; de hecho, perdió su herencia terrenal. No le fue devuelta, porque la desobediencia es costosa. Felizmente, gracias al gran amor de su padre, todavía tenía un futuro. Y usted también lo tiene.

“El Padre celestial nos perdona y nos da la bienvenida a casa cuando nos arrepentimos de nuestro pecado y volvemos a Él”.
Primera apreciación
Por C. Lawrence
Si leemos con atención la historia del hijo pródigo, reconocemos de inmediato que el padre ya había perdonado a su hijo mucho antes de que el joven apareciera a lo lejos, sin dinero, mucho antes de que entrara en razón y emprendiera el viaje a casa. Es más, al ver al padre del pródigo como símbolo de nuestro Padre celestial, podemos asumir con seguridad que el hijo había sido perdonado incluso antes de que se marchara con su herencia en la mano.
Lucas nos dice: “Y cuando aún estaba lejos, lo vio su padre, y fue movido a misericordia, y corrió, y se echó sobre su cuello, y le besó” (Lucas 15.20). El padre que corre, lo abraza y lo besa, a pesar de la indignidad de esa acción… El padre que no tiene necesidad de castigar a un hijo que ya había cosechado lo que sembró: las consecuencias naturales de su orgullo en pleno efecto… El padre que nunca había dejado de anhelar estar cerca de su amado hijo. Esta es una imagen bastante conmovedora y clara de cómo es el Padre celestial con cada uno de nosotros.
Cuando decimos con el apóstol Juan que “Dios es amor” (1 Juan 4.7-21), el peligro no suele estar en ir demasiado lejos en nuestra comprensión de lo que significan esas palabras, sino en no ir lo suficientemente lejos. Muchos de nosotros tenemos la lamentable costumbre de reducir ese amor a algo que podemos comprender o, peor aún, a algo que se asemeja a nuestras propias limitaciones. Pero el amor de Dios no es una recompensa por cumplir ciertos criterios teológicos o de comportamiento, aunque a menudo vivamos como si ese fuera el caso. Y no es un simple regalo que recibimos. El amor del Señor es la realidad definitoria de, a decir verdad, todo.
El amor de Dios no es una recompensa por cumplir ciertos criterios teológicos o de comportamiento, y no es un simple regalo que recibimos. El amor del Señor es la realidad definitoria de, a decir verdad, todo.
Desde el aliento en sus pulmones y la tierra bajo sus pies, hasta las lejanas extensiones del universo, el amor de Dios sostiene cada parte, incluyendo a cada persona, ya sea que haya elegido reconocerle o no. Si Dios no quisiera nuestra existencia, esta cesaría. De hecho, sin importar adónde haya ido, o lo que haya hecho, usted nunca ha vivido un momento sin ser tocado por el amor del Padre celestial. La diferencia, por supuesto, está en la capacidad de percibir ese amor y experimentarlo, que tiene todo que ver con la condición de su corazón hacia Él.
En realidad, es mucho más sencillo de lo que nos gustaría admitir: ¿Ama usted a Dios? Eso es todo, aunque las implicaciones de la pregunta son profundas y llegan a lo más profundo de nuestra personalidad. ¿Ama al Dios que es amor, o prefiere más a alguien, a alguna cosa, a alguna idea? ¿Le adora, ofreciéndole su vida en agradecimiento por su misericordia y su bondad? ¿O se ha convertido usted mismo en un dios? ¿Valora la autonomía, la fuerza, el éxito, el poder, las relaciones, las posesiones, o incluso su amargura, sus heridas o sus opiniones, más que a Aquel que le da la bienvenida como su hijo?
Sin importar adónde haya ido, o lo que haya hecho, usted nunca ha vivido un momento sin ser tocado por el amor de Dios.
En algunos casos, las barreras que encontramos en nuestro corazón son las que levantamos para protegernos de los demás y de las transgresiones que han cometido contra nosotros. Pero a veces esas barreras existen debido al orgullo que hemos alimentado en nuestro corazón. El Señor, en su misericordia, derriba cada muro, ladrillo a ladrillo, incluso mientras estamos de pie a su lado con un balde de cemento y una pala, levantándolo de nuevo.
Es una verdad asombrosa e incomprensible: la plenitud del amor incondicional de Dios. Cuando elegimos seguir al Señor Jesús, recibimos el perdón total y somos hechos una nueva creación en Él; sin embargo, continuaremos luchando hacia la santidad todos nuestros días. En el misterio de su gracia y misericordia, el Padre celestial nos concede la libertad de elegir: Elegir el amor —elegirlo a Él— cada día, o salir por la puerta una vez más hacia el quebrantamiento. Ya sea que demos unos pocos pasos o vayamos algunos kilómetros en esa dirección, la invitación a volver a casa siempre está ahí —un viaje que nunca es tan largo como parece.
Segunda apreciación
Por Tim Rhodes
En el pasado, cuando leía la parábola del Señor Jesús sobre el hijo pródigo, con demasiada frecuencia me encontraba poniéndome del lado del hermano mayor.
Como hijo mayor de mi familia (y alguien que tiende a ser más leal y obediente por naturaleza), entendía su indignación. Mientras el hijo pródigo despilfarraba de manera egósta sus bienes, el hijo mayor se mantenía firme y diligente, siempre al lado de su padre. Para mí, su frustración tanto con su padre como con su hermano tenía sentido: ¿por qué la familia de la parábola celebra el regreso de alguien que no solo abandonó a su familia, sino que volvió solo porque la situación era bastante grave? Para mi sentido de justicia y disciplina, algo me parecía injusto. Me compadecí del hermano mayor y entendí su actitud.
Dada la importancia de la muerte de Cristo para la absolución de nuestros pecados, con demasiada frecuencia enfatizamos más nuestra condena, que la incondicional misericordia que Él nos prodiga.
Atribuyo la causa de algunos de mis sentimientos al respecto a mi deseo de orden y apariencia de control, un rasgo común en muchos hijos mayores. Pero también culpo al gran énfasis que se puso en el pecado en mi educación cristiana. Dada la importancia de la muerte de Cristo para la absolución de nuestros pecados, con demasiada frecuencia enfatizamos más nuestra condena, que la incondicional misericordia que Él nos prodiga.
Cuando de verdad nos enfrentamos a nuestro propio pecado y al fin y al cabo nos encontramos cara a cara con el pródigo que llevamos dentro, resulta mucho más fácil ver cómo el resplandor de la gracia incondicional eclipsa nuestras ideas de cómo debería ser la justicia. Debido a que he sufrido la vergüenza y la culpa por pecados pasados y he experimentado el perdón total, entiendo que ninguno de nosotros tendría esperanza en cuanto al pecado sin el perdón de Dios. Su restauración me recuerda que todos tenemos defectos y, por dicha, todos podemos ser redimidos.
Mi oración ahora es ver más allá del “pecador” y del “pecado”, y tener más gracia para los demás también, como pido en oración que ellos hagan conmigo.