Cada mes pedimos a dos escritores que reflexionen sobre una cita del Dr. Stanley. Para octubre, Jamie A. Hughes y Renee Oglesby exploran las formas en que la ira y el resentimiento pueden afectar nuestra relación con Dios, y cómo viene Él a nosotros en medio de esos sentimientos. Este es un extracto del libro del Dr. Stanley Cómo sobrevivir en un mundo lleno de enojo:
Cuando una persona se enoja con Dios, le resultará cada vez más difícil escuchar de Él, y puede perder sus palabras de consuelo y consejo. Piense en ello. ¿Realmente escucha usted a una persona cuando está enojado, amargado, resentido u hostil hacia él o ella? Cuando está de verdad enojado con alguien, es muy poco probable que recuerde cualquier cosa que la persona diga en el calor de una discusión.
Lo mismo ocurre con nuestra comunicación con Dios. Cuando estamos enojados con el Señor, no estaremos tan abiertos a escuchar su voz ni tan dispuestos a esperar en Él. Es una forma segura de perderse todo lo que Dios quiere decirnos... No levante un muro entre usted y Dios. ¡Usted necesita escucharlo!
Primera apreciación
por Jamie A. Hughes
Mi esposo y yo nos casamos legalmente el 1 de enero del 2000, pero creo que nuestro matrimonio comenzó en realidad un año más o menos después, cuando tuvimos nuestra primera pelea verdadera. Hasta entonces, siempre habíamos sido respetuosos el uno con el otro, mostrando pocas o ninguna emoción negativa. Después de todo, éramos marido y mujer, y en todos los libros de cuentos que había leído, el príncipe y la princesa estaban demasiado ocupados “viviendo felices para siempre” como para quejarse el uno del otro. (Por supuesto, el príncipe azul nunca dejaba los calcetines en el suelo delante del cesto, lo que hacía que la felicidad conyugal fuera más fácil de lograr. Pero estoy desviándome del tema).
Cuando por fin se produjo la primera trifulca, era algo para contemplar. Un auténtico combate en Technicolor, con sonido envolvente. Por supuesto, comenzó por algo pequeño —una promesa olvidada de limpiar el garaje o algo así— y antes de que nos diéramos cuenta, nos estábamos lanzando heridas y ofensas como granadas. Todos esos pequeños desacuerdos que deberíamos haber resuelto cuando surgieron, estallaron en una tarde llena de lágrimas. Y, por sorpresa, aunque no recuerdo mucho de lo que se dijo ese día, sí recuerdo que las cosas fueron diferentes (y mucho mejores) después de eso. Fuimos más sinceros con nuestros sentimientos, y empezamos a entendernos como las personas que éramos, no como las que la cultura occidental nos decía que fuéramos.
Es fácil hacer lo mismo con Dios: mantenerlo alejado emocionalmente y negarnos a confiarle nuestros verdaderos sentimientos. Sin embargo, si lo pensamos bien, eso es una insensatez nuestra. Él nos conoce mucho mejor que nuestros mejores amigos, nuestros padres, hermanos o cónyuges. Nuestros nombres están escritos en las palmas de sus manos; nos formó en el vientre materno y conoce hasta el número de cabellos en nuestra cabeza (Isaías 49.16; Salmo 139.13, 14; Mateo 10.30, 31).
“Cuando estamos enojados con el Señor, no estaremos tan abiertos a escuchar su voz o tan dispuestos a esperar en Él”.
Eso significa que nuestra ira tampoco es una sorpresa para Dios. De hecho, es una de las muchas emociones que nos ha concedido para que podamos dar sentido a nuestro ser humano. Es cuando esa ira no se expresa, cuando la presionamos en nuestras entrañas y dejamos que se ulcere, cuando se vuelve problemática. Se acumula y llena todos los espacios dentro de nosotros, lugares en los que Dios debería habitar. Y cuando nos negamos a hablar con Él sobre quién o qué nos ha enfadado, nuestras vidas se empobrecen como resultado.
Nuestro Padre celestial conoce nuestros corazones mejor que nosotros mismos, y cuando nos enfadamos —incluso si nuestro enojo está dirigido a Él— lo siente con nosotros. Felizmente, su amor es tan vasto y su compasión tan ilimitada que es imposible que Dios se aleje de nosotros. Él escala los muros que construimos contra Él en nuestra ira, sin importar cuán altos o anchos los hagamos. Así que, en vez de perder el tiempo murmurando y apilando ladrillos, tal vez sea el momento de dejarlo todo al descubierto.
Segunda apreciación
por Renee Oglesby
Es posible usted que haya leído o vivido lo que los consejeros llaman las cinco etapas del duelo: negación, ira, negociación, depresión y aceptación. Siento gratitud de forma retroactiva por ese primer paso después de la repentina pérdida de mi padre hace años. Pero después de que desapareció el entumecimiento, descubrí una mezcla inusual de sentimientos. Las cuatro etapas restantes no eran la progresión ordenada que había estudiado en la universidad. Cambiaban de orden, se desdoblaron; a veces tenía la sensación de estar experimentando todas las etapas a la vez. Y yo no estaba familiarizada ni preparada para lo que sería quedarme “atascada” en la etapa de la ira.
No importaba qué tan cortante fuera mi actitud, su tono era cariñoso y sus palabras amables.
Para mí, entre otras cualidades poco atractivas, parecía ser mala con el novio más dulce del mundo. El que dejó todo para estar a mi lado cuando me enteré del fallecimiento de mi padre. Estuvo conmigo en el velatorio y el funeral. Y todos los días a partir de entonces, si no teníamos planes para vernos, me llamaba para preguntarme cómo me sentía y cómo había sido mi día. Durante bastante tiempo, como es de imaginar, mis únicas respuestas eran: “Terrible, terrible”. Pero cuando llegué al punto en que otras respuestas me vinieron a la mente, las retenía detrás de mis dientes, y solo respondía con las respuestas más breves, secas y frías que se me ocurrían. No importaba qué tan cortante fuera mi actitud, su tono era cariñoso y sus palabras amables. Yo no entendía por qué yo ya no reaccionaba de la misma manera. Nuestro año lleno de conversaciones fluidas y risas había terminado de manera abrupta, al igual que nuestra relación poco después. Todo porque yo estaba furiosa, y él era un objetivo conveniente.
Estaba desconcertada por mi comportamiento en ese tiempo, pero ahora está tan claro en retrospectiva: estaba enojada con Dios por haberse llevado a mi padre. Estaba segura de que había considerado todas las respuestas posibles a la pregunta “¿Por qué razón?” y las había descartado todas por insuficientes. Si en verdad Dios estaba en control de este mundo, ¿a quién más podía hacer responsable de la pérdida de mi ser querido?
En busca de consuelo, acudí a las Sagradas Escrituras, pero incluso las palabras familiares de mis versículos favoritos sonaban huecas. Trataba de orar, pero mis súplicas no llegaban más allá del techo. Y mi novio no era la única persona cuyo apoyo me parecía totalmente incapaz de aceptar. Nunca me había sentido más necesitada de consuelo, y nunca me había sentido menos capaz de recibirlo. Mi ira era una pared, y nada podía atravesarla.
Si en verdad Dios estaba en control de este mundo, ¿a quién más podía hacer responsable de la pérdida de mi ser querido?
Estuve enojada durante mucho tiempo. No puedo decir qué fue exactamente lo que me abrió los ojos a la infantilidad de mis actitudes y acciones, pero lo que sea que se llevó, mi ira dejó vergüenza y culpa a su paso. Llegué a ver tanto la insensatez de guardar rencor contra mi Padre celestial, como la naturaleza tóxica de mantener la ira en mi corazón. Clamé a Él en una oración de arrepentimiento, insegura de su bienvenida a mis palabras. Pero, así como Él sabe cuándo nos alejamos, también conoce el momento en que nuestros corazones se vuelven hacia el suyo. Él me estuvo a esperando todo el tiempo, con el consuelo y la paz que yo necesitaba.
Ahora entiendo que muchos de mis sentimientos y luchas eran parte natural del duelo, un proceso que puede durar mucho más de lo que podríamos desear. Veo las formas en que impedí que el Espíritu Santo caminara conmigo durante esos días difíciles, y cómo Él podría haberme permitido aceptar con gracia la consideración de quienes me rodeaban, como gestos de su consuelo y del suyo.
A veces, nuestras emociones son incómodas. Es posible que no estemos seguros de cómo expresarlas, o incluso de si están permitidas. Podemos tropezar en la forma de manejarlas -o no manejarlas. Podemos olvidar por un tiempo que “mayor que nuestro corazón es Dios, y Él sabe todas las cosas” (1 Juan 3.20). Pero Él entiende. (Véase el Salmo 139). Su Palabra es una tremenda fuente de guía sobre cómo comunicar nuestros sentimientos de una manera saludable que lo honre y produzca el fruto de su Espíritu. Y Él sigue siendo nuestro Padre amoroso que quizás no nos evite sentimientos dolorosos, pero promete guiarnos más allá de ellos, a un punto de fortaleza y descanso.
Ilustración por Adam Cruft