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Divinidad en el crepúsculo

Aunque muchas cosas que creemos son ciertas, existen misterios que nunca resolveremos. Y es en estos espacios donde la fe se ve desafiada a crecer.

Winn Collier 20 de abril de 2025

Un pastor debería creer en Dios; eso suele ser así. 

Usted puede imaginar, entonces, el terror que sentí cuando surgió mi pregunta más oscura. El siniestro asalto se deslizó desde las sombras y se clavó en mi corazón como una serpiente de cascabel que hunde sus colmillos en la carne. ¿Dios es real?

Durante las primeras décadas de mi vida, la fe me resultó fácil. Mi crianza fue cómoda y, en muchos sentidos, protegida. Inmerso en la iglesia, podía tener una respuesta estándar para casi cualquier dilema. Había experimentado poco dolor o decepción, y disfrutaba de la amistad de personas que veían a Dios y al mundo de manera similar a la mía. Nada me había obligado todavía a lidiar con oraciones que parecían no tener respuesta o con un Dios que guardaba silencio y no actuaba según mis requisitos preestablecidos. El Dios que yo creía conocer era predecible y siempre llegaba a tiempo. Este Dios se adaptaba a mis sensibilidades y caprichos, encajaba dentro de mi cómodo marco de referencia. En líneas generales, logré inventar un Dios que no requería ninguna fe.

Pero una serie de decepciones y una etapa prolongada y angustiante de desorientación espiritual me llevaron a preguntarme si Dios era real. Eso me obligó a volver a las Sagradas Escrituras y al testimonio de cristianos a lo largo de la historia. Descubrí un Dios mucho menos controlable de lo que yo imaginaba, uno que no podía ser contenido en una fórmula simple y fácil de digerir. Encontré a un Dios que se acercó a su pueblo con ternura, pero que también tronó desde la montaña. Conocí a un Señor Jesús que lloraba y se afligía, pero que también mostraba una furia justa. Encontré a un Dios que resistía las maquinaciones humanas, que contradecía las expectativas y que (de una u otra manera) nos desconcertaba a casi todos.

Fotografía por Franck Bohbot

Además, descubrí cómo Dios a veces mantiene verdades paradójicas en suspenso. Dios nos elige a nosotros, pero nosotros también lo elegimos a Él. El futuro está por completo en sus manos, pero nuestras decisiones importan de verdad. Dios ama sin medida ni restricciones, pero a veces se enoja. Es un Padre bueno que promete tierna protección, pero también insiste en que guiará a su pueblo a través (no alrededor) del valle de sombra de muerte. Me pregunto si estos fueron los dilemas que llevaron al salmista al lamento: “Cuando traté de comprender todo esto, me resultó una carga insoportable” (Sal 73.16 NVI).

Para complicar las cosas, me sorprendió cuán poco esfuerzo dedicaban el Señor Jesús, los apóstoles o los primeros cristianos por resolver estos dilemas lógicos. Es bueno descubrir claridad siempre que esté disponible (y las Sagradas Escrituras nos proporcionan mucho terreno sólido para ello), pero encontré, una y otra vez, cómo el Señor nunca prometió a sus seguidores que siempre experimentarían la sensación de la certeza absoluta. Más bien, Él llamó a todos a una fe obediente, a arriesgarse. Nos llamó a actuar con valentía, a aceptar nuestras dudas y nuestra perplejidad y seguirlo.

En la novela Home, de Marilynne Robinson, su personaje principal, un pastor llamado John Ames, acepta que muchos misterios escapan a su comprensión. “No voy a disculparme por el hecho de que hay cosas que no entiendo”, dice Ames. “Sería un tonto si pensara que no las hay. Y no voy a convertir un misterio en algo absurdo, solo porque eso es lo que la gente siempre hace cuando intenta hablar del mismo. Siempre. Y luego piensan que el misterio en sí es una tontería. Este tipo de conversaciones son más que inútiles. En mi opinión”. Si somos humanos y si somos honestos, reconoceremos las limitaciones muy reales de nuestro conocimiento.

Reunidos hace poco alrededor de la mesa de desayuno, nuestra familia leyó una historia del evangelio que relataba lo difícil que era para los líderes religiosos confiar en el Señor Jesús cuando sus enseñanzas eran tan extrañas y desentonaban con la manera como ellos habían percibido el mundo siempre. Nuestro hijo menor dio voz a la pregunta que todos debemos enfrentar tarde o temprano: “Pero ¿cómo sabemos si lo que dijo el Señor es verdad?” Esta preocupación fundamental nos coloca justo en la misma posición que los primeros discípulos. Es notable con qué frecuencia nos inquietamos o tememos cuando alguien intenta lidiar con las inusuales y complejas enseñanzas del Señor. Sus propios discípulos a menudo estaban desconcertados o vacilantes. La mayoría de ellos terminaron al final con una convicción firme, pero tuvieron que atravesar una senda tumultuosa para llegar allí.

Mientras nuestra conversación durante el desayuno continuaba, mi hijo amplió su dilema: “Pero papá, ¿cómo creer en Dios si no puedo verlo?”. En nuestro mundo moderno, esto parece ser uno de nuestros grandes dilemas: ¿cómo depositar fe en alguien que no es comprobable, observable, alguien a quien no puedo retener con mis manos o comprender a plenitud en mi mente? Aunque la ciencia nos ha dado innumerables beneficios, también ha obstaculizado nuestra capacidad de entender realidades que se resisten a ser contenidas por datos y experimentación. El erudito Philip Sherrard hizo la observación de que “el pensamiento moderno, que desconfía de cualquier cosa que escape al análisis racional, casi ha eliminado la palabra 'alma' de su vocabulario”.

En contraste, los primeros cristianos estaban familiarizados con otra manera de conocer la verdad, una que se centraba en nuestra comunión con Dios. Estos cristianos sabían que había ciertas verdades que debíamos descubrir a través de la revelación divina y de nuestros encuentros profundos con el Santísimo.

Algunas cosas usted simplemente las sabe. No puede probarlas. No puede explicarlas. No puede desnudarlas y ponerlas en un frío plato de acero para ser examinadas bajo un microscopio de alta potencia. No hay ningún aparato que le permita descomponerlas, manipular sus componentes y catalogar todos sus hallazgos. Simplemente son. El revolotear en su estómago señala el extraño elixir llamado amor. Los donuts de Krispy Kreme que se agarran mientras el letrero de neón parpadea “Donuts calientes ahora” saben mucho mejor que los que toma de los grasientos recipientes de vidrio de la tienda de la esquina. Una madre tiene una intuición desgarradora de que su hijo está en problemas.

Algunas cosas usted simplemente las sabe

Estamos inmersos en misterios profundos. Si en realidad somos portadores de la imagen del Creador y no simples partículas materialistas flotando en un turbio universo, y si el aliento vivificador del Espíritu Santo sostiene de verdad nuestro ser, entonces deberíamos esperar que realidades inexplicables estén tejidas en la trama de nuestra existencia. Como dice el ensayista Wendell Berry: “Estamos vivos rodeados de misterio, por obra de un milagro. Tenemos más de lo que podemos conocer. Sabemos más de lo que podemos decir”. El simple hecho de que vivimos, respiramos, reflexionamos, creamos y amamos en el espléndido y expansivo mundo de Dios, irradia una alegría misteriosa. No podríamos comprender a plenitud todas estas generosas maravillas, pero podemos recibirlas. Podemos confiar en ellas y estar agradecidos por ellas.

Comparo este ámbito misterioso de la experiencia humana con algo así como el crepúsculo, la luminosa danza entre la noche y el día. Ese espacio de crepúsculo es donde poetas, soñadores, profetas y amantes se sienten más en casa. Ellos conocen verdades, pero lo que conocen no se limita a lo que ven, al menos no con los ojos a los que la mayoría de nosotros estamos acostumbrados a confiar. Estos espacios están llenos de misterio.

Kathleen Norris nos dice que “la disciplina de la poesía enseña a los poetas, al menos, que a menudo tienen que decir cosas que no pueden fingir entender”. Por supuesto, grandes porciones de la Sagrada Escritura llegan como poesía, invitándonos a escuchar a Dios de nuevo, fuera de nuestros confinamientos lineales. En estos lugares de crepúsculo, practicamos una forma de conocimiento que nuestro lenguaje no puede capturar del todo y que nuestro vocabulario limitado no puede describir por completo. La Biblia tiene una palabra para esto: fe. Como seres finitos, ¿cómo podríamos esperar encontrar al Dios trino y no perder nuestro equilibrio? Al leer la descripción de Dios de sí mismo, ¿por qué deberíamos sorprendernos cuando nos sentimos perplejos?

“Mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos mis caminos, dijo Jehová. Como son más altos los cielos que la tierra, así son mis caminos más altos que vuestros caminos, y mis pensamientos más que vuestros pensamientos” (Is 55.8, 9).

Enfrentamos realidades demasiado complejas para nuestras mentes, demasiado amplias para nuestra imaginación, porque solo Uno contiene todo el conocimiento. No somos Dios y no podemos comprenderlo a plenitud. Por eso, Agustín de Hipona insistió en que si alguna vez llegamos a una situación donde creemos que entendemos por completo a Dios, podemos estar seguros de que lo que entendemos no es, en realidad, Dios.

La cuestión es si abrazaremos o no este espacio crepuscular. ¿Insistiremos en la mera precisión y perderemos la sutileza, la armonía, los matices más profundos de la gracia? Esto no es un llamado a abandonar el terreno firme o a descartar, sin pensar, la racionalidad y el buen sentido común. Dios nos ha dado nuestras mentes y nos ha encargado que “estemos siempre preparados para responder a todo el que nos pida razón de la esperanza que hay en nosotros” (1 P 3.15 NVI). Más bien, esta invitación solo nos empuja más allá de nuestra zona de confort para que Dios pueda darnos algo más.

Abrazar el crepúsculo requiere riesgo, como cualquier acto de fe. Cuando el Señor Jesús llamó a sus discípulos a seguirlo, dijo que tenían que dejar todo lo que conocían, y embarcarse en una audaz empresa sin otra seguridad que la certeza de que era Dios mismo quien los llamaba a avanzar. Si Dios es atrevido, audaz y libre, si Dios se pasea por los confines agrestes, entonces seguirlo significa que debemos hacernos amigos del peligro, de la incertidumbre y de las tensiones desconcertantes. Debemos rechazar nuestra búsqueda del consuelo emocional que brinda la certidumbre absoluta. Debemos rendirnos al hecho de que, incluso mientras buscamos entender la verdad de Dios, las formas de su reino nunca tendrán un sentido racional total dentro de nuestra limitada comprensión. En otras palabras, tendremos que confiar en Dios.

La mayoría de las cosas de valor profundo nos exigirán, en algún momento, arriesgarnos. Requerirán que renunciemos a nuestra adicción al control y demos un paso hacia lo desconocido. Dios nos llama a situaciones que exigen una fe valiente, a situaciones de misterios profundos, porque el Dios que está por encima y más allá de nosotros nos llama a Sí mismo.

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