Mi esposa y yo echamos un último vistazo a nuestras cosas: muebles y cajas apiladas hasta la parte superior del camión, y bajamos la puerta enrollable. Era más de medianoche. Los de la mudanza ataron uno de nuestros colchones en la parte posterior, el único lugar que quedaba, y los vimos alejarse en la oscuridad. Al día siguiente los seguiríamos, trasladando a nuestra familia a un lugar bastante lejos.
Ilustración por Hokyoung Kim
Por la mañana, mientras nuestra casa se hacía tan pequeña que desapareció en el espejo retrovisor, se me hizo un nudo en la garganta, y la enormidad de una docena de años me abrumó. Nuestro hijo, que habíamos llegado a esa casa de edad preescolar, ahora se iba a la universidad. Su hermano comenzaría su primer año en una nueva escuela secundaria. Y nuestra hija, a quien llevamos a esa casa del hospital, estaba ahora en la escuela primaria. Esos recuerdos que habíamos creado, las cosas más preciadas que llevábamos con nosotros, podrían haber llenado más de unos cuantos álbumes de recuerdos.
Las cosas se habían descontrolado desde el momento en el que decidimos mudarnos. Yo estaba comenzando un nuevo trabajo, pero tomamos la decisión en febrero de 2020, y los primeros confinamientos por el Covid-19 llegaron menos de un mes después. Más de una vez esa primavera mi esposa me preguntó: “Estamos haciendo lo correcto, ¿verdad?”. Yo no siempre estaba seguro, pero quería confiar en que Dios nos estaba guiando hacia algo —y a otro lugar— nuevo, y que Él estaría con nosotros en cada kilómetro. Y nos aferramos a esa certeza hasta los límites de Oklahoma City.
Llegamos con mucho entusiasmo, con ganas de ver y hacer todo lo que pudiéramos. Pero resultó ser muy poco. Con la pandemia, la mayoría de la gente se quedaba en casa, y el poco contacto humano que teníamos se veía dificultado por las máscaras y el distanciamiento social. Esa extrañeza y desolación se colaron incluso en nuestro propio hogar. La escasez de camioneros retrasó la entrega de nuestros muebles, y durante un tiempo dormimos en colchones de aire y comimos en una mesa plegable prestada. Incluso cuando las iglesias empezaron a reunirse de nuevo en persona, el hecho de no ver las caras de las personas dificultaba las conexiones y todos estaban cautelosos, por lo que seguíamos sintiéndonos como extraños, incluso después de semanas de asistencia. Mientras tanto, los amigos que habíamos dejado atrás continuaban con sus vidas, y sus fotos y sus publicaciones en las redes sociales me dejaban sintiéndome vacío. Ellos estaban juntos y llevándose a las mil maravillas sin mí.
Una noche, unos queridos amigos que pasaban por allí se quedaron con nosotros. (De hecho, estaban en nuestra sala cuando llegó el camión con nuestros muebles, lo que se sintió como Navidad en julio.) Sin embargo, en cuanto ellos se marcharon, me sorprendieron mis intensos sentimientos de pérdida. Me sentí a la deriva, como si hubiera remado hasta el centro del océano y arrojado mis remos y el ancla. Ahora solo tenía la corriente, y esta parecía cambiar minuto a minuto. Había olvidado cómo era sentirse desarraigado y cómo se trataba de echar raíces en otro lugar.
No debí haberme sorprendido. Veinte años antes, tras un doloroso final de noviazgo, volví a mi antigua ciudad universitaria y conseguí un trabajo en la oficina de admisiones. A pesar de la familiaridad del entorno, no lograba integrarme en la comunidad ni encontrar dónde encajar entre los estudiantes y los residentes de toda la vida de la ciudad. De hecho, no fue sino hasta que me casé y mi esposa y yo nos establecimos en un lugar propio, que comencé a sentir que encajaba de nuevo en algún lado. ¿Qué haría falta para encontrar pertenencia después de esta mudanza?
Algunas veces quería culpar a alguien por la dificultad de nuestra mudanza. “¿Qué hicimos?” era una pregunta que comenzamos a hacernos, medio en broma. En mis momentos más oscuros, señalaba con el dedo a Dios, preguntando: “¿Qué estás haciendo tú?”. Sentía que nos había abandonado. Pero, más a menudo, no podía quitarme de encima la sensación de que, de alguna manera, nosotros lo habíamos abandonado a Él al ignorar o rechazar algún plan suyo. Trataba de consolarme con la idea de yo era como los israelitas viajando por el desierto desde Egipto, con la única vida que habían conocido a sus espaldas y una mera promesa por delante. Pero cuando recordaba que ellos podían mirar hacia arriba y ver una columna de nube o de fuego -la presencia real de Dios- me sentía celoso y más solo que nunca.
Pero resulta que las señales habían estado ahí todo el tiempo; yo solo las había pasado por alto. Hubo un domingo, unos meses después de nuestra mudanza, cuando alguien que habíamos conocido en la iglesia nos saludó por nuestros nombres y entablamos una conversación. Se sintió como si perteneciéramos a algún lugar, por más extraño que siguiera siendo todavía.
Entonces nuestros hijos comenzaron a hacer amigos. Nuestro hijo floreció de maneras que nunca habíamos visto antes, desarrollando amistades sólidas por primera vez. Sus partidos de baloncesto eran puntos luminosos para nosotros a medida que los rostros de otros padres se volvían familiares. Poco a poco nos dimos cuenta de que teníamos amigos con los cuales sentarnos y hablar durante los partidos. Nuestra hija, también, encontró su lugar al convertirse en cantante y actriz, creando algunos amigos del teatro con los que nuestra familia podía vincularse. De hecho, los amigos de nuestros hijos nos llevaron a la iglesia a la que asistimos hoy, un lugar donde nuestras raíces han comenzado a hundirse en una tierra una vez endurecida hacia el rico suelo que hay debajo.
No puedo señalar un solo momento en el que me diera cuenta de que Dios había estado con nosotros y seguía caminando a nuestro lado. No hubo ninguna epifanía, y a veces deseaba que la hubiera habido, mi propio “momento de la columna”, para poder estar más seguro de la presencia del Señor en nuestro nuevo lugar. Pero estoy dándome cuenta de que la sabiduría adquirida con la retrospectiva es también un regalo del Padre celestial.
Y en retrospectiva, veo que el hilo común -la clave de mi seguridad- fue su pueblo: los nuevos amigos que nos escucharon y caminaron con nosotros mientras establecíamos una vida en su comunidad. Fue a través de esos rostros cada vez más familiares y queridos que llegué a comprender que pertenecíamos a Oklahoma City y a este camino con Dios. Ahora, un futuro ya no parece inimaginable en nuestro no tan nuevo lugar.
No me malinterprete: sigo preguntándole al Señor qué está haciendo. Pero mi preocupación ahora es unirme a Él en lo que está haciendo donde yo estoy. Y aunque una columna de nube o de fuego sería increíble, he llegado a apreciar el cielo vespertino que ofrece el Medio Oeste, para ver en sus colores un recordatorio tangible de que Dios estará con nosotros mientras caminamos bajo ese cielo.