¿Alguna vez ha luchado usted con un atún de más de 100 kilos? Yo lo hago cada día, y apuesto a que usted también lo hace.
Permítame explicarlo. El 19 de julio de 2013, Anthony Wichman, un pescador de 54 años, de Kauai (Hawái), enganchó un atún de 104 kilos, lo subió a su bote y luego le clavó un anzuelo en un ojo. La enfurecida bestia volvió a zambullirse, haciendo que el sedal se enredara en la pierna de Wichman, volcara su bote y lo arrastrara al océano Pacífico. De alguna manera, Wichman logró utilizar su teléfono celular a prueba de agua para pedir ayuda, y la Guardia Costera llegó con un helicóptero de rescate. Más tarde, ese mismo día, se informó que el agradecido y liberado pescador se recuperaba de las raspaduras provocadas por la cuerda y los moretones. Supongo que el pescado se convirtió después en unas cuantas comidas deliciosas.
Cómo quedar enganchado
Es una historia extraña la de este pescador que resultó enganchado por un atún enorme. Pero en mi mente, esta historia capta cómo la Biblia describe el pecado: Creo que soy el amo de mi pequeño bote, disfrutando de una calma pesca, cuando ¡PUM! algo que está fuera de mi control me engancha.
Ilustración por Jonathan Bartlett
Algunas personas luchan con maneras obvias de quedar enganchando, como son la adicción a las drogas o al alcohol. En lo particular, a mí me enganchan pecados más respetables a nivel social, pero letales para el espíritu: el orgullo, la lujuria, la ira, la codicia, la incredulidad o el desprecio hacia los pobres, por nombrar algunos. Alguien me menosprecia o me ignora, y entonces me engancha el resentimiento. Recibo una mala noticia financiera, y me engancho a la codicia y el egoísmo mientras abrazo más fuerte las pequeñas cosas que tengo. Algunas personas no pueden pensar igual a mí sobre cuestiones políticas o espirituales, y eso me engancha a la prepotencia y a la ira. El sufrimiento y el dolor se cruzan en mi camino, y la incredulidad se enreda alrededor de mi alma, arrastrando mi fe por la borda.
Por supuesto, no soy una simple víctima de estos escenarios; yo elijo engancharme. En cierto sentido, quiero engancharme. Sucede con tanta regularidad que a veces me pregunto: ¿Es posible vivir una vida libre de enganches? No espero que las tentaciones desaparezcan, pero ¿es posible enfrentarse a los grandes atunes de la vida y volverse poco a poco un ser humano menos “enganchable”?
De acuerdo con la buena nueva en Jesucristo, la respuesta es un rotundo sí. El Nuevo Testamento afirma que crecer a semejanza de Cristo nos libera de forma gradual de quedar atrapados por el poder del pecado. Esta buena noticia estaba tan arraigada en la comprensión de la iglesia primitiva de lo que significaba seguir al Señor Jesús, que adoptó una palabra especial para ella: apatheia.
Eso suena como apatía, el estado de “eso a mí no me importa”, pero eso no es lo que los primeros cristianos querían decir con apatheia. El término en su origen provenía de un grupo de antiguos pensadores griegos no cristianos llamados estoicos. Estos hombres tenían algunas buenas ideas, incluida la afirmación de que la “buena vida” debe implicar dejar ir pasiones indómitas como la envidia o la ira manteniéndose sereno. Desafíelas con la mirada, entrénese para permanecer tranquilo, conserve la serenidad y la compostura, negándose a dejar que ellas nos enganchen.
El apóstol Pablo tuvo contacto directo con filósofos estoicos al menos una vez. (Véase Hechos 17.18-32). Les habló del poder de Dios citando la frase del poeta estoico Arato: “Porque linaje suyo somos”, aunque Pablo se refería al único Dios verdadero de la Biblia, no al concepto panteísta del estoicismo.
Más tarde, algunos líderes cristianos claves en líneas generales dijeron: “Buen trabajo, estoicos, pero nos gustaría tomar su versión de la apatheia, filtrarla a través de la Biblia y ofrecer nuestra propia interpretación”. Como ejemplo, un líder cristiano del siglo IV llamado Evagrio dijo que la apatheia “crea un estado de profunda calma basada en la obediencia a los mandamientos de Dios y en la práctica de la virtud”. Eso cuadra con la enseñanza del apóstol Pablo en Romanos 6.12-14: “No reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal, de modo que lo obedezcáis en sus concupiscencias… Porque el pecado no se enseñoreará de vosotros”. Convertirse en cristiano significa que Dios nos ha desenganchado de los patrones pecaminosos que nos enredan y nos arrojan por la borda.
Pero porque conocían al Señor Jesús, esos primeros cristianos añadieron un elemento crucial a apatheia: el amor. A diferencia de sus contrapartes griegos, no podían dejar de hablar de apatheia y amor en la misma frase. Apatheia no es solo la capacidad de dejar ir las pasiones indómitas; es la invitación a unir nuestras vidas al Dios que nos ama. Pablo deja claro que la vida cristiana no es solo sobre evitar el pecado; también es sobre la unión con Cristo, estar “muertos al pecado” y “vivos para Dios en Cristo Jesús”, y vivir toda la vida no “bajo la ley, sino bajo la gracia” (Ro 6.11, 14).
Volvamos a nuestro pescador. Una vez que llegó el helicóptero de la Guardia Costera, él podría haber quitado de un manotazo la mano de sus rescatadores y decir: “Oigan, no se preocupen, equipo de rescate. Se ve mal, todo enredado en mi propio sedal que está atado a un enorme pez enfurecido con un gran anzuelo (el mío) clavado en su ojo, pero no se preocupen. Solo me mantendré calmado y sereno mientras me desenredo, enderezo mi bote, la empujo a la orilla y corto algunos filetes de atún para cenar. De verdad, yo me encargo”.
Por supuesto, eso no fue lo que sucedió. Me imagino que Wichman reconoció con gusto su necesidad de ayuda, tomando con alegría la mano del rescatador que cortó el sedal y lo sacó del océano. También me imagino que, en ese momento de liberación, Wichman sintió solo gozo, alivio y gratitud. No estaba enganchado por el atún, ni por la ira, la codicia, el egoísmo o la lujuria. Solo tenía un pensamiento: Gracias por liberarme. Eso es apatheia cristiana.
La apatheia ocurre cuando estamos tan rodeados e inmersos en la misericordia de Cristo y en nuestra necesidad de su misericordia, que eso nos desengancha poco a poco de la tentación y nos atrae hacia Dios Padre. Se trata de una obra que comienza con la gracia de Dios. Evagrio enfatizó que “hemos sido llevados a la apatheia por la misericordia de Cristo”. En el siglo III, Gregorio de Nisa dijo: “Somos llevados a Dios por el deseo, atraídos hacia Él como si nos halaran con una cuerda”. En otras palabras, nadie tiene una vida sin ataduras. Así que elija: Engánchese a sus pecados favoritos, o permita que Dios Padre le atraiga con cuidado hacia Él.
El poder del clavo
Para el seguidor de Cristo, apatheia implica un proceso de toda la vida de participación en prácticas espirituales que nos ayudan a romper con los hábitos pecaminosos y a vincularnos con el Señor Jesús. Uno de los primeros cristianos, Juan Casiano, dijo que este proceso era como sacar un clavo con otro clavo. Tomar el clavo feo, torcido y oxidado del pecado e insertar un clavo reluciente, recto y nuevo de virtud. Enfrentar los hábitos pecaminosos, recibir la gracia y el perdón de Cristo, y luego expulsarlos, reemplazándolos con el nuevo camino del Señor, Aquel que nos ofrece un nuevo corazón con nuevos y santos hábitos.
Considere el viejo y oxidado clavo llamado avaricia. Yo tengo una relación especial con ella. Soy sobremanera frugal (bueno, algunos me llaman tacaño), pero así es como me atrapa la avaricia: me preocupo mucho por el dinero. En lugar de confiar en el cuidado de Dios de mis finanzas, imagino con frecuencia escenarios absurdos donde quedo por completo en la ruina. Así que me aferro con tenacidad a mi dinerito guardado y me lleno de ansiedad. Esta avaricia restringe mi capacidad de recibir amor de Dios y derramar amor hacia los demás.
Esos primeros líderes cristianos tenían un remedio sencillo para esta situación: Dar. Tome el clavo de la generosidad financiera e insértelo contra ese viejo clavo oxidado de la avaricia hasta que rompa el control que tiene sobre su corazón. Entonces adquirirá el fruto de la apatheia: un corazón en paz, atado a Cristo, que se acerca más a Él.
Juan Casiano, el teólogo del siglo IV, utilizó una frase de las Bienaventuranzas para definir apatheia: “Bienaventurados los limpios de corazón”. Decía que esto se refería a quienes son sencillos o simples en el enfoque de su corazón.
O tomemos el clavo en especial desagradable de la ira, un pecado que Evagrio llamó “la pasión más feroz”. A lo largo de los evangelios, el Señor Jesús dice cosas como “amad a vuestros enemigos”, “perdonad a los demás sus ofensas” y “cualquiera que se enoje contra su hermano, será culpable de juicio”. En otras palabras, desengánchese de su ira y amargura. Tome el clavo brillante y recto del perdón e insértelo contra ese torcido pero tenaz clavo de la amargura. Luego, hágalo otra vez, y otra vez, y otra vez.
Esa fue la única manera en la que el Señor Jesús en definitiva me liberó de mi larga batalla con el resentimiento después de una herida profunda. Debo haber golpeado el clavo del perdón por lo menos 500 veces, orando solo, orando con otros, comenzando y luego deteniendo el proceso de dejar ir. No puedo recordar la fecha exacta, pero en algún momento, golpeé ese clavo una vez más, y la ira se fue.
La ayuda del que es imposible de enganchar
Por supuesto, hay algo más poderoso que blandir mi pequeño martillo: la presencia del Señor. El autor de Hebreos lo describe como “uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado” (He 4.15). En otras palabras, Jesucristo es el primer y único ser humano imposible de enganchar.
Me encanta la representación del Señor Jesús en una pintura del siglo XVII titulada “Cristo ante el Sumo Sacerdote”, del artista holandés Gerrit van Honthorst. En una habitación oscura iluminada por una sola vela, el Señor está de pie ante el sumo sacerdote, que está sentado y apunta con un dedo acusador el rostro del Señor. Sus críticos deberían tener el control total. Pero Él, con su túnica torcida y las manos atadas, está en un estado de tranquilidad absoluta. Sus acusadores están preparando su caso para crucificarlo, pero el Señor tiene el control. Y, de manera admirable, sus ojos no irradian ira, resentimiento, odio o miedo, sino la ternura del amor, incluso para sus enemigos. Esto es libertad perfecta. Esto es apatheia.
Cada vez que contemplo el cuadro de van Honthorst, pienso: “Yo nunca podría hacer eso. Soy demasiado enganchable. Así que no solo necesito el ejemplo del Señor Jesús sobre cómo no engancharme con el pecado. Lo necesito a Él. Necesito su misericordia y su poder. Necesito clamar: “Señor, ten piedad de mí, pecador, un hombre bastante imperfecto y enganchado. Necesito que me rescates”. Gracias a Él, como nos exhorta el autor de Hebreos, podemos acercarnos “confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro” (He 4.16).