Las últimas palabras tienen un gran significado porque revelan lo que es importante para una persona. Es por eso que nos reunimos alrededor de la cama de un ser querido a medida que se acerca el final, con la esperanza de escuchar pensamientos finales, instrucciones o sabiduría. Y de todas las últimas palabras registradas, las más valiosas son las del Señor Jesús. Antes de ir a la cruz, pasó una larga noche con sus discípulos, celebrando la Pascua. Sus últimas palabras en Juan 13-17 nos muestran lo que hay en su corazón por quienes le pertenecen.
Fotografía por Ryan Hayslip
Consideremos el torbellino de emociones que los discípulos experimentaron en esos últimos días y horas con su Mesías: Habían visto a la multitud recibirlo en Jerusalén como “el Rey de Israel” unos días antes (Jn 12.13). Pero ahora estaban despertando poco a poco al hecho de que las cosas no iban a salir como esperaban. Dejaron todo para seguirlo, y ahora el Señor Jesús les estaba diciendo que iba a morir.
Para ver esto desde la perspectiva de los discípulos, necesitamos entender mejor sus expectativas. Según las profecías del Antiguo Testamento, el Mesías vendría como un conquistador para someter a los enemigos de Israel, exaltar a la nación a la prominencia mundial y gobernar sobre el mundo entero (Is 2.1-4). Como sus seguidores, esperaban tener posiciones de relieve, autoridad y grandeza en el reino. No entendían que necesitaban un Salvador más que un Rey. El Mesías tenía primero que ofrecerse a sí mismo como sacrificio para salvar a su pueblo de sus pecados.
El plan del Señor
Cuando el Señor Jesús comenzó a hablar de su muerte y resurrección, el apóstol Pedro lo reprendió diciendo: “¡No lo permita Dios, Señor! ¡Eso nunca te acontecerá!” (Mt 16.22 LBLA). A pesar de las repetidas afirmaciones del Señor, en sus creencias no había cabida para un Mesías que moriría. Pero en esa última noche, la realidad por fin se les hizo clara, y estaban llenos de pena y dolor al pensar en la vida sin Él.
La respuesta de Cristo a la aflicción de ellos se describe mejor en Juan 13.1: “Como había amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin”. Aunque el Señor Jesús estaba a solo unas horas de la agonía de la cruz, su mayor preocupación esa noche eran sus discípulos. Todo lo que Él dijo fue con el propósito de fortalecer su fe. Antes de que el mundo de ellos diera un vuelco total, Cristo expresó: “Les digo esto de antemano para que, cuando suceda, ustedes crean que Yo Soy” (Jn 13.19 DHH). Entonces reveló lo que sucedería:
Uno de ellos lo traicionaría (Jn 13.21).
Iba a marcharse y regresar a su Padre, y ellos no podían seguirlo (Jn 13.33), pero regresaría y los llevaría a la casa del Padre (Jn 14.1-3).
Prometió enviarles a otro Ayudador (Jn 14.16-18; 16.7).
Les proveería todo lo que pidieran en su nombre (Jn 14.13, 14).
Tendrían una nueva clase de relación con Él (Jn 15.1-5).
Serían odiados y perseguidos por el mundo, pero podrían tener su paz (Jn 15.18, 19; 16.33).
Estos hombres confundidos y temerosos en el aposento alto, se convirtieron en el fundamento de la Iglesia (Ef 2.20). El Señor les estaba confiando la tarea de llevar su mensaje de salvación al mundo. Desde una perspectiva terrenal, esto parecía arriesgado. No eran un grupo impresionante. De hecho, les faltaba visión espiritual y carecían de valentía para mantenerse firmes con Cristo cuando sus vidas corrían peligro. Sin embargo, el Señor Jesús sabía que el éxito futuro de ellos no dependía de sus capacidades sino del poder, la provisión y la intercesión de Él. Por lo tanto, cuando la noche llegaba a su fin, el Señor levantó sus ojos al cielo, y oró así:
Por sí mismo (Juan 17.1-5)
Primero, Cristo oró para que tanto Él como el Padre fueran glorificados por su muerte, lo que daría vida eterna a todos los que el Padre le había dado (Jn 17.1, 2). La cruz no fue una derrota, y el Señor Jesús no fue una víctima. Al cumplir con la obra que le había sido dada, incluida su muerte redentora en la cruz, el Hijo glorificó a su Padre.
Por sus discípulos (Juan 17.6-19)
Luego, el Señor Jesús oró, no por el mundo, sino por los que creían que Dios lo había enviado. Eran regalos preciosos para Cristo, y el Señor había sido glorificado en ellos por su fe en Él. Ahora iba a enviarlos al mundo con su mensaje. Por consiguiente, el Señor Jesús le pidió a su Padre que los protegiera del maligno y los santificara en la verdad de su Palabra.
Por quienes creerían a través de su palabra (Juan 17.20-26)
Para terminar, el Señor amplió su intercesión para incluir a todos los futuros creyentes que conformarían el Cuerpo de Cristo, su iglesia. Imagine esa noche hace casi 2.000 años, en la que el Señor Jesús oró por usted. ¿Qué pidió Él? “Que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros; para que el mundo crea que tú me enviaste” (Jn 17.21).
Él no estaba pidiendo solo que los creyentes se llevaran bien entre sí, aunque debemos hacerlo. El Señor estaba hablando de la unidad espiritual de todos los cristianos con la Trinidad y entre ellos mismos. Todo verdadero creyente es bautizado en Cristo por el Espíritu Santo, y se convierte en parte del Cuerpo de Cristo. Juntos, somos enviados a proclamar el evangelio para que el mundo crea.
La respuesta a la oración del Señor
Dios respondió a la oración de Cristo por ese pequeño grupo de hombres reunidos con Él para la celebración de la Pascua. Ellos llevaron con fidelidad el evangelio al mundo, y ahora tenemos su testimonio registrado en la Biblia. Además de esto, el Padre celestial sigue respondiendo a la oración del Señor Jesús cuando nuevos creyentes ingresan a la unidad espiritual del Cuerpo de Cristo. De hecho, los cristianos en todo el mundo se reúnen para celebrar la Cena del Señor, que Cristo estableció esa última noche.
En su última petición, el Señor Jesús dijo: “Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, también ellos estén conmigo, para que vean mi gloria” (Jn 17.24). Se acerca un día en que todos por quienes oró el Señor Jesús, se reunirán en el cielo con Él y unos con otros en perfecta unidad. Y podemos saber con certeza que esto sucederá, porque el Padre siempre responde las oraciones de su Hijo. Mientras tanto, la Iglesia está llamada a esforzarse por alcanzar la unidad aquí y ahora, a amarse unos a otros tal como Él nos ama, y dar testimonio de su poder transformador a un mundo que nos observa.