A mitad de mañana del pasado 4 de julio, la playa ya estaba atestada de bañistas, de familias multigeneracionales, toldos desplegables y de radios a todo volumen. Suspiré al contemplar este colorido y bronceado mar humano. No habíamos planeado tener unas vacaciones en la playa ese año, pero dos urgencias médicas nos mantuvieron cerca de casa en la semana más concurrida de la temporada de verano. Pensamos que la familiaridad de nuestro pueblo playero favorito con fácil acceso a nuestra familia, sería una solución confiable y tranquila entre las visitas al hospital.
Ilustración por Hokyoung Kim
En vez de eso, nos vimos abrumados por la gran cantidad de personas ese fin de semana. Dejé el libro que leía el primer día en la playa, después de no poder ignorar al grupo que escuchaba a todo volumen un comentario deportivo en la radio. Miré el océano y observé cómo las olas, agitadas como nunca antes, se precipitaban hacia la orilla. De repente, llegaron unas motos de agua con bañistas vestidos de rojo sosteniendo unas boyas. Planeaban sobre la superficie a toda velocidad mientras se dirigían a la zona de natación de nuestra playa. En cuestión de minutos, un camión lleno de socorristas se abrió paso entre los grupos atestados de bañistas y se dirigió hacia la orilla del agua. Poco después, llegó un vehículo de emergencias con una sirena sonando a todo volumen.
En medio de toda la conmoción, la mayoría de nosotros nos quedamos de pie para observar cómo se desarrollaba el rescate. Mi corazón latía con fuerza mientras oraba en silencio por un desenlace feliz, a pesar de que estaba demasiado lejos para ver con claridad lo que ocurría. Después de quince minutos, respiré aliviada cuando los socorristas comenzaron a dispersarse poco a poco. Por fin, el camión y el vehículo de emergencia se marcharon, y los socorristas en motos de agua se alejaron hablando entre sí antes de desaparecer en una estela de espuma. Más tarde, leí un informe noticioso que decía que los socorristas habían realizado más de 100 rescates ese fin de semana. Las crisis fueron causadas por una combinación de condiciones difíciles y nadadores inexpertos o cansados que se aventuraron en aguas profundas sin la resistencia necesaria para mantenerse a flote.
Cada vez que visito el océano, pienso en mi antiguo pastor, que solía decir que estar en una relación con Dios es como estar en la playa, donde existe tanto la seguridad de la orilla como la imprevisibilidad del océano. Explicaba que algunos de nosotros estamos sentados en la orilla, otros con un dedo del pie tocando las olas, y otros flotando en aguas demasiado profundas para tocar el fondo. Pero, como creyentes, todos estamos avanzando con Dios, sin importar dónde estemos sentados, de pie o nadando. Dijo esto en respuesta a los cristianos que tienden a juzgar la aparente fortaleza o debilidad de la relación de los demás con Dios, basándose en la forma en que practican su fe. No nos corresponde a nosotros determinar qué tan “espiritual” sea otra persona, según lo que nosotros consideramos progreso.
Me encanta esta imagen porque permite la libertad de movimiento en todas las direcciones. Nuestra relación con Dios a lo largo de la vida no es estática, ni se moverá en línea recta o en una sola dirección. Las aguas profundas pueden sentirse peligrosas en tiempos de dificultad o sufrimiento, pero Dios no nos deja allí solos. A veces, podemos necesitar un amigo, una práctica espiritual o un salvavidas de algún tipo que nos ayude a volver a la orilla, sin aliento y empapados. Tenemos la libertad de movernos cuando sea necesario para recuperar el equilibrio y el aliento, y podemos volver a entrar en el agua cuando nos sintamos con energías y nos parezca seguro hacerlo. No hay condena por dónde nos encontremos en ese proceso. Esta imagen de la relación con Dios me ha resultado bastante liberadora en los últimos años.
Mientras estaba en la orilla ese 4 de julio, me vino a la mente otro viaje a la playa. Una amiga y yo habíamos viajado a Miami unos años antes para darnos una escapada de fin de semana en primavera. Hacía demasiado frío para nadar, a pesar de que muchos otros nadadores desafiaban el agua, así que vadeamos solo hasta las pantorrillas antes de sentarnos en las sillas para charlar. De reojo, vi a una multitud de personas corriendo a lo largo de la costa a nuestra derecha. Gritaban y agitaban sus manos con frenesí para que los nadadores salieran del agua. Al acercarnos para entender sus gritos y gesticulaciones, vimos a los nadadores corriendo hacia la orilla mientras la aleta de un tiburón rompía la superficie del agua poco profunda.
A nuestra izquierda, un nadador en un flotador de color rosado en forma de donut seguía flotando, ajeno a los gritos. Su ruta de escape hacia la orilla estaba justo en la trayectoria del tiburón, pero él estaba de espaldas al peligro y con la mirada puesta en el horizonte. Al final, se dio vuelta y vio a la multitud que lo llamaba para que se pusiera a salvo. Nunca había visto a un hombre salir tan rápido de un flotador y nadar, tropezar y saltar hacia la orilla. Jadeaba por aire cuando salió del agua mientras una aleta atravesaba las olas en el lugar donde acababa de estar flotando.
Lo que más recuerdo es cómo pasó de la inconsciencia al terror en cuestión de segundos. Eso lo impulsó a moverse, a hacer algo. En los últimos años he lidiado con una ansiedad como nunca antes había experimentado. Si me hubieran preguntado hace cinco años, habría dicho que me sentía cómoda flotando en lo profundo en relación con Dios. Pero cuando la vida se volvió por demás difícil, cuando los tiburones rodearon las aguas de mi vida, necesité salir del agua. Necesité alejarme de las olas y de las criaturas que llegaban en silencio sin mi permiso.
No me alejé de mi relación con Dios, por supuesto, pero sabía que, para sanar, la manera en la que abordaba nuestra relación debía ser diferente. Necesitaba una silla en la playa bajo el sol, no un flotador rosado en las olas agitadas del océano, con su resaca y sus incógnitas. Necesitaba un lugar donde el Señor Jesús y yo pudiéramos tan solo estar. Me encontraba en un punto en el que mis prácticas espirituales habituales no podían sostenerme, y me preguntaba cómo podía encontrarme de veras con Dios en esa temporada de profundo sufrimiento. Las formas habituales de oración y adoración me fallaron, y dejé de asistir a la iglesia durante una larga temporada. En su lugar, me uní a un programa de formación espiritual que organizaba retiros en línea cada mes. Escuchaba canciones de cuna infantiles basadas en las Sagradas Escrituras. Experimentaba el amor de Dios a través de la oración contemplativa e imaginativa, del diario de oración y de un grupo en línea de meditación de las Sagradas Escrituras formado por mujeres creyentes setentonas.
He continuado con estas prácticas, incluso cuando mi vida se estabilizó, porque han sido una fuente de sanación profunda. Me han acercado al amor de Dios de una manera suave, tranquila y esperanzadora que me era ajena en mis anteriores hábitos de fe. Estoy segura de que algunos han cuestionado mi compromiso con Dios al alejarme, según pareciera, de las prácticas tradicionales, pero donde está el Espíritu del Señor hay libertad. He sido paciente conmigo misma, y con el tiempo comencé a sentir una ligera incomodidad que me hizo considerar la idea de asistir de nuevo a una iglesia. El año pasado, visité una congregación local fuera de mi denominación anterior. Los servicios son tranquilos, litúrgicos, con solo un puñado de feligreses ancianos presentes. Unas hermosas vigas de madera forman un arco en el techo del santuario y, cada vez que lo visito, me recuerdan a los dibujos del Arca de Noé en la Biblia de mi infancia. Me siento segura en la iglesia y arraigada de una manera que me impulsa a volver. Me recuerda que no tengo que mantenerme flotando en el agua hasta que llegue el equipo de rescate. Puedo hacer caso a la voz interior que me llama al descanso y a la seguridad de la playa, y saber que mi Dios me encontrará allí.