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Cuando se ama algo que no se puede conservar

Nada es permanente, al menos en esta vida.

Sandy Feit 22 de octubre de 2024

Todavía recuerdo el Día de Asignación para los estudiantes que estaban un año por delante de mi esposo en la escuela de medicina. Esa ceremonia fue tanto la culminación de sus estudios de veinte años, como el lanzamiento oficial a su especialidad profesional, un rito de iniciación que coronaba nueve ajetreados meses de visitas, solicitudes, clasificaciones y de ser clasificado para las residencias.

Ilustración por Hokyoung Kim

En las semanas anteriores a la ceremonia, casi todas las conversaciones en el campus aludían al Programa Nacional de Asignación de Residentes o a la ansiedad que eso causaba. Yo observaba de cerca, dándome cuenta de que en poco tiempo comenzaría la vorágine de actividad para Elliot y para mí. Y el frenesí alcanzaría su punto máximo en marzo de 1976, a un año de distancia, cuando sería su turno de abrir el sobre con manos temblorosas y saber dónde comenzaría su carrera como médico. 

Sabía que eso sería trascendental. Pero me sorprendió lo mucho que me afectó la Asignación de la clase real. Llegó como una sorpresa que una parte tan grande de nuestra vida social se desmoronara cuando los amigos se volvieron de repente inaccesibles. Además de cumplir con los requisitos de la escuela de medicina (una tarea que consume mucho tiempo por sí misma), las listas de cosas por hacer en ese momento incluían buscar casa y una mudanza a una larga distancia, además de, en muchos casos, conseguir atención para los niños, escuelas y empleo para el cónyuge.

Mi actitud también dio un giro. Con algunos amigos cercanos a punto de irse y la perspectiva de que toda la clase de Elliot se dispersara al año siguiente, me sentí desorientada. De repente, el hogar no se sentía como un hogar. Era nuestro segundo año en la residencia para estudiantes casados, y nos encantaba, tanto la comunidad como nuestro apartamento de recién casados. Nos había deleitado arreglar el lugar, añadiendo, cambiando y reorganizando algo con regularidad para hacer que cada rincón fuera “nuestro”. Pero ahora, dondequiera que miraba, solo veía cosas que tenían que ser empacadas. El hecho de no haber cambiado nunca de hogar me hizo sentir abrumada por la tarea que, sin duda eso iba a ser. Y aunque reconocía que ese día estaba todavía lejano, no sabía cómo dejar de calcular el número de cajas necesarias para cada habitación.

Traté de razonar conmigo misma, diciéndome: Hay personas que se mudan a un apartamento por solo doce meses, ¡y a ti te que queda mucho más de ese tiempo en este lugar! Viniste aquí por tres años, y aún te queda más de un tercio de ese tiempo. Disfruta de estas personas mientras estén juntos. 

Por alguna razón, mi charla motivacional no logró convencerme. Dejé de sentirme comprometida con nuestro primer hogar y solo compraba lo necesario para él. Al mirar alrededor los libros, los discos y los regalos de boda, solo quería empezar a empacar. Parece que había contraído un caso agudo del síndrome del trabajador bajo preaviso.

Gracias a Dios, no me hundí en eso durante el resto de los años de estudio de mi esposo. Las despedidas de la clase de graduados fueron difíciles, pero me adapté poco a poco y pude disfrutar de nuestros amigos que se quedaron. (Sin embargo, las compras importantes para el apartamento seguían estando prohibidas).

Elliot y yo nos mudamos muchas veces desde entonces, y aunque las despedidas nunca son agradables, poco a poco me di cuenta de que esas transiciones son una parte normal y superable de la vida. De hecho, como enseñó Pablo en 1 Corintios 13.11, renunciar a ciertas cosas a menudo es necesario para que podamos abrazar lo que viene después en nuestras vidas, y madurar. Ahora veo todas mis mudanzas como parte de una larga y lenta lección sobre el dejar ir. Con el tiempo, aprendí a dejar caer lágrimas en las fiestas de despedida y, al mismo, anticipaba las aventuras y las nuevas amistades que siempre se aproximarían.

Pero, no comencé en realidad a disfrutar de la vida como yo la quería, sino hasta varios años después, cuando conocí al Señor Jesucristo. Entonces comenzó otra larga y lenta lección: absorber la verdad de que este mundo, por más maravilloso que sea, no es mi hogar verdadero. Lo que he notado es que, cuanto más fuerte me he vuelto en el Señor, más débil se ha vuelto la atracción gravitacional hacia el mundo. Y, cierto, ha sido un proceso, ayudado tanto por las duras realidades del mundo como por la atracción de tantos seres queridos en el cielo.

De hecho, cuando mi esposo “se mudó” allí después de una batalla contra el cáncer de páncreas, resurgieron algunos viejos sentimientos, unos que me recordaban aquellas reacciones del Día de Asignación que pensé que había superado. De repente, me sentí una vez más sofocada por todo mi desorden y comencé a deshacerme de libros, discos de música y otros artículos prescindibles. Mientras revisaba la casa en busca de cosas para desechar, recordé a mi madre pasando por una fase similar en sus últimos años. Ella solía hacer viajes al Ejército de Salvación para dejar una caja de libros o un equipo de cocina poco usado -en sus palabras, “para que ustedes, mis niños, no tengan que molestarse algún día”. Se hace evidente la existencia de “un tiempo de guardar, y un tiempo de desechar” (Ec 3.6).

Al evaluar esta etapa inesperada y no deseada de la vida, parece que he contraído una nueva versión del síndrome del trabajador bajo preaviso. En algunos aspectos, me siento lista para seguir adelante. Cuanto más medito sobre el glorioso futuro que espera a los creyentes, estoy más abierta e incluso más ansiosa por llegar allí.

Pero junto con el descubrimiento de tantos aspectos emocionantes del cielo, también he llegado a aprender más sobre lo que Dios quiere para nosotros y de nosotros ahora. Es evidente que Él todavía tiene un propósito para mi permanencia aquí. (Véase Hch 13.36). Después de todo, hay mucho que hacer: tantas personas a las que amar, tantas necesidades que ayudar a satisfacer en mi familia y en mi iglesia.

Y más allá de ese círculo íntimo, un número incontable de otras personas están esperando (ya sea que se den cuenta o no) por escuchar la buena noticia de Dios. Estoy motivada a compartir ese mensaje no solo por las bendiciones eternas para todos los que lo crean, sino también por una razón egoísta: habrá menos despedidas permanentes.

La verdad es que todos estamos de paso. La Biblia lo expresa así: Somos “neblina que se aparece por un poco de tiempo, y luego se desvanece” (Stg 4.14). Dios nos tiene en un lugar para sus propósitos, y Él sabe cuánto tiempo debemos permanecer allí. Por esa razón, estoy tratando de dejar ir mis preferencias y confiar en que Él decidirá mis dónde y cuándo.

Despedirse sigue siendo difícil, y me doy cuenta de que mis emociones seguirán subiendo y bajando. Pero hasta mi mudanza final, estoy tratando de lograr la misma paz que conocía Pablo y estar contenta, pase lo que pase (Fil 4.11). Resulta que lo que ha demostrado ser más útil en ese sentido es una breve nota que recibí justo después del funeral de Elliot. Era de un maestro de la Biblia, que yo había conocido durante años, alguien que había respondido mis primeras preguntas sobre el cristianismo y me había ayudado a lo largo de mi peregrinaje de fe. Él escribió: “Lo verás de nuevo y... no lo has perdido para siempre”.

Esa era una verdad que yo había entendido a nivel intelectual hasta ese momento. Pero viniendo de una persona con tanta credibilidad, como erudito bíblico y mentor de largo tiempo, esas palabras tenían autoridad y cambiaron mi comprensión académica del cielo a algo más sólido y tangible. Fueron un salvavidas durante ese tiempo inicial de turbulencia. Y durante los últimos nueve años, han permanecido como un ancla del alma (He 6.19), llenándome de emoción por el próximo reencuentro.

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