Tal vez usted pueda imaginarse la escena de Jesucristo ascendiendo al cielo. Quizás se haya imaginado quiénes estaban allí y cómo reaccionaron. Aunque la mayoría de los cristianos han escuchado la historia muchas veces, a menudo pasan por alto una parte: las palabras finales del Señor. Aunque el Evangelio de Mateo narra lo último que dijo el Señor Jesús como la Gran Comisión de ir por todo el mundo y hacer discípulos, el Evangelio de Lucas da un detalle adicional: “Y los sacó fuera hasta Betania, y alzando sus manos, los bendijo. Y aconteció que bendiciéndolos, se separó de ellos, y fue llevado arriba al cielo” (Lc 24.50, 51).
Fotografía por Ryan Hayslip
El último acto del Señor Jesús antes de regresar a su Padre fue bendecir a aquellos primeros miembros de su iglesia. En realidad, todo en cuanto a la iglesia es resultado de la gracia de Dios. A veces pensamos que su gracia no es más que la manera en que somos salvos, cuando en realidad es el medio por el cual existimos como pueblo de Dios. La iglesia fue fundada por la gracia, es guardada por la gracia, y alcanzará su culminación por la gracia del Señor. Desde el principio hasta el final, la iglesia ha sido colmada de bendiciones y dones del Señor.
El regalo de la cruz
La cruz es el único medio por el cual podemos ser salvos y llegar a ser parte de la iglesia de Cristo. Cuando el Señor colgaba allí con clavos en sus manos y pies, tuvo lugar un intercambio divino: “Al que no conoció pecado, por nosotros [Dios] lo hizo pecado [a Cristo], para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (2 Co 5.21). Su vida por nuestra vida: el regalo de Dios quien, por humildad, eligió vivir como ser humano y morir a manos de su propia creación, para que ya no siguiéramos separados de Él.
Cristo nos ha hecho libres. Como resultado de ese amoroso regalo, todos los que se arrepienten y creen en el Señor Jesús como Salvador y Señor reciben el perdón de sus pecados y la justicia de Cristo. Quien nos creó, y quien nos ha sostenido con amor aun cuando hemos vivido separados de Él, nos ha abierto el cielo. Por supuesto, una persona puede rechazar ese regalo. Pero todos los que lo hagan, un día tendrán que comparecer ante Él y dar cuenta de la razón por la cual rechazaron su amor. En ese momento, recibirán el justo juicio de Dios, y será revelada la verdad de sus corazones. La cruz es la única esperanza de salvación: es la única manera de unirse con el Señor Jesús y vivir con Él por toda la eternidad.
La cruz de Cristo también nos da la victoria sobre el pecado. Para quienes hemos sido salvos, hay otra bendición que viene a través de la cruz. Cuando el Señor Jesús fue crucificado, nos identificamos de manera tan estrecha con nuestro Señor, que morimos con Él: “Nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con él, para que el cuerpo del pecado sea destruido, a fin de que no sirvamos más al pecado” (Ro 6.6). La persona que éramos antes de ser salvos —lo que el apóstol Pablo llama “nuestro viejo hombre”— ha muerto, y hemos sido resucitados con Cristo para andar en vida nueva (Ro 6.4). Esta nueva vida es, en realidad, la de Cristo en nosotros a través del Espíritu Santo, quien ahora mora en nuestros cuerpos físicos.
Dios no nos salvó y después nos dejó solos en la vida para luchar lo mejor que pudiéramos. Tenemos su presencia y su poder en nosotros mediante su Santo Espíritu. Gracias a la cruz, nunca caminamos solos en las pruebas y las tentaciones, sino que podemos vencer por medio de Cristo y vivir en triunfo y no en derrota continua.
Los dones del Espíritu
Las misericordiosas bendiciones de Dios para la iglesia incluyen dones espirituales que aseguran que el cuerpo de Cristo pueda crecer y edificarse en amor. Los dones espirituales son talentos divinos que nos equipan para servir al Señor de manera efectiva. Aunque los dones han sido dados a los creyentes de forma individual, son para el bien común de la iglesia (1 Co 12.7). Al trabajar juntos, de acuerdo con los dones particulares de cada uno, la iglesia se beneficia y experimentamos el gozo que viene de servir con obediencia al Señor.
Por lo tanto, cada quien necesita descubrir sus dones espirituales, y comenzar a usarlos para aquello para lo cual nos creó el Señor. Ser buenos administradores de nuestros dones requiere más que sentarnos en un banco de la iglesia los domingos. No importa lo poco que pensemos que tenemos para ofrecer, Dios quiere que estemos disponibles para el servicio. En vez de utilizar como excusas nuestro adverso entorno, incompetencias o fracasos pasados, debemos hacer lo mejor que podamos, y confiar en que el Señor obrará a través de nosotros.
Los dones para la iglesia
Dios también ha dado otras bendiciones a la iglesia como su cuerpo colectivo. Como su pueblo, no podemos jactarnos de nada, ni una iglesia puede lograr nada sin el poder de Dios. Todo lo que necesita una iglesia lo suple su cabeza, Jesucristo:
Líderes con dones. Después de que el Señor Jesús ascendió a los cielos, dio apóstoles, profetas, evangelistas, pastores y maestros para equipar a los santos para servir y crecer en madurez (Ef 4.11-13). Los apóstoles y profetas registraron la revelación divina que ahora tenemos en el Nuevo Testamento, y los evangelistas, los pastores y los maestros continúan la obra de edificar al cuerpo de Cristo.
La Palabra de Dios. Las Sagradas Escrituras nos dicen que la iglesia llega a ser “columna y baluarte de la verdad” (1 Ti 3.15). Es por eso que la predicación de la Palabra es la prioridad para los pastores. También es la razón por la cual el pueblo de Dios debe esforzarse por llevar la vida de Cristo en todo momento, con todo el amor y la humildad en sus comunidades: para que la verdad sea evidente (Mt 5.14-16).
Como su pueblo, no podemos jactarnos de nada, ni una iglesia puede lograr nada sin el poder de Dios.
Compañerismo. Quienes están en Cristo tienen una conexión que trasciende toda barrera social (Ga 3.26-28). Nuestro punto en común es el Señor mismo, quien nos une en amor.
Oración. Antes de su crucifixión, el Señor Jesús prometió a los discípulos que les daría todo lo que pidieran en su nombre (Jn 14.13, 14).
Las ordenanzas. El Señor también dejó a su iglesia dos ordenanzas como recordatorios. El bautismo simboliza nuestra salvación, cuando morimos al pecado y fuimos resucitados a la vida en Cristo (Ro 6.4), y la Cena del Señor nos ayuda a recordar su muerte y esperar con confianza su regreso (1 Co 11.24-26).
Todos estos magníficos dones y regalos de Dios deben motivarnos a adorar a nuestro Señor, quien ha dado con abundancia a su iglesia toda bendición espiritual. Por su bondad, no nos falta nada. Por consiguiente, tenemos el privilegio de andar en humildad con Él, servirle con gozo y compartir de manera generosa con el mundo el mensaje de salvación en Cristo.