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Cómo sobreviví a la muerte (y lo volveré a hacer)

Nunca viviremos de veras si nuestro objetivo es evitar el dolor: tenemos que pasar por él.

Kim Findlay 27 de abril de 2025

Cuatro pares de pies bien puestos sobre la tierra: los míos, los de mamá, los de papá y los del miembro del personal médico que nos da la noticia. Es curioso cómo los pequeños detalles compiten por nuestra atención en esos momentos. El remolino de azules y verdes en la alfombra del pasillo del hospital, el sonido estridente de un teléfono que suena, y la curva de los zapatos de caminar de color azul marino que mi madre lleva puestos mientras está sentada a mi lado.

Ilustración por Jeff Gregory

No era la primera vez que recibíamos la noticia de que el cáncer devastaba el cuerpo de mi madre. Más de seis años habían pasado desde que escuchamos por primera vez la temida palabra que empieza por la letra C. Después de 18 meses de tratamiento, pensamos que la bestia había sido sometida. Pero en vez de eso, nos enteramos de que se había extendido. Más tratamiento. Más sufrimiento. Más dolor. 

La ecografía reciente revela que la bestia trajo a un amigo, ya que un segundo cáncer ruge dentro de ella. Con la mirada baja, observo los pies de cada uno, preguntándome qué aventuras han tenido a lo largo de los años. Estoy agradecida de que los de mamá sigan aquí, y susurro una oración para que continúen sosteniéndola firme. Me preocupa el camino que nos espera, y me pierdo en un monólogo privado mientras comparo el tamaño y la forma de nuestros zapatos. No quiero volver a pasar por esto. Ella ya ha sufrido bastante. Ya han tenido suficiente. Señor Jesús, acompáñanos.

De repente, recuerdo las palabras de un cuento que leí a mis pequeñas niñas hace años, marcando un ritmo: No podemos pasar por encima. No podemos pasar por debajo. Tenemos que atravesarlo. 

“Vamos a cazar un oso”, recuerdo haber leído, sentada con las piernas cruzadas y fingiendo caminar mientras dábamos palmaditas en nuestras rodillas. La historia hablaba de una familia que caminaba por la hierba alta, vadeaba un río, se arrastraba por el lodo y tropezaba en un bosque oscuro en busca de un oso. Con cada obstáculo, cantaban, “¡Oh, oh! No podemos pasar por encima. No podemos pasar por debajo. ¡Oh no! ¡Tenemos que atravesarlo!”. Y entonces corrían, saltaban, nadaban o se arrastraban, a veces uno tras otro y casi siempre… ¡muy rápido!

En la fría y estrecha habitación, comparo con ternura este recuerdo con otro de un capítulo posterior de mi vida: el día en que mi hija murió a causa de las lesiones sufridas en un incendio en casa. También entonces, un médico se sentó conmigo en una habitación de hospital mientras me precipitaba de cabeza al bosque más oscuro del dolor, al recibir la noticia de que mi hija no había sobrevivido. No deseaba más que evitar la inmensidad del dolor que se desplegaba frente a mí, pero no había forma de evitar la aflicción.

No podemos pasarla por encima; tenemos que atravesarla.

Alrededor de un año antes de que mi hija muriera, una amiga de la iglesia perdió a su hijo a causa de un cáncer cerebral. Vi cómo soportaba los días, las semanas y los meses que siguieron a su muerte. Aunque ella hablaba de sus preocupaciones y temores, también se mantenía con los brazos en alto durante el servicio. Me preguntaba cómo respondería yo si mi hija muriera. ¿Sobreviviría, y mucho menos, adoraría como lo hacía ella? Entonces, como otras madres, oré para que Dios me protegiera de tener que saber la respuesta; de los “qué pasaría si…” que me planteaba, no se convirtieran en realidad.

El día en que mi casa se incendió y mi hija exhaló su último aliento, las palabras del Señor Jesús cobraron vida. Él advirtió que habría pruebas y dolor en este mundo, y aunque yo no podía ver una salida para mí, Él declaró que la historia no termina con la muerte. Animó a sus discípulos —y a nosotros— con sus palabras siguientes: que podemos tener paz porque Él venció al mundo (Jn 16.33).

Jesucristo habló de victoria a sus discípulos, pero al principio todo lo que yo veía era destrucción; no podía hacer desaparecer la tristeza aunque me esforzara. Me despertaba cada mañana sin mi hija acurrucada cerca, sin el eco de sus risas resonando por nuestra casa.

Sin embargo, incluso frente a la muerte, anhelaba la esperanza; me tambaleaba hacia ella. Durante los días oscuros, no solo aprendí sobre la bondad de Dios, sino que también comencé a experimentarla mediante su presencia. Él se sentaba conmigo en la oscuridad (Mi 7.8). Él llevaba un registro de mis penas y recogía mis lágrimas (Sal 56.8). Aprendí cómo estas experiencias desgarradoras que quiero evitar son, en realidad, una invitación a ver a Dios de otra manera, a ser testigo de su misericordia. Esos días de avanzar con dificultad por las aguas de la pérdida revelaron la profundidad de su carácter y su amor por mí (Is 43.2). Tal vez eso es lo que quiso decir Elisabeth Elliot cuando escribió: “Estoy convencida de que no hay nada que pueda sucederme en esta vida, que no esté diseñado con precisión por un Señor soberano, para darme la oportunidad de aprender a conocerlo”.

Sigo sin querer que lleguen las pruebas, y no entiendo a fondo cómo todas las cosas obran para nuestro bien (Ro 8.28), pero así es. Así que aquí estamos, sentados en semicírculo, mientras hablamos de las opciones que tiene mi madre. Conozco a otros que han soportado el cáncer, el tratamiento y los cuidados, y recuerdo sus historias, pero nada me preparó para ver sufrir a mi madre. 

Aunque experimenté el aguijón de la muerte y el dolor hace casi dos décadas, esta experiencia con mi madre es diferente. Ahora soy la hija, no la madre. Tenemos tiempo para prepararnos, procesar y llorar juntas. Hay días en que casi olvido que ella está enferma, hasta que oigo hablar de la intensificación del dolor y el aumento de la dosis, y pienso en la inminente conversación sobre los cuidados paliativos. Pero gracias al Señor, hablamos de la alegría que está por venir. Mientras mamá se acerca al final, danzamos paso a paso entre la previsión de su muerte y el abrazo a cada momento que compartimos. Pienso en todo el tiempo que pasé mientras crecía, queriendo ser independiente de mis padres; pero ahora, solo quiero sentarme con mamá y escuchar sus historias. 

No podemos pasar por encima. No podemos pasar por debajo. Tenemos que atravesarlo. Pero tenemos ayuda. El Señor Jesús promete estar con nosotros durante toda la experiencia del duelo y orar por nosotros cuando no encontremos las palabras (Ro 8.26). Lo más importante es que, al conocer a Jesucristo, podemos confiar en un día de que la muerte, la enfermedad y el dolor ya no existirán (Ap 21.4). Hasta entonces, caminaremos por la hierba alta, vadeando el río, arrastrándonos por el lodo, e incluso tropezando en un bosque oscuro. Oh Señor, que podamos ver evidencias claras y tiernas de tu bondad mientras estamos en el camino.

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