¿Alguna vez ha cometido usted un error en el que no puede dejar de pensar? Tal vez malinterpretó el comentario de un amigo y reaccionó mal, o quizás tomó una decisión deliberada que hirió a personas cercanas a usted. Cada vez que momentos como estos resurjan en su mente, es probable que sienta un peso, tal vez una opresión en el pecho. Es fácil quedar atrapado en un ciclo de autocrítica negativa en esos momentos: ¿Por qué hice eso? Soy tan estúpido. No merezco (escriba aquí lo que piense). Pero estos ciclos no son lo que el Señor quiere para nosotros, no importa lo que hayamos hecho.
Ilustración por Jeff Gregory
Creamos esta guía para ayudarle a acercarse a Dios con su pecado y dejarlo ir de verdad. En el fondo, la confesión del pecado, aunque a veces resulta incómoda, es un regalo para nosotros. Es una oportunidad para cambiar de dirección y volver a un flujo saludable de vida con Dios.
Esperamos que las ideas y los ejercicios prácticos que siguen le ayuden a encontrarse con la gracia y la misericordia infinitas de Dios. Y que en su amorosa presencia, encuentre la aceptación y fuerzas que necesita para seguir creciendo en la libertad de Cristo.
El pecado es una realidad
Hay una verdad fundamental en cuanto al ser humano que así como es decepcionante, es liberadora: Todos pecamos. Todos en este mundo estamos lejos de ser lo que Dios quiso que fuéramos. El pecado es lo que sucede cuando nos alejamos de lo mejor que Dios tiene para nuestra vida y elegimos nuestro propio camino, el cual nunca resulta tan bueno como pensábamos. Cuando nos alejamos de nuestro Padre celestial, hacemos elecciones de las que no nos sentimos orgullosos, decisiones que dañan nuestra vida, a menudo de maneras no previstas.
Todos sabemos lo que es sentirnos atormentados por nuestros errores. Y aún así, eso no significa que debamos permitir que fallas de discernimiento del pasado gobiernen nuestro futuro. Contrario a lo que sintamos, nuestros pecados, e incluso nuestras luchas actuales, no definen quiénes somos o quiénes podemos llegar a ser.
En pocas palabras, no tiene sentido castigarnos por nuestros pecados. Dios no quiere eso para nosotros; su Hijo prometió que no hay condenación para quienes están en Cristo (Ro 8.1). Y no ganamos nada al seguir castigándonos por decisiones que Dios perdona de inmediato.
No hay una única manera de confesar sus pecados, siempre y cuando lo haga con humildad y total sinceridad ante el Señor. Pero hay principios y prácticas que pueden ayudar a que sus intentos de conectarse con Dios sean más fructíferos, veremos uno de esos modelos en la siguiente sección.
Verifique si hay culpa
Hay algunas señales cuando le otorgamos al pecado, ya sea una lucha pasada o actual, más poder del que merece, o lo estamos manejando de manera no saludable. Usted podría estar lidiando con la culpa si…
Se aleja poco a poco de la comunión cristiana porque se siente avergonzado.
Se menosprecia a sí mismo.
Evita la oración.
Se esfuerza más por hacer lo correcto, como si estuviera tratando de compensar su falta.
Busca la afirmación o aprobación de los demás.
Cree que las promesas de Dios son reales, pero sobre todo para otras personas.
Si alguna de estas situaciones le resulta familiar, no hay razón para sentirse avergonzado. Son solo indicadores de que necesita pasar tiempo en confesión ante Dios, hablando con Él sobre estos comportamientos y de lo que hay en la raíz de ellos. También son una señal de que es hora de dejar ir su culpa.
1. Reinicie
Es fácil imaginar que Dios podría reaccionar al pecado de la manera que lo haríamos nosotros: molesto, enojado, ansioso por castigar, tal vez incluso vengativo. Pero eso no es quién Él es. Necesitamos tener una imagen adecuada de nuestro Padre celestial antes de poder apreciar a plenitud cómo reacciona Él ante nuestro pecado. Como escribe John Mark Comer: “La mente es el portal del alma, y con lo que llene su mente dará forma a la trayectoria de su carácter”.
Antes de que haga su confesión, elija un pasaje de la Biblia que resalte la misericordia y el amor de Dios y medite en él. Lamentaciones 3.22, 23 (NTV) es un excelente punto de partida:
¡El fiel amor del Señor nunca se acaba!
Sus misericordias jamás terminan.
Grande es su fidelidad;
sus misericordias son nuevas cada mañana.
Lea los versículos tantas veces como necesite, en voz alta o para usted mismo, deteniéndose en las palabras que se destaquen para usted. Deje que la imagen de un Padre misericordioso y compasivo penetre en usted. También puede leer Salmo 103.8-14; Salmo 145.8, 9; Lucas 15.11-24; o Romanos 8.38, 39.
Cuando recordamos quién es Dios, es más fácil hablar con Él sobre lo que está sucediendo en nuestra vida. Él nunca se siente agobiado por lo que le traemos; quiere oírnos (Stg 4.8).
2. Confiese
Ahora, con una imagen clara del Padre celestial en mente y con su corazón abierto, hable con Él. Libre y sin reservas. Sin temor ni vergüenza.
Aquí tiene algunas sugerencias para guiar su conversación con Él:
No se restrinja. Podría pensar que Dios solo quiere escuchar ciertas cosas de usted, pero Él prefiere escucharle tal como es. Nada es una sorpresa para el Señor. Puede hablar sobre cómo se siente y cómo está en realidad. Por ejemplo, podría pensar que debe decir: “Señor, no quiero chismear más”. Pero una evaluación más honesta podría sonar como: “Señor, sé que he estado chismeando. Desearía no disfrutarlo. Eso me ayuda a sentirme conectado con ciertos amigos, pero también sé que me aleja de otros. Quiero querer dejar de chismear, pero todavía no lo he logrado. Por favor, ayúdame”. Nuestra transparencia crea espacio para la ayuda de Él. Para hablar con Dios sobre su pecado no tiene que esperar hasta que su corazón esté por completo arrepentido. Puede invitar al Señor a entrar en el caos del proceso.
Use estímulos. A veces, la parte más difícil de hablar sobre nuestro pecado es comenzar. Utilice estos estímulos para romper el hielo y hacer que la conversación fluya.
Señor, últimamente me he sentido…
Señor, sé que me has visto luchar con…
Señor, no sé por qué _____ se siente tan difícil.
Deje fuera la condenación. Cuando hable con Dios sobre su pecado, trate de evitar usar palabras de condenación. Exprese su transgresión de manera objetiva, como si estuviera observando un resultado en un experimento científico.
En lugar de decir: “No puedo creer que herí los sentimientos de él otra vez. Soy tan egoísta”, pruebe con: “Herí los sentimientos de él otra vez”.
En vez de decir: “Soy una persona terrible por abandonar a mi amiga”, pruebe con: “Abandoné a mi amiga cuando me necesitaba”.
Considere usar esta confesión. Si todavía siente que las palabras están atoradas en su garganta, intente comenzar con el ejemplo que sigue. Puede decir la oración, palabra por palabra, o dejar que ella le inspire a orar con las suyas:
Gracias, Señor, por tu amor y misericordia, que nunca terminan. Gracias por recibirme hoy tal como soy. Sé que conoces mi pecado, pero quiero hablarte de él e invitarte a mi lucha. Padre, perdóname por _____. Lamento no estar viviendo de una manera que te honre. Quiero hacerlo. A través de tu Espíritu Santo, ayúdame a honrarte en esta área de mi vida y a recordar que estás conmigo. Gracias por perdonarme. Que pueda dejar ir este pecado, sabiendo que lo has borrado. En el nombre del Señor Jesús, amén.
3. Haga cambios cuando sea necesario
A veces necesitamos un poco más de ayuda para que nuestra confesión sea real. Aquí hay dos ideas más para hacer que la confesión a Dios sea más personal y efectiva:
Visualice su confesión. Esta práctica espiritual es, por definición, una conversación privada con Dios, razón por la que es fácil dudar, olvidar, minimizar o evitarla por completo. Cuando los israelitas tendían a olvidar algo, a veces dejaban un marcador físico. Bajo el liderazgo de Josué, los israelitas llevaron 12 piedras al centro del río Jordán, donde el Señor les había permitido pasar, para que las piedras “se [convirtieran en] un monumento conmemorativo para los hijos de Israel para siempre” (Jos 4.7). Más tarde, después de derrotar a los filisteos, “tomó Samuel una piedra y la puso entre Mizpa y Sen, y le puso por nombre Eben-ezer, diciendo: ‘Hasta aquí nos ayudó Jehová’” (1 Sam 7.12). No había nada especial en estas piedras; eran solo símbolos, pero les recordaban la bondad y la fidelidad de Dios.
Hacer algo físico nos ayuda a recordar, a plantar una estaca en el suelo, como se diría de manera metafórica, y podemos hacer lo mismo con la confesión. Después de hablar con Dios, escriba su pecado en un pedazo de papel (nada elaborado, solo una oración o una simple lista). Luego, considere hacer una o más de las siguientes cosas:
Tache el pecado con un bolígrafo rojo, recordando que la sangre de Jesucristo cubre toda transgresión.
Escriba la palabra “redimido” o “rescatado” sobre su pecado.
Voltee el papel y escriba Hebreos 8.12: “Yo perdonaré sus iniquidades y nunca más me acordaré de sus pecados” (NVI).
Destruya el papel y tírelo a la basura o al fuego.
Escuche su confesión. Si el peso del pecado le resulta demasiado pesado para llevarlo solo, considere hablar del mismo con un consejero o amigo de confianza. Cuando nos confesamos nuestros pecadas unos a otros, experimentamos sanidad (Stg 5.16). Piense en esto: Mantener el pecado en privado le da poder a este sobre nosotros, mientras que hablar del mismo afloja su control sobre nuestra vida interior. La revista “Psychology Today” señala que este tipo de verbalización “reduce la activación en la amígdala, el sistema de alarma de nuestro cerebro que desencadena la reacción de lucha o huida. Cuando damos palabras a nuestras emociones, nos alejamos de la reactividad límbica al activar esas partes del cerebro que tratan con el lenguaje y el significado en la corteza prefrontal ventrolateral derecha”. En otras palabras, “nos volvemos menos reactivos y más conscientes”.
Si decide acudir a un amigo, sepa que tiene opciones. Puede ser tan formal o informal como desee. Podría enviarle un mensaje de texto diciendo: “Hola, ¿podríamos tomarnos una taza de café uno de estos días? Me gustaría hablar sobre algo con lo que he estado luchando”. O tal vez espere un momento no planificado, como cuando un amigo le pregunta durante el almuerzo cómo está. Siempre que esté con alguien en quien confíe, hay muchas buenas maneras de franquearse sobre su pecado.
4. Determine sus expectativas
Después de la confesión, la esperanza es seguir adelante y dejar atrás la culpa de una vez por todas, pero un rompimiento claro no siempre es posible. Es normal que resurja la memoria de un pecado particular, y también es normal experimentar un breve momento de culpa asociado con ese recuerdo. Cuando esto suceda, deje que el recuerdo llegue, reconózcalo y luego déjelo ir, como si estuviera observando a un ave volar fuera de su vista. No hay necesidad de que se mantenga con la transgresión. De hecho, es en momentos como estos que puede confiar en su “piedra”, el símbolo físico de su confesión y la misericordia de Dios. Deje que le recuerde que ha sido perdonado.
No tiene que ser perfecto cuando se trate de confesar su pecado a su Padre celestial; solo tiene que empezar. Y cualquier comienzo es bueno. El apóstol Juan nos anima: “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad” (1 Jn 1.9, 10).
Y hacemos confesión, no porque ella satisfaga alguna necesidad que Dios tenga, sino porque nos acerca más a Él. Cada vez que hablamos con el Señor sobre nuestras luchas, le permitimos que nos vea tal como somos en realidad, y aceptamos su amor a cambio. Cada confesión profundiza nuestra relación con Dios.
Corra, no camine
La próxima vez que se sienta culpable o avergonzado por algo que haya hecho, no espere hasta tener las palabras adecuadas o que su corazón esté listo. Tan solo vuélvase a Dios. Él quiere escucharle en cada paso del camino, incluso antes de que usted esté arrepentido del todo. Dios no necesita una presentación perfecta: Él quiere amarle. Al verdadero usted.