Antes de que mi esposo y yo nos casáramos, estuvimos de acuerdo en conseguir un nuevo lugar, una casa espaciosa tanto para nuestras pertenencias por separado como para los nuevos recuerdos que construiríamos juntos. Buscamos (y discutimos) durante meses, y al final encontramos una casa semanas antes de la ceremonia.
Nos tomó un tiempo invitar gente, ya que no teníamos ni mesa, ni sofá, ni sillas. Pero después de un tiempo, amigos y familiares se colaron trayendo muebles, instalando persianas o prestándonos una cortadora de césped. Mi esposo los guiaba en un gran tour, y todos detallábamos esto y aquello, como hacen los amigos cuando están en verdad felices por el logro del otro. Pero sin poder evitarlo, para la hora en la que nuestros seres queridos salían de casa, muchos habían dejado comentarios degradantes sobre nuestro vecindario, y cada palabra se enconaba como una astilla en mi piel.
Las preguntas más comunes que me hicieron fueron: ¿Se sienten seguros aquí? y ¿Salen a correr solos? Un amigo nos censuró por dejar un par de rastrillos en nuestro porche trasero, porque “alguien se los robará”. Un miembro de la familia le dijo a otro que vivíamos en “el gueto”, y que tenía miedo de acompañar a sus hijos desde el automóvil hasta mi puerta. Alguien más bromeó diciendo que mi esposo y yo éramos “casi misioneros” en nuestro vecindario. No me sorprendería que mis amigos y familiares ya no recuerden estos comentarios, tan casuales y poco pertinentes, pero yo los recuerdo todos.
Nuestra casa está ubicada en un vecindario de bajos ingresos, que muchas personas consideran un adefesio de la ciudad. Aunque hay una amplia gama de ingresos aquí, la media es de unos $27.000, y la mayoría de nuestros vecinos llegaron hasta la escuela secundaria y hacen labores administrativas, de servicio de comidas y de mantenimiento de casas. La mayoría de las familias viven alquiladas y están lideradas por madres solteras. La escuela intermedia al final de mi calle es una escuela de Título 1 que proporciona almuerzo gratis a dos de cada tres estudiantes, y sus pasillos se vacían cada año a medida que los padres tratan de encontrar mejores oportunidades para sus hijos. Es probable que nuestros visitantes no conozcan estas estadísticas, pero sacan sus conjeturas de las casas cerradas con tablas y los almacenes vacíos, los olvidados huecos en las calles, la basura esparcida sobre la hierba y las aceras, y la gente que utiliza el transporte público.
Muchos habían dejado comentarios degradantes sobre nuestro vecindario, y cada palabra se enconaba como una astilla en mi piel.
Como cualquier otra persona, mi esposo y yo tomamos en consideración muchos factores antes de comprar nuestra casa: precio, metros cuadrados, recorrido diario al trabajo y sentido de comunidad. El porche grande, los restaurantes cercanos accesibles a pie y la hospitalidad de nuestros vecinos eran otras ventajas. Y aunque nunca lo tuve en mi lista como “imprescindible”, el unirme a personas de diferente nivel socioeconómico era importante para mí. A lo largo de mi vida, he visto a muchas personas mejorar y ensanchar sus vidas, creando vecindarios muy ricos junto a otros pobres. Pero lo que no había visto era gente de diferentes ingresos, ocupaciones y estilos de vida habitando con orgullo el mismo vecindario. Quería ser parte de eso, para ayudar a descartar la idea de que algunos lugares, hogares y vidas valen más que otros.
Así que, sí, recuerdo los comentarios despectivos de las personas que amamos y respetamos, que comparten nuestra sangre, que nos vieron casar y que nos visitaban una y otra vez para comer tacos y tener noches de juegos, y sus palabras dolían. Pero al ver que el juicio venía de forma tan natural de personas que nos aman, me pregunté si alguna vez yo había hecho lo mismo. ¿Había acosado a mis amigos o familiares por algo que les apasionaba?
Esta misma pregunta surge cada vez que me encuentro con el Sermón del monte del Señor Jesús. Al leer las Bienaventuranzas, me apresuro a alinearme con los que sufren, es decir, hasta que Él bendice a los perseguidos por la justicia (Mateo 5.10), lo cual es algo que nunca he enfrentado y que es probable que nunca experimente. Casi todo en mí va en consonancia con la cultura mayoritaria en los Estados Unidos: mi educación, posesiones, color de piel, religión. Y aunque esos mismos factores a menudo me protegen de sufrir algún tipo de persecución, también me exigen que me pregunte lo contrario: ¿He hecho que alguien se sienta perseguido? Aunque nuestro mundo no puede dividirse con facilidad en perseguidores y perseguidos, si alguna vez estuviera en una categoría, sería en el lado del poder. Creo que esto es cierto en mi caso, aunque solo sea en una pequeña proporción, como cuando he pensado que una persona con turbante podría ser peligrosa o un mendigo perezoso. O la facilidad con la que pude verme a mí misma en mi amiga cuando ella me preguntó si mi vecindario era seguro. No puedo fingir saber cómo se siente la opresión sistémica, pero sí puedo preguntarme si alguna vez desempeñé un papel en la de otra persona.
Inmediatamente después de bendecir a los perseguidos, el Señor Jesús dice: “Bienaventurados serán ustedes cuando por mi causa los insulten y persigan, y mientan y digan contra ustedes toda clase de mal” (Mateo 5.11 RVC). Con toda seguridad, soy capaz de insultar a los demás y decir cosas malas, pero ¿a causa del Señor Jesús? No creí que eso fuera posible hasta que mis amigos cristianos le pusieron objeciones a nuestra casa. Nunca les dije con exactitud por qué nos mudamos a donde nos mudamos; mi respuesta siempre fue la ubicación, o el precio o algo general. Pero en el centro de todo estaba mi convicción de que el Señor Jesús quiere que todos conozcamos nuestro valor intrínseco pero inmerecido. Y venir a vivir a este vecindario era mi manera de hacer saber a un grupo de personas ignoradas que la zona donde ellas viven no es un escalón, sino un lugar para establecerse, nutrirse y llamar hogar.
El pastor de mi iglesia dice con frecuencia que las personas tienen muchas razones para las decisiones que toman y que, si uno hubiera tenido sus mismas experiencias, podría haber tomado las mismas decisiones que ellas. Es algo que desearía que mis amigos y familiares hubieran considerado antes de dejar escapar sus sentimientos sobre nuestro vecindario. Pero, en cierto modo, también estoy agradecida por eso. Momentos como estos me llevan a una dura pero necesaria autorreflexión, y me recuerdan que el amor del Señor Jesús es profundo, ya sea visible para nosotros o no.
Ilustración por Adam Cruft