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A pesar de nuestras diferencias

Por qué sigo en la iglesia

Liuan Huska 1 de junio de 2019

La relación que uno tiene con la Iglesia es como un matrimonio, decía uno de mis profesores de la universidad hace algunos años. Y en cierto modo, es verdad, porque el compromiso es a largo plazo. Lo ideal es que uno no abandone el matrimonio porque esté molesto por el comportamiento de su cónyuge, o porque sienta menos pasión que antes. Incluso en situaciones de aburrimiento y de desilusión, uno sigue estando presente, porque es lo que prometió hacer. Y así debería ser con la Iglesia.

Mi “matrimonio” con la esposa de Cristo estuvo bien por un tiempo.

Es un consejo difícil para mí en estos días. Mi “matrimonio” con la esposa de Cristo estuvo bien por un tiempo. Pero, como muchas relaciones, el distanciamiento se produjo gradualmente, por debajo de la superficie, y pasó casi inadvertido hasta que nuestras diferencias fueron demasiado grandes como para ignorarlas.

 

Las etapas de una relación

En la escuela secundaria, cuando estaba recién convertida, estar en la iglesia parecía una luna de miel. Era una experiencia del todo nueva para mí por venir de una familia no religiosa. Disfrutaba de los tiempos de adoración, de la intimidad con Dios, y de la sensación de ser parte de algo grande y hermoso que estaba más allá de mí misma. Asistía a todas las actividades que podía, desde los campamentos de verano hasta la escuela bíblica dominical, y lo aceptaba todo sin reservas.

En la universidad, mientras aprendía la historia del cristianismo y tomaba clases de antropología y sociología, descubrí que la rama de la iglesia en la que llegué a la fe era parte de una familia mucho más grande — y bastante imperfecta, por cierto. Mi congregación local no era solo un grupo de personas que recibían el evangelio directamente de Dios; también estaban transmitiendo lo que habían recibido de sus padres, y sus padres habían tomado la fe de sus antepasados y la habían aplicado a su propio contexto, y así sucesivamente.

Vi por primera vez la familia disfuncional en la iglesia: miembros que no se hablaban; miembros que, debido a desacuerdos, sin duda pequeños, dejaban la familia grande para arreglárselas por sí solos. Veía las pequeñas disputas, la política, la postura que está tan lejos de lo que conozco como el evangelio. Así que, pensaba a menudo: ¿Con esto me casé?

 

Pasar por la vida cambia a una persona. A los veintipico de años viví una serie de situaciones difíciles —la deportación de un miembro de mi familia y el comienzo de un dolor crónico continuo, por nombrar solo un par de ellas— que me dejaron cuestionando muchas de las narrativas que había escuchado en la iglesia. Mi experiencia en la iglesia me había dicho que todo el mundo era bienvenido y valorado, porque todos estábamos hechos a imagen y semejanza de Dios, pero la forma en que algunos cristianos veían a los inmigrantes indocumentados (mi madre y mi padrastro eran indocumentados) —como poco dignos, contaba una historia muy diferente. La iglesia también me había dicho que si uno sigue las reglas y no hace nada demasiado horrible, Dios nos bendecirá y tendremos una vida bastante buena. Lo que desafiaba esa narrativa era mi experiencia con la agonía del dolor crónico —que no cambiaba por mucho que golpeara a la puerta de Dios.

Me mantuve comprometida con la iglesia, pero cada vez era más difícil cantar con alegría, como si todo estuviera bien; más difícil hacer una señal aprobatoria con la cabeza cuando la gente me decía: “Dios tiene el control”, “Todo saldrá de acuerdo con su plan” o “Esto es para tu bien y para la gloria de Él”. Estas afirmaciones pueden ser muy ciertas, pero dado a que las personas que las decían a menudo no veían, o no querían saber la profundidad de mi sufrimiento y confusión, lo que decían sonaba vacío.

 

Carta de amor a la iglesia

Cuanto menos coincidían las experiencias de mi vida con lo que la iglesia me había enseñado a esperar, más me preguntaba si otras partes de la fe que había recibido tampoco eran confiables. Traté de disimular mis dudas y permanecer callada, pero me di cuenta de que esto me estaba alejando de la comunidad.

La iglesia a menudo interpreta nuestras preguntas como amenazas, en vez de intentar iniciar una conversación.

En estos últimos años, comencé a compartir mis preguntas con otros, y descubrí que no era la única: muchos cuestionan la fe que recibieron al crecer, una fe que se aferra a respuestas bien definidas y valora la certeza como la marca de un verdadero creyente. Veo nuestras declaraciones públicas como cartas de amor —cartas de anhelo— a la iglesia. Sé que no soy la misma persona con la que te casaste. Yo he cambiado. Tal vez tú has cambiado. ¿Todavía me amas? En forma devastadora, la iglesia ha respondido con frecuencia: “No”. Los que preguntan y los que dudan han sido avergonzados públicamente y en esencia excomulgados por expresar incertidumbre o pensar de manera diferente en varios temas candentes. La iglesia a menudo interpreta nuestras preguntas como amenazas, en vez de intentar iniciar una conversación.

Después de recibir el mensaje una y otra vez de que para ser parte debo callarme y hacer lo mismo que otros hacen, me he preguntado si vale la pena estar aquí y seguir con la iglesia. En verdad, sería mucho más fácil dejar de lado todo el asunto y encontrar cosas más relajantes que hacer los domingos por la mañana, que volver una y otra vez a la misma pelea conyugal no resuelta.

Sin embargo, es difícil verme libre de las palabras de mi profesor. Esta es una relación de amor de por vida, en lo bueno y en lo malo, en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte nos separe. Nunca he prometido oficialmente tal compromiso con la iglesia, pero me he comprometido a amar a Jesucristo y a seguirlo toda mi vida. Por lo que veo en el Nuevo Testamento, seguir a Cristo siempre ha implicado una comunidad de fe, de personas que se reúnen para cuidar de las viudas y los huérfanos, compartir la Cena del Señor, y participar en las alegrías y cargas de los demás. Se hace referencia a la iglesia como el Cuerpo de Cristo (1 Corintios 12), la esposa de Cristo (Apocalipsis 19), la familia de Dios (Efesios 2.19) y un edificio espiritual (1 Pedro 2.5).

Dadas estas imágenes, parece que necesito estar conectada con otros cristianos, como una mano con un corazón, como un niño con su madre. Aun así, me gustaría poder elegir a qué partes estar unida — preferiría a las personas que leen libros similares y me hacen preguntas similares, que me entiendan. Personas en cuya presencia no sienta la necesidad de ocultar lo que pienso de verdad. Pero me temo que no tengo esa opción. Simplemente, no es así como funciona este matrimonio.

Mi historia con la Iglesia también me ata. Recuerdo nuestros puntos altos relacionales — cuando me recibió recién llegada a la ciudad y me dio un lugar para ser parte de ella; esas comidas compartidas y esos abrazos que en lo profundo de mi ser me hacían sentir amada; las veces que me traía comidas, oraba conmigo, y me alimentaba con palabras y con la Cena del Señor. Estos recuerdos permanecen en mi cuerpo y mi espíritu. Sé que no sería quien soy ahora sin ella. La Iglesia también tiene algo sagrado, algo valioso que no puedo encontrar en ninguna otra parte, algo que quiero que mis hijos también tengan.

Por tanto, sigo todavía aquí, tratando de estar presente lo más que pueda en la Iglesia, aunque con el temor de no ser aceptada. Tratando de amar a la Iglesia, y esperando que ella me ame, a pesar de nuestras diferencias. Estoy confiando en que Cristo, quien me trajo a su Cuerpo, sanará las heridas que dividen a sus miembros. En estos lugares de tensión, creo que el crecimiento también puede tener lugar. Si no nos alejamos los unos de los otros, y nos mantenemos fieles, tal vez podamos ver nuestras diferencias, no como causa de división, sino como una oportunidad para buscar una verdad más profunda y unificadora. Tal vez veamos juntos la profundidad y la maravilla del reino de Cristo, un lugar donde los creyentes acérrimos y los que tienen dudas, los convencidos y los vacilantes, pueden encontrar un hogar.

 

Ilustraciones por João Fazenda

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