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Del corazón del pastor

Al servir a los demás, Dios promete exaltarnos a su manera y en su tiempo.

¿Ha sentido alguna vez una explosión de alegría cuando logra hacer algo difícil? ¿Le han entrado ganas de contárselo a alguien? 

Es una reacción natural, y no está mal sentirse satisfecho por un trabajo bien hecho. Sin embargo, nuestros sentimientos pueden dar paso, aunque sea de manera sutil, al orgullo. ¿Cómo podemos centrarnos en la bondad de Dios y celebrar su gloria en lugar de la nuestra?

¿Cómo podemos estar seguros de que valoramos más nuestro lugar en el reino de Dios que nuestro estatus en este mundo?

 Este mes, compartimos algunas palabras del Dr. Stanley para ayudarle a mantenerse en un modo de gratitud alegre y humilde hacia Dios por todo lo que Él está haciendo en su vida.


Sentir un fuerte deseo de mejorar nuestro estatus es un desafío que enfrentan muchas personas en la actualidad. Incluso aquellos que tienen una fe sólida pueden encontrarse luchando contra esta tentación. Si alguna vez ha sentido la necesidad de destacar o de resguardar su posición, es completamente comprensible. Pero Dios tiene mucho más para usted que vivir con el temor de perderse algo o de quedarse atrás.

Buscar estatus en el mundo siempre le dejará sintiéndose vacío, pero entregar su vida al Señor —incluyendo su estatus— le llenará más de lo que pueda imaginar.

Puede que en un primer momento piense: “Bueno, el orgullo no es un gran problema para mí”. Pero la búsqueda de estatus viene en diferentes formas, y algunas son bastante sutiles.

Por ejemplo, ¿alguna vez se ha sentido superior a otra persona? ¿Hay ciertos trabajos o tareas que ha considerado poca cosa para usted? ¿Hay personas en la iglesia con las que preferiría no relacionarse por su origen, nivel educativo, aspecto o incluso estilo de vida? O tal vez alberga un deseo malsano de hacerse notar por las cosas buenas que hace.

Lo queramos o no, la búsqueda de estatus es un intento por exaltarnos a nosotros mismos.

A veces se consigue menospreciando a otra persona, si no de manera literal, al menos con nuestra actitud. Todo podemos caer con facilidad en esta trampa si no tenemos cuidado. Por eso es importante permanecer cerca del Señor en oración y leer la Biblia, al permitir que el Espíritu Santo escudriñe nuestros corazones.

La humildad no es baja autoestima, sino una visión exacta de uno mismo desde la perspectiva de Dios.

Significa que puedo amarme a mí mismo como Dios me ama, con plena confianza en la manera en que Él me ve. Acepto mi lugar como su hijo amado, creado a su imagen y sostenido por su gracia y salvación. Eso no nos hace mejores que nadie: todos los hijos de Dios somos iguales a sus ojos. No hay necesidad de competir con nadie más porque nuestra posición en Él es eternamente segura.

El Señor Jesucristo es nuestro modelo de humildad.

Y cuando caminamos con Él, crecemos a su semejanza. La humildad se manifiesta en nuestra manera de hablar y de actuar, y en especial en cómo damos nuestro tiempo y nuestros recursos por el bien de los demás. El mundo puede centrarse en el estatus, pero el Señor se centra en el servicio. “El que es el mayor de vosotros, sea vuestro siervo”, dijo (Mt 23.11). Cuando servimos a los demás con sacrificio, poniendo sus necesidades por encima de las nuestras, emulamos a nuestro Salvador.

Hermano(a), el único estatus que importa es el que Dios nos da.

No necesita preocuparse por lo que piense la gente a su alrededor. El Señor ve sus buenas cualidades y las aprecia, y lo que es más, Dios promete elevarnos a su manera y a su tiempo (1 P 5.4). Y a Él, por derecho, le corresponde toda la gloria.


En un mundo que valora el destacarse y el ego, es refrescante —y liberador— tomar el camino de Dios. Vivir con la humildad de Cristo no consiste en menos- preciarnos, sino en reconocer nuestro verdadero valor, no según nuestra opinión, sino a los ojos de nuestro Padre celestial. Se trata de cambiar la ansiedad por la alegría genuina y de buscar estatus por un sentido más profundo de pertenencia al Señor y a los hermanos en Cristo. Le damos gracias a Dios por usted. Gracias por caminar con nosotros. Hasta el próximo mes, que Dios le bendiga. 

Para su gloria de Dios,  

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